Montserrat Caballé, “La Superba”, merecido homenaje
La Superba, merecido homenaje
Nacida en una modesta familia catalana, enamorada de la ópera y estudiante en el Conservatorio Superior de Música del Liceo, quiso un día escuchar la opinión de un “docto” sobre su porvenir como cantante. “Vuelve a casa, búscate un marido y ten hijos” recibió como consejo. Tan sólo unos pocos años más tarde se refería a ella la mítica Rosa Ponselle en sus memorias –“A singer’s life”- como una de sus grandes sucesoras. En medio, las clases de Conchita Badia, los ejercicios respiratorios casi circenses de Eugenia Kemmeny y el aprender tablas en Basilea y Bremen. Por fin, en 1962, el debut en su casa con “Arabella”. La gran oportunidad, esa noche capaz de lanzar al estrellato a un artista, le llegó en 1965 cuando sustituyó en “Lucrecia Borgia” en el Carnegie neoyorquino a Marilyn Horne, tantas veces compañera de repartos años después. “Callas más Tebaldi igual a Caballé” se llegó a escribir. De allí a Glyndebourne y a la forzada aparición como Margarita de “Fausto” a fin de poder pisar el viejo Met antes de la entrada de las grúas. Después la gran carrera y el mote de “La Superba”. La última diva. No se buscan las grabaciones en vivo de Gruberova o Netrebko, pero en las de ella se rebusca. Esa es la diferencia.
Debo gran parte de mi vida musical a Montserrat Caballé. Su primer disco de bel canto con Vergara me descubrió el mundo de la voz. Aquella “Casta diva”, aquellos “Vivi, ingrato” y “Col sorriso” provocaron en mi emociones nuevas e intensísimas. Conservo en él una enorme dedicatoria “Tu primer disco de ópera fue mi primer disco de bel canto. Mis tres mosqueteros me convencieron para grabarlo y entonces me enamoré del bel canto. Comprendí que era un bálsamo para la voz y me llena de alegría que los dos lo descubriéramos juntos. La música, cuando se ama como tu y yo, une y a nosotros nos ha unido para siempre”.
He seguido a Montserrat por el mundo y ella, durante muchos años, me ha enviado postales de cada uno de sus viajes. Con ella he disfrutado y, por qué no decirlo, también he sufrido. Sucede cuando de verdad se quiere a alguien, se le conoce, se siente y comparte un día de dificultades. La relación entre artista y crítico no es fácil, por eso no siempre ha sido fácil la nuestra. Cuando el martes se siente en el palco central del Teatro Real recordará sin duda aquella “Norma” de 1971 en concierto con la RTVE. Le llegarán imágenes, como a mí me llegan las de un adolescente encaramado de rodillas en un lateral del gallinero para poder verla.
Luego vendrían los dos años que viví en Barcelona, las visitas al Liceo, donde ella cantaba tres títulos cada temporada. La década prodigiosa con Verret, McNeil, Aragall, Bruson, Domingo, Carreras… tanto y tantos. La inolvidable “Norma” de Orange, la “Semiramide” parisina con Horne y Ramey, la “Maria Stuarda” scagliera con Verret, el “Andrea Chenier” de la Zarzuela o los últimos conciertos en el Real, donde hizo saltar lágrimas con ese “Ave María” de “Otello” que nadie ha superado. Son sólo unos pocos ejemplos a vuela pluma.
Sin duda comprenderán ustedes y también Teresa, que se enfadó conmigo por exigir un homenaje a Montserrat cuando el suyo, el por qué no pude callarme entonces y el por qué el martes sea casi tan feliz como Montserrat. Dos enormes besos para ambas, mis dos debilidades afectivas, posiblemente las más grandes cantantes españolas que llegaron a cantar óperas completas en el Real cuando era tan sólo sala de conciertos. Gonzalo Alonso
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Tres minutos de aplausos tras “Casta diva”, la orquesta en pié, pero sin bis
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