Las críticas a Boris Godunov
En las críticas a Boris Godunov en el Teatro Real hay una cierta unanimidad en considerar que vocal y musicalmente funciona pero no escénicamente. Sorprende, pero no tanto porque todos sabemos que es la voz de su amo, que Vela del Campo en El País escriba de que la puesta en escena fue recibida con “división de opiniones” cuando, por una vez, el abucheo fue generalizado.
El Mundo:
El zar se pone corbata
‘BORIS GODUNOV’
Autor: Musorgski. / Director musical: Hart- mut Haenchen. / Director de escena: Johan Simons. / Reparto: Günther Groissböck, Dmitry Ulyanov, Michael König, Julia Gertseva y Evgeny Nikitin. / Escenario: Teatro Real. / Fecha: 28 de septiembre.
Lo más destacado de esta producción es el reencuentro con la orquesta y el coro del Teatro Real, que junto a los Pequeños Cantores de la JORCAM hacen un trabajo impecable. Lástima que la puesta en escena siga el rastro caprichoso de un feísmo militante, tan en boga hoy.
Sometida a versiones y reducciones, poco respeto se ha mostrado siempre con esta gran obra, cumbre de la ópera rusa y logro supremo de la estética romántica. La decisión de representarla completa es un acierto. Muy pocas veces un drama lírico ha desplegado una panorámica tan amplia. Podría decirse que aquí está todo, en una sucesión imparable de estampas varias, sostenida por una música penetrante y arrebatada, entre la meditación íntima y el lamento coral, sin que cueste trasladarse del salón del trono a la taberna, o del monasterio a la alcoba donde se cuece la traición. El resultado es comparable a un corte geológico sobre la condición humana, se diría que condenada al infierno irremediable de sus propias pasiones. La atracción del poder empuja al infanticidio al zar Boris, destronado luego por otro usurpador. El sano pueblo fluctúa irredento bajo la porra de los guardias, invocando al cielo o emborrachándose. Quien se ha impuesto la labor del cronista se asusta de lo que tiene que contar y se esconde en su celda como refugio.
Épica y lírica, refinada y popular, con escenas de masas junto a retratos individuales, Boris Godunov, exige un equilibrio que no es raro se desplace hacia la estilización. Johan Simons propone como decorado único un patio de opresivo cemento, propio de una probable vivienda de un barrio obrero de Stalingrado. Nada que objetar si el agrio espacio le sirviera para contar la historia y no como cómodo entorno donde ya parece que no es preciso hacer nada más que ordenar a los técnicos de atrezo que saquen y metan sillas o desplacen una mesa.
Se renuncia al ambiente original para acudir a la gama más vulgar y desagradable de los atuendos modernos, desde los estrafalarios chalecos y camisetas a la tela de camuflaje. Un tedio espeso se extendió a partir de la segunda escena, desinteresado el público de lo que ocurría en escena, quizá porque en escena no ocurría nada. Tras numerosas deserciones en el entreacto era previsible el abucheo final a los responsables del montaje reos de descuidos imperdonables, como proponer un cambio de indumentaria mientras se celebra el momento más bello del dúo de amor entre Dimitri y Marina.
La orquesta suena muy bien bajo la batuta de Hartmut Haenchen que propone una versión grata y melodiosa, pero en exceso superficial, sin ahondar en el desgarro del drama múltiple. El protagonista de Günther Groissböck es áspero y seco, pero va ganando hasta una poderosa escena final. El tenor Michael König en el antipático papel de falso Dimitri arranca con fuerza para irse desfondando a medida que asciende hacia el trono, la mezzo Julia Gertseva es una Marina creíble; y el punto álgido de la noche corre a cargo de Dmitry Ulyanov en el papel del monje historiador, un bajo profundo de verdad, con su voz nos asomamos a un pozo sin fondo. Álvaro del Amo
Boris, visión plana
Ópera grande y original, sobre todo cuando se escucha en la versión primigenia de Mussorgsky, que es la que atesora las más grandes virtudes gracias a su adusta armonía, a sus tonalidades oscuras, a su desnudez exenta de brillos superfluos. La primera versión del compositor es de 1869. Más tarde, en 1872, la revisó y añadió tres nuevas escenas. Es la primera vez que el Real presenta la versión completa. Diez escenas en total. Como debe ser. El espacio escénico, perenne, semeja el enorme patio de una construcción desconchada –más bien «despapelada»–, grisácea, pesada, triste, por donde circulan los personajes vestidos pobremente a la usanza actual. En una obra vital, colorista, cambiante, proteica, todo queda acogido a ese pesado edificio y todo discurre de forma plana, sin contrastes, algo que va en contra de la naturaleza de la propia composición. Incluso el fundamental brillo del acto polaco, expuesto de manera muy cursi queda diluido al unirse sin solución de continuidad a la escena de San Basilio. Una escena fundamental, nuclear, como el monólogo de Boris y el subsiguiente diálogo con Chuiski, pierde toda tensión y eficacia dramática por la escasa garra de la dirección de escena. En el vasto espacio las escenas intimistas se diluyen. Y en las que el pueblo es protagonista, a veces da la impresión de que no existen soluciones para mover con naturalidad a la masa, al pueblo. Pero el coro estuvo sonoro y rotundo toda la noche, bien impulsado por la batuta de Haenchen, director eficaz aunque tosco y que no encontró su camino, apoyado en una buen prestación orquestal, hasta bien entrada la segunda parte. De las voces hay que destacar sobre todo al sólido Pimen, oscuro, grave, pastoso, de Ulyanov, al Claro y penetrante Chuiski de Margita, al sentido Inocente se Popov y al estentóreo Varlaam de Kotscherga. Muy mal Michael König, un Dmitri de pobres medios y timbre desdibujado. Caso aparte es el de Groissböck, de timbre pétreo, pero inadecuado, por idioma, emisión y cortedad de extensión para un papel tan exigente. Arturo Reverter
El País:
Fuerza (musical) y austeridad (teatral)
El estreno de Boris Godunov se sitúa entre la publicación de Guerra y paz, de Tolstói, y la de Los demonios, de Dostoievski. Eran años de gloria para la cultura rusa. En cierto modo el carácter literario se percibe también en la ópera de Mussorgski, como ha señalado el musicólogo Carl Dahlhaus. La ópera aporta una fuerza irresistible para comprender mejor los temas de siempre: el poder y la gloria; el destino colectivo de un pueblo; el ser humano y sus circunstancias.
La tentación de afrontar Boris Godunov como una síntesis de la historia de Rusia se debe quizás a la perdurabilidad de los conflictos y situaciones. Herbert Wernicke así lo planteó en uno de los mejores espectáculos que se programaron en la década de los noventa en el Festival de Salzburgo. En la nueva producción del Real, Johan Simons trata también de traspasar fronteras temporales. Está bien como punto de partida, pero su resolución es irregular. Logra transmitir intensas emociones teatrales en la escena de la locura y muerte de Boris, o en la de la catedral de San Basilio, e infunde un considerable distanciamiento en actos como el polaco, o escenas como la de los aposentos del zar, por mucho que las buenas intenciones se intuyan y hasta se justifiquen. Simons es un director conceptual al que no le gusta caer en sentimentalismos inmediatos forzando siempre la invitación a la reflexión. Su estética es de arte povera o vinculada a la uniformidad de los regímenes comunistas. Es simbolista en la utilización de los objetos y materiales. Se inclina con frecuencia ante un sentido chirriante del gusto, aunque también consigue escenas sugerentes. Aplicando a rajatabla sus reglas del juego ha conseguido excelentes espectáculos como Sentimenti, sobre Verdi, con materiales de antracita, en la Cuenca del Ruhr, o una original mirada sobre El castillo de Barbazul en Salzburgo. Sin embargo el propio desarrollo a ultranza de sus criterios le ha hecho patinar en óperas como Simon Boccanegra en París. A suBoris Godunov de Madrid le falta un punto de redondez, lo que llevó a división de opiniones entre el público.
Desde el punto de vista musical y teatral Boris Godunov es una de las obras maestras absolutas de la historia de la ópera. El conocido musicólogo José Luis Téllez lleva muchos años afirmando que se debería visionar obligatoriamente cada año en todos los colegios e institutos para mostrar a los jóvenes estudiantes las infinitas posibilidades que tiene un género como la ópera. Tal como está el horno educativo no creo que sea viable esta audaz iniciativa. En Madrid, Boris siempre ha levantado pasiones. Recuerdo un entusiasmo delirante en una versión de la Ópera de Varna, Bulgaria, en el teatro de La Zarzuela en 1978, en la que se valoraron al máximo los cuerpos estables de teatro y coro, tal vez como respuesta a la exclusiva cultura de los divos que entonces imperaba (Hasta el mismísimo Boris Christoff había encarnado antes el papel de Boris en Madrid). Años después se en pleno apogeo reivindicativo de la ópera como teatro levantaría un gran entusiasmo la lectura escénica de Piero Faggioni. Actualmente el público se ha hecho más exigente y demanda que todo esté a primer nivel, lo musical y lo escénico.
Para las representaciones de Madrid se ha optado por la versión original de 1872 con el añadido de la escena de San Basilio de 1869. Con ello el protagonismo del coro se refuerza, lo que permite comprobar la madurez que detenta el coro titular del Real que dirige Andrés Máspero. La Sinfónica de Madrid se mostró a un nivel sobresaliente a las órdenes de un sensible y dominador Hartmut Haenchen. Este grado de calidad en coro y orquesta es lo que antes tanto se admiraba de las compañías estables que venían del Este. En eso hemos ganado, y mucho. Entre los cantantes brilló a nivel excepcional el Pimen del bajo ruso Dmitry Ulyanov. Groissböck realizó un Boris muy bien teatralizado, tal vez con un registro vocal más agudo de lo ideal para el personaje, pero en cualquier caso con una gran musicalidad. En general y pese a algunas desigualdades el reparto vocal fue bastante homogéneo. Asistió a la representación la Reina Sofía, todo un ejemplo de fidelidad a la música y a la ópera. J.A. Vela del Campo
ABC:
Rusia somos todos
«BORIS GODUNOV»
Dirección de escena: J. Simons.Dir. musical: H. Haenchen. Intérpretes: G. Groissbóck, M. Kónig, B. Uria-Monzon, D. Ulyanov, S. Margita, A. Kotscherga, Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real.
En el Teatro Real fluyen las ideas, y con ellas se construye el día a día de su programación. Las más novedosas llegan de la mano del director teatral Johan Simons quien ha explicado algunas de las circunstancias que rodean a «Boris Godunov», la primera ópera escenificada de la temporada. Entre ellas, la vigencia del drama personal de un zar, mitad ilustrado, mitad cruel, y también el conflicto socio-político de fondo. Con todo ello en la coctelera, estrenó anoche una nueva producción que deja la teoría en estupendo lugar y la praxis pendiente de un acabado más fino. Es la construcción de algo nuevo a partir de mucho gastado.
Hace un año, una «Elektra» diseñada por Klaus Michael Gruber partía de una arquitectura escénica similar. En aquel caso era hormigón armado con regusto a contenedores, ahora es algo parecido con reminiscencias al mastodóntico edificio Gosprom en la ciudad de Jarkov en Ucrania Pero ambos dramas son distintos, lo dice Simons, quien señala que «Boris» se sustenta en una dramaturgia basada en la ruptura de tiempo y espacio. Importa, por tanto, la realización y no el envase, es decir, lo que aquí es una anacrónica reunión de muchas cosas con varias gotas de torpe (por su innecesaria utilidad) carpintería teatral.
Cómo si no explicar la presencia de los técnicos del teatro montando y desmontando mientras sobre éste se dilucidan asuntos graves como el relato del monje Pimen. O la abundancia de gestos ya gastados por revistos, en este caso sirva de ejemplo la cámara de video que maneja el hijo del zar y que proyecta su imagen mientras éste se debate ante la duda del asesinato. Todo ello, con independencia del esquemático movimiento del coro (actor fundamental en la obra) que sólo en la escena final en el bosque de Kromi adquiere verdadera entidad jugando a parecerse al grupo Pussy Riot, colectivo ruso de punk-rock feminista famoso por algún escándalo de última hora.
La razón de esta escena es que «Boris Godunov» se ve en Madrid a través de una mezcla de las dos primeras versiones originales de la obra es decir, la segunda con la incorporación de la escena de la catedral de San Basilio. Pero interesa más el hecho de que con ello se escuche la orquestación del propio compositor que hoy se impone sobre otros arreglos posteriores. De sustancia más hueca, más desnuda, confirma el trabajo de un buen músico como el maestro Hartmut Haenchen quien lleva la ópera con encomiable espíritu, siempre al servicio de un reparto con varios secundarios de gran solvencia.
En los papeles principales, Günther Groissbóck debuta al protagonista. Su voz no es profunda, grave, y por tanto importa más el perfil humano que dibuja del personaje, la calidad dramática con la que resuelve algún momento estelar como la muerte del zar. La voz tiene nobleza pero se queda algo corta en algunos momentos. En una situación similar está Michel Kónig, cuyo Falso Dimitri escasea de calidad lírica. Pero apenas son detalles, pues el total es muy aceptable y se une a la notable presencia de Dmitry Ulyanov, Anatoli Kotscherga, Stefan Margita, Andrey Popov y el zarevich Alexandra Kadurina. Actores, todos ellos, que dan el verdadero sentido a este «Boris Godunov». Alberto González Lapuente
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