La novedad de la tradición
La novedad de la tradición
Nueva grabación de las sinfonías de Brahms. Respetable, claro. Aun existiendo ya decenas de versiones en disco. Algunas extraordinarias. Algunas tratadas por los críticos como versiones irrepetibles, las mejores de la historia, etc. ¿No sería mejor concentrar las pocas fuerzas que les quedan a las casas de discos para hacer algo nuevo? Parece ser que no. Claro que también puede suceder que el caso sea único: un director como Daniel Barenboim, viejo conocido de la casa, levanta el teléfono para anunciar que tiene razones para llevar de nuevo al disco la integral. Está acostumbrado a recurrir a las grabaciones para perpetuar su arte, y nunca le importó repetir autor y obra en sus nuevas aventuras discográficas. Es muy probable que las razones comerciales puras sean descartables; no se venden discos, y seguramente seguirá sucediendo lo mismo en este caso. Aun con Barenboim de por medio. Ese mercado desapareció, y nadie conoce a ciencia cierta todas las razones de esa ya al parecer definitiva ausencia en las vidas de los consumidores de música clásica. O sí; o sí hay gente que lo sabe pero no lo quiere decir. Porque le da vergüenza. Da igual; ya no hay solución.
El director argentino ya había grabado estas sinfonías en estudio. Lo hizo en pleno furor del cedé, y en pleno furor de su propia carrera discográfica, quizá junto con las de Karajan, Bernstein, Fischer-Dieskau y algún otro la más espectacular de las últimas décadas del siglo XX; lo grababa todo, y a velocidad de vértigo. La historia es conocida: hizo unos discos perfectos para que sus detractores tuvieran su momento de (gloria) carnaza: aquello no funcionó como debía; las versiones no fueron malas: peor, fueron irrelevantes para lo que se debía de exigir a un músico como él. Estas pequeñas ´pifias´ siempre encantaron a los que nunca se sintieron a gusto con los niveles de producción (hablo de críticos, no del público) de Barenboim; para sus admiradores no pasó de un pequeño roce en el zapato. Para la plana mayor de la crítica de discos del país, siempre fue así con este señor. Amor incondicional u odio bélico.
Pues bien; esto es otra cosa; esta integral es otra cosa. Es probablemente el resultado de un acuerdo de despacho, pero lo cierto es que su contenido invita a pensar que se trata de un nuevo puñetazo en la mesa de un señor que, cuando dice querer hacer en disco una determinada música de nuevo, tiene fundados motivos artísticos para plantear el asunto con seriedad. Ejemplos tenemos; los más escandalosos, la secuencia discográfica de sus versiones de las sonatas para piano de Beethoven o de las sinfonías de Bruckner, o sus registros para el Tristán wagneriano. Parece que, ahora, los tiros van por ahí. Se trata de un trabajo de soberbios –y novedosos- resultados artísticos. Y discográficos, pues las grabaciones de cada una de las sinfonías son sencillamente extraordinarias. Con un plus que no debe perderse de vista: ni con la Filarmónica de Viena, la Filarmónica de Berlín o la Sinfónica de Chicago; las ha grabado con la Staatskapelle Berlin, un instrumento que a día de hoy roza una extraña perfección: se sitúa al borde de rendir más y mejor que las antedichas. Es una orquesta de una perfección sonora colectiva deslumbrante, que, además, solista a solista, exhibe un catálogo musical de una belleza sonora y un nivel técnico apabullantes.
Pero vayamos a las versiones, aun no antes de hacer otra reflexión. En el número 839 de la revista RITMO (marzo de 2011) apareció en su página editorial una abierta critica al astro argentino por unas declaraciones suyas en las que afirmaba no creer en los intérpretes y las interpretaciones, sino en los ejecutantes y las ejecuciones. Tal planteamiento aparece repetido en su libro de conversaciones con Patrice Chéreau (Acantilado, 2018). En la página 39 dice: ´La interpretación no existe (… ). Intento que la ejecución tenga la máxima calidad, pero en ningún caso se trata de una interpretación´. Bien: fin de la cita y comienzo de lo que los críticos entendemos por comentar una, digamos, ejecución interpretada. Barenboim, por si quedaran dudas, alerta: ´no es una cuestión nominal´. Estupendo. Ni estoy de acuerdo ni voy a dejar de dirigirme a quien quiera leerme usando el término intérprete, y guardando el de ejecución para ser aplicado al solo intento de transformar las manchas de la partitura (así llama él a las notas) en sonido, sin más matices. Por consiguiente, seguro que si él leyera esta crítica (cosa que desde luego no va a suceder) tendría un motivo más a añadir a su poca pasión por los críticos musicales. Pensaría, y seguramente con más razones de las que yo podría aportar para mi propia defensa, que todo lo que diré a continuación no es más que una sarta de tonterías. O producto no de una apreciación basada en el análisis y la razón sino en mi propia y personal manera de escuchar la música. En la página 139 del mismo libro afirma: ´Las personas sensibles a la música encuentran a menudo en ella un reflejo de su estado anímico. Por esta razón, cuando hablamos de música, en realidad solemos referirnos al modo en que cada uno la recibe, por mucho que ella misma produzca ciertos estados de ánimo´. Una elegante manera de cargarse la crítica y a los críticos.
¿Qué les sucede a estas sinfonías de Brahms para que me parezcan tan especiales? Pues, dicho rápidamente y de manera sencilla, lo que debería sucederle a cualquier nueva grabación de música que es ya vieja, o por lo menos no nueva: la novedad está en lo que aquí nos cuenta Barenboim . O, por mejor decir, en la distinta manera de contarlo. Sin el más mínimo prejuicio estilístico. Los ´tics´ más comúnmente románticos del ´brahmsismo´ han desparecido en estas versiones (y seguramente van a ser por ello ´insultadas´ como poco brahmsianas), que veo más como resultado de un gran experimento. En realidad, sucede aquí algo que es repetido en el último Barenboim: una especie de denodado pero tranquilo deseo de perpetuidad a través de miradas al pasado en muchas direcciones. Observaciones realizadas en diversos sentidos: no solo de la música propiamente dicha sino de cómo afrontaron la dirección orquestal algunos grandes maestros del pasado que han influido en él y que, ahora que todo cambia a velocidad supersónica, es necesario revivir. Y cómo no, Brahms, ese compositor tan especialmente poco compatible con la monserga musicológica, es un perfecto laboratorio musical para este tipo de experimentos. Para, por ejemplo, recordar al radical Celibidache; o al objetivo Klemperer; o al genio musical puro de Furtwängler. Probablemente sean invenciones mías, invenciones de crítico que no sabe qué decir, pero veo a estos directores (para mí, cumbres de la dirección orquestal) en estas versiones, en una convivencia natural, fruto de los logros de toda una vida. Porque esa es también otra de las impresiones cruciales que se reciben al escuchar estos trabajos. Vienen a ser el resultado de evoluciones técnicas, del trabajo continuado, del desarrollo del oficio, pero sobre todo de la forma en que se envejece. Barenboim está envejeciendo, claro está, pero la fuerza y la intensidad que emanan sus versiones no nos dejan comprender lo que está pasando; nos parece que están dirigidas por el mismo joven apasionado de siempre, cuando en realidad estamos ante un producto de una madurez de muy alto calibre, porque el joven dejó de serlo: las fuerzas están ya más justas, pero su concentración se ha extremado. Y seguramente ante otro director: un señor que hace música con intensidad pero tranquilamente. Por ejemplo, su versión aquí de la primera sinfonía nos puede parecer –por su trazado lógico y sin fisura alguna, por intensa, por anhelante, por su autenticidad sin dobleces, por su belleza sonora exenta de retórica, etc.- una interpretación juvenil, cuando en realidad lo que sucede es lo contrario: es una versión impresionante, única, porque está trazada como lo que realmente es, una pieza de total madurez. Siempre que se la he escuchado en disco a los brahmsianos más prominentes he tenido la impresión de escuchar una obra de un joven prematuramente maduro; aquí no; aquí escucho solo madurez, pura y dura. Escucho al (ya casi) viejo (mayor, se dice ahora). En la segunda, por ejemplo, uno no puede extraer de sus recuerdos de siempre al gran Giulini, en un discurso aplastantemente otoñal, de alguna manera imposible de discutir. O no. El mundo del claroscuro, de la media tinta, de sensaciones y sentimientos inconfesables (tan brahmsiano eso), tan ocultos que parece imposible poder sacarlos a la luz del día, aparecen en esta versión, planteados con una lógica sonora no menos indiscutible: Celibidache puro de oliva; el Celibidache de su último Bruckner, por hilar más fino: ese Celibidache para el que las cosas no pueden ser de otra manera, y ya está. El fraseo de la melodía quejumbrosa, la exposición de la media luz y la luz cegadora, el contraste, la calma seductora… una progresión de bellezas a las que no se puede dar crédito (Andante de la cuarta: ¡viva Furtwängler!). Y la omnipresencia contrapuntística de un Klemperer que explicó eso como nadie en las sinfonías de Brahms, a través de ese análisis permanentemente diabólico de las líneas verticales superpuestas a una horizontalidad absolutamente objetiva, es decir, de eso que solemos llamar claridad; claridad, sin condiciones emocionales previas. En la tercera (y particularmente en el Poco Allegretto) el asunto alcanza cotas gloriosas, porque Barenboim aquí absorbe al más elocuente Klemperer, con sus propias armas.
¿Cuál es el mensaje último? Renuncia total a los tópicos. A los lugares comunes. Y un canto a la unidad como elemento primordial en un discurso musical: cuando uno escucha estas versiones en su orden, seguidas, tiene la impresión de estar escuchando una sola obra en cuatro partes. Es como un discurso único. En fin, durante muchísimos años hemos disfrutado con el denso fraseo de la música de Brahms. De su espeso calado romántico, a través de las versiones de los verdaderos expertos en la materia: de los Barbirolli, Böhm, Bernstein, Klemperer, Celibidache, Giulini, Solti, etc. No tiene sentido volver a ello. Y menos ahora, cuando todo huele a nuevo. Barenboim es un hombre que, como todo el mundo sabe, no tiene pelos en la lengua. Se la juega a cada minuto al abrir la boca. Cuando hace música asume riesgos parecidos, porque en realidad no hace sino recordar lo que ya sabemos de sobra: lo nuevo es el resultado de una observación inteligente y mejor dotada técnicamente de los logros interpretativos conseguidos siguiendo las grandes tradiciones. Interpretativas, claro. No tengo otra manera de decirlo.
Pedro González Mira
BRAHMS: las cuatro sinfonías. Staatskapelle Berlin. Dir.: Daniel Barenboim. Grabación: Sala Pierre Boulez, Berlín, octubre de 2017. Fecha de lanzamiento internacional: 24 de agosto. Fecha de lanzamiento en España: 7 de septiembre.
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