Crítica: Chailly, mejor concepto que ejecución
Chailly, mejor concepto que ejecución
Obras de Bartok, Mussorgsky y Mahler. Orquesta Filarmónica de la Scala. Riccardo Chailly, director. Auditorio Nacional. Madrid, 23 y 24 de enero de 2019.
Tres grandes conciertos de Ibermúsica esta semana de enfoques diferentes pero con, al menos, un punto común: maestros y orquestas habituados a trabajar juntos. Ningún asomo de bolo. Ahora bien, si los de Hamburgo se trajeron en el equipaje a Brahms, un compositor muy propio, los de Milán se olvidaron de sus autores si exceptuamos la propina con la obertura de “Semiramide”, por cierto no la más atractiva que habrían podido ofrecer.
Riccardo Chailly nos ha visitado con frecuencia y con conjuntos tan sólidos como el Concertgebouw o Gewandhaus. También con la Orquesta del Palau de les Arts, donde habría sido director titular si no hubiera incordiado una prensa inoportuna. Los filarmónicos de la Scala no alcanzan los niveles anteriores, pero gracias a Chailly van recuperando gracias la forma que un día tuvieron con Giulini o Muti. Suenan empastados y con poder, pero también un poco bastos y eso que su titular cuidó matices y dinámicas con gran esmero tanto en el “Concierto para orquesta” de Bartok como en los “Cuadros de una exposición” de Mussorgski, algo menos en la “Sexta” malheriana. Aportó además ese algo especial de los buenos directores italianos, que es su capacidad para que las melodías canten, levanten el vuelo. Curiosa la disposición de la plantilla, con trompas a la izquierda y el resto del metal a la derecha. Por cierto, un lujo de plantilla por las monumentales necesidades del Mahler y, dispuestos a empaquetar instrumentos, por qué iban a renunciar a su propio podio.
Sin sorpresas en los tempos empleados, buenos conceptos desde el podio y unas ejecuciones muy aceptables. Pedir que el Bartok sonase como cuando lo dirigía Celibidache, los “Cuadros” con Karajan o el Mahler con Solti son imposibles sin un conjunto de los niveles con los que aquellos contaron. La malheriana “Sexta” en una sinfonía compleja, con un último movimiento en el que que por su media hora de duración y reiteración resulta difícil de mantener tensión y ésta no se consigue a fuerza de martillazos, metales y timbales por mucho pavor que intente transmitir el pentagrama, porque ahí están también los pizzicatos de la cuerda o los evanescentes arpegios de las arpas. Chailly enseña a la Scala, pero seguro que musicalmente echa de menos el Concertgebouw. Gonzalo Alonso
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