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Por Publicado el: 15/03/2019Categorías: En vivo

Crítica: la novedosa Quinta de Chaikovski

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Valery Gergiev y Daniil Trifonov

TEMPORADA DE INVIERNO DEL PALAU DE LA MÚSICA. 

Obras de Wagner (Preludio primer acto de Lohengrin),  Rajmáninov (Concierto para piano y orquesta número 1) y Chaikovski (Quinta sinfonía). Orquesta del Teatro Marinski de San Petersburgo. Director: Valeri Guérguiev. Solista: Daniil Trífonov (piano). ­Lu­gar: Palau de la Música (Sala Iturbi). Entrada: Alrededor de 1800 espectadores (lleno). Fecha: Sábado, 9 marzo 2019.

Una vez más, Valeri Guérguiev (Moscú, 1953) y sus incansables músicos viajeros del Marinski de San Petersburgo han seducido y fascinado al abonado del Palau de la Música. No con el farragoso y rimbombante Primer concierto para piano de Rajmáninov, que contó como solista con el lujo desaprovechado de Daniil Trífonov (Nizhni Nóvgorod, 1991), sino por una versión memorable, cargada de detalles, calidad y momentos de intensa emoción de una Quinta sinfonía de Chaikovski que sonó y se sintió arrebatadoramente novedosa. Ninguno de los muchos matices y singularidades introducidos por Guérguiev en los pentagramas mil veces oídos se antojó gratuito ni artificioso.

Desde los compases iniciales del Andante inicial, con un solo de clarinete que marcó la pauta de tanta excelencia instrumental, se vislumbró la riqueza expresiva y la entraña artística de lo que estaba por venir. La atmósfera en pianísimo del final del primer movimiento; el célebre solo de trompa del segundo movimiento; la sedosa ligereza con que interpretaron el vals que es el tercer movimiento, o la dramatizada resolución de todo en el impresionante Vivace final –donde Guérguiev, más listo que el hambre, evitó el acostumbrado aplauso a destiempo en el silencio que precede a la coda resolutiva con un decidido gesto dirigido a los metales que no dejó duda de que aquello aún no había concluido- fueron detalles de una versión con firma rica en acentos propios, pero también fiel a la tradición. Plagada de intensidad, hondura y empaque. Diferente, muy diferente, a las referencias legendarias de Mravinski, Markévich o Temirkánov, pero no fuera de la misma cima.

Antes, como principio de un programa que aglutinaba las músicas paisanas de Chaikovski y Rajmáninov, el más que delicado preludio del primer acto de Lohengrin, dicho en una versión sin tapujos, desnuda y valiente, que en su extrema sutileza buscó y se acercó al inalcanzable ideal sonoro imaginado por Wagner. Después de esta música excelsa, el oyente siente la necesidad de proseguir inmerso en el universo wagneriano hasta el final de los tres actos, cuando el Caballero del cisne se despide de todo y de todos en su dolorido “In fernem Land”. En lugar de ello, sucedió el pesado, inmaduro y deshilvanado Primero de Rajmáninov, obra párvula e insatisfactoria para el propio compositor, quien a pesar de diversas revisiones nunca logró enderezar una composición nacida sin chicha ni limoná, a caballo entre la admiración por Chaikovski y un futuro incierto que sí encontrará su espacio en el infinitamente superior Segundo concierto. El buen hacer de la joven estrella Daniil Trífonov –muy por debajo de las altas expectativas generadas, y encima con las visitas de Giltburg, Perianes y Sokolov aún demasiado recientes-, no pudo aportar casi nada a la nada. El crítico, aburrido y atrincherado en su butaca, sobrellevó el mamotreto haciendo cábalas acerca de la propina que tocaría Trífonov en compensación, y en que ahí sí se reencontraría por fin con el admirado pianista. ¡Falsa ilusión!: la cosa siguió igual de plúmbea con un sacarinoso arreglo de la Vocalise de Rajmáninov. Tendrá que volver a València con un repertorio algo más sustancioso.

Guérguiev y sus leales huestes sanpetersburguesas prolongaron el programa con el regalo de la parte final de El pájaro de fuego, desde la canción de cuna hasta la explosiva apoteosis que corona el ballet. Sin podio, sin partitura y casi sin batuta (el minúsculo artilugio que como tal usa apenas es mayor que un mondadientes) reguló con contenida parsimonia las energías que evolucionan en el largo crescendo, desde la dulce nana entonada por el estupendo fagot solista hasta la clamorosa danza conclusiva. Fue el colofón jubiloso de un programa que, como recuerda el ilustrado Manuel Muñoz en las notas al mismo, entronca sus raíces “en la gran tradición clásico-romántica europea”, pero que en la memoria del melómano quedará grabado por una Quinta de Chaikovski tan única como irrepetible. Justo Romero

Publicado en el Diario Levanet el 11 de marzo.

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