Helga Schmidt, dama de hierro y jazmín
Dama de hierro y jazmín
La muerte de Helga Schmidt en la paz aislada de su casa campestre en el Piamonte italiano supone la desaparición de una figura clave de la lírica internacional del último medio siglo. Una de las personas más sabias y con oídos más sutiles, para la que la ópera y el misterio de la voz no guardaban secretos ni reservas. He tenido el privilegio de trabajar codo con codo y estar muy cerca de ella durante más de dos décadas. Tiempo enriquecedor para conocer y admirar las virtudes personales y profesionales de un personaje verdaderamente apasionante. Vilipendiado hasta el bochorno y la indecencia en València, después de haber obrado el milagro de convertir desde la nada el Palau de les Arts Reina Sofía en uno de los buques insignias del universo operístico. Con dinero, sí. ¡Pero no solo!
Mujer ilustrada, apasionada de los grandes clásicos, del Siglo de Oro, de la literatura y de la pintura, era intransigente con la tontería y la mediocridad. Admiraba la perfección y lo bien hecho, que convirtió en santo y seña de su quehacer profesional y de su cotidianidad. No vacilaba en cantar las cuarenta al más pintado, ya fuese Lorin Maazel, Plácido Domingo o algún director de escena con el que no coincidía. Podía ser tremendamente dura y exigente, como también la más exquisita, sensible y cómplice amiga o jefa.
Dama de hierro y jazmín, jamás le tembló el pulso a la hora de mandar a casa a cantantes que no daban el resultado esperado. Lo que le valió la inquina de los mediocres y el desconcierto de un público que no entendía tanto cambio en los repartos anunciados. Discreta y profesional, nunca reveló las razones de tantas sustituciones y cambios. Más allá de cualquier compromiso o conveniencia, en ella primaba siempre el ideal de la calidad y la excelencia. Un criterio que había heredado de sus años de estrecha colaboración con Herbert von Karajan en la Ópera de Viena. “Era Karajan”, recordaba Schmidt, “un hombre de altísima exigencia, profundo, renovador. Para él, la prioridad absoluta de la ópera estaba en la música, la escena debía limitarse a acompañarla. Muy puntilloso, lo revisaba absolutamente todo. Y yo, en este sentido, he seguido sus pasos bastante fielmente”.
Inolvidable es la lágrima que se le escapó, cuando el 12 de junio de 2002 cogía la mano de Jesús López Cobos después de que éste le dijera definitivamente y tras una espera de seis meses que no podría ser el primer director musical del Palau de les Arts, “ante el silencio del President Zaplana, que se niega a firmar la imprescindible carta de compromiso”. Fue la misma contenida lágrima –propia de la Mariscala straussiana- que tres años después, el 4 de mayo de 2005, no pudo contener cuando Lorin Maazel, durante un feliz desayuno en Londres, le dijo que aceptaba la dirección musical del Palau de les Arts y la titularidad de la Orquesta de la Comunitat Valenciana que él mismo construiría poco después junto a la propia Helga Schmidt.
Su muerte, tras una enfermedad larga que ella llevó con la misma dignidad y fortaleza que hizo gala en su actividad profesional, ha de marcar el punto de inflexión en el que València rehabilite su nombre tan ignominiosamente cuestionado. Hora es de que el Auditori del Palau de les Arts se denomine ya “Auditori Helga Schmidt”. Un detalle mínimo hacia la persona que logró ubicar a València en el mapa de las grandes ciudades operísticas. Entre sus hazañas valencianas, hay que destacar, además de la puesta en marcha del Palau de les Arts, la creación de la Orquestra de la Comunitat Valenciana –que abrió un universo inédito en el panorama sinfónico español-; la colaboración regular de maestros como Lorin Maazel, Zubin Mehta y otras grandes batutas de primer rango universal; la incorporación de los mejores directores de escena y cantantes del ámbito internacional; la presentación y descubrimiento de cantantes que pronto se convirtieron en estrellas de la lírica; el asentamiento del Cor de la Generalitat en el propio Palau de les Arts; la creación del Centre de Perfeccionament Plácido Domingo, vivero de nuevos cantantes, y la fundación del hoy desaparecido Festival del Mediterrani.
El entorno mezquino y provinciano de la política valenciana de los tres primeros lustros del siglo actual no supo comprender y menos respetar la dimensión de Helga Schmidt y la grandeza de su proyecto artístico. Helga, “Doña Helga”, capeó y utilizó a la clase política que la nombró en pro de un proyecto artístico sin precedentes en la historia moderna de la lírica. De su relación con la lamentable retahíla de conselleras, enchufados y adláteres que tuvo que soportar y sufrir se podría escribir una opereta bufa, pero también una novela valleinclanesca cargada de tintes dramáticos e ignominiosos.
Su muerte, tras el calvario que sufrió durante los últimos años, le ha robado la posibilidad de que prestara declaración en el juicio abierto en su contra, que debía celebrarse el próximo 4 de noviembre. No deja de resultar paradójico que sea imputada la persona que miró hasta el último céntimo el dinero que administraba, que se peleaba hasta lo indecible con agentes, artistas y amigos para estrujar los cachés. ¿Puede haber mayor dislate? El incomprensible juicio nunca se resolverá. Pero el nombre, grande, legendario ya de Helga Schmidt, no podrá quedar emborronado jamás por la duda sembrada por cuatro desalmados codiciosos de su poder y buen hacer. Ellos siguen en su gris mediocridad. Ella andará ya disfrutando del limpio azul mediterráneo que tanto soñó surcar eternamente sobre la cubierta de un velero. Como escribió ayer mismo un enorme amigo común (Alfonso Aijón), “El tiempo pone a todos en su sitio: ella será siempre una referencia, y a los que le hicieron la vida imposible, nadie los recordará”. Ruhe, ruhe, meine Seele. Justo Romero
Publicado simultáneamente con Diario Levante
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