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Críticas en la prensa a Il Pirata en el Teatro Real
escena-don-carlo-teatro-real-19Críticas en la prensa a Don Carlo en el Teatro Real
Por Publicado el: 30/10/2019Categorías: Diálogos de besugos

Críticas en la prensa a L’Elisir d’amore en el Teatro Real

L’ELISIR D’AMORE (G. DONIZETTI)

Las opiniones sobre el segundo título de la temporada del Real oscilan entre lo aceptable y lo mediocre: una producción y dirección escénica que se limita a lo agradable, personajes perdidos en el escenario y una dirección musical que deja que desear. Para las críticas más positivas, es la calidad de los actores lo que salva la representación, con un montaje pensado más  para el escenario del Palau de Les Arts que para el del Real, aunque ambos coliseos sean coproductores. Igualmente, la dirección de Capuano, que sustituye a Stefano Montanari, no ha ayudado a los cantantes, que se vieron tapados por un sonido excesivo de la orquesta. Lea a continuación las críticas completas:

Música de Gaetano Donizetti. Brenda Rae, Juan Francisco Gatell, Erwin Schrott y Alessandro Luongo, entre otros. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Dirección musical: Gianluca Capuano. Dirección de escena: Damiano Michieletto. Teatro Real, hasta el 12 de noviembre.

EL MUNDO 30/10/19

‘El elixir de amor’, cantando arias en Magaluf

La versión de Damiano Michieletto es alegre y pop; nada es verdaderamente sobresaliente pero sí disfrutable.

Estrenada en 1832, El elixir de amor es de las pocas operas cómicas postrossinianas que han pervivido. Un libreto de trama leve de Felice Romani nos presenta a personajes sencillos que acaban cumpliendo sus sueños amorosos gracias al estímulo de un falso mago. En muchos aspectos es de las mejores cosas de Donizetti y encuentra que está más viva que la mayoría de sus óperas románticas dramáticas.

En esta coproducción del Real con el Palau de les Arts valenciano, la propuesta escénica de Damiano Michieletto trae la acción desde el ambiente campesino decimonónico a una playa moderna, oscilante entre Benidorm y Magaluf, para dar un espectáculo alegre y desenfadado, aunque hace la leve trama menos verosímil todavía. Eso no es ni bueno ni malo, sólo diferente, aunque cambiar una buena botella de Burdeos por una bebida energética no habla muy bien de la época actual. El espectáculo, por otra parte, se adapta y acaba funcionando. Contribuye la escenografía de Paolo Fantin, que con buena voluntad usa una iconografía pop de Warhol hasta Hockney y con menos buena explota cierta vena hortera.

Vocalmente, la obra es exigente y cuenta con una de las más conocidas arias de tenor de todo el género, aunque no es en absoluto cómica. El argentino Juan Francisco Gatell se defendió honorablemente como tenor ligero. La norteamericana Brenda Rae le daba la réplica femenina con buen estilo y calidad vocal, aunque en el dúo con el falso doctor quedó un poco arrollada, y es que Erwin Schrott tuvo una gran rotundidad vocal y también actoral, posiblemente el más completo de los solistas.

La dirección musical la asumía Gianluca Capuano, bien conocido como intérprete barroco pero que domina también la ópera italiana del XIX. Concertó bien y puso un punto de seriedad, casi excesivo, que contrastaba con el desmadre de la escena e incluso con el mismo título, pero su labor fue acertada. Contó con la fantástica colaboración del Coro Titular, tanto en el canto como en la parte teatral, que tan magníficamente prepara Andrés Máspero y con una Orquesta Sinfónica de Madrid tan segura y musical como acostumbra. No es quizá el gran Elixir de amor de referencia, pero se han hecho y se harán muchos peores. Tomás Marco

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Escena

ABC 30/10/19

El «elisir» de Dulcamara

La producción de «L’elisir d’amore» que Damiano Michieletto firmó en 2011 permanecía en los anales gracias a su guiño divertido, su estrafalaria reunión de personajes, por la luz, el color y por ese gesto desinhibido y sonriente. Se estrenó en el gran escenario del Palau de les Arts de Valencia …/…. Vino a Madrid, dos años después, y la escenografía se apretó en el nuevo espacio. Pero se seguía riendo el ingenio escénico. El Teatro Real recupera ahora la propuesta con reposición de Eleonora Gravagnola e introduciendo algún cambio relevante como la tarta hinchable que sustituye al trampolín en el segundo acto.
El barítono Erwin Schrott es todo un veterano. Conoce este «Elisir» desde la presentación, si bien su Dulcamara ha adquirido ademanes más encopetados. En el camino ha quedado la arrogancia, la frescura…/… Anoche, se agradeció mucho su presencia pues con la cavatina del primer acto vino a reflotar una representación que apuntaba inexorablemente al naufragio. Porque lo del foso tuvo difícil digestión, con el maestro Gianluca Capuano dispuesto a rememorar timbres históricos, pero confundiendo el rigor con la intransigencia. La sequedad, la tosquedad, el volumen y la aceleración eran evidentes….
La voz pequeña de Brenda Rae (Adina) calaba y a duras penas se mantenía, la más rústica y desordenada de Allesandro Luongo (Belcore) desafinaba ostensiblemente y apenas era audible en el grave. La levedad del timbre de Juan Francisco Gatell dejaba a Nemorino en estado insípido aunque en su caso el esfuerzo era adicional en sustitución de Rame Lahaj.
El segundo acto transcurrió sin encanto ni poesía, pero con algún mínimo detalle en la «furtiva lacrima»…/… Fueron apuntes en una representación que, cuesta creerlo, transcurrió sin risas, sin alegría, sin chispa. Alberto González Lapuente
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Escena. Foto: Javier del Real

EL PAÍS 30/10/19

Aquí sí hay playa

154 palabras, ni una más, necesita el programa de mano del Teatro Real para resumir la mínima peripecia argumental de L’elisir d’amore, uno de los máximos exponentes del belcantismo operístico italiano y uno de los últimos frutos del esplendor vivido por las óperas cómicas (opere buffe) en las primeras décadas del siglo XIX antes de que el público demandara –y los teatros ofrecieran– cada vez más dramas. Gaetano Donizetti cultivó por igual ambos géneros, pero, a sus espaldas, la ópera había iniciado un viaje sin retorno que primaba con mucho la tragedia sobre la comedia: basta repasar mentalmente las grandes obras maestras nacidas desde la década de 1840 hasta hoy mismo para comprobarlo.

Corría el año 1989, en plena movida madrileña, y un grupo que obedecía al improbable nombre de The Refrescos, liderado por Bernardo Vázquez, causó furor con una canción incluida en su primer disco y titulada Aquí no hay playa. El mensaje era claro y elocuente: Madrid podría ser la capital de España, acumular atractivos turísticos, acoger el llamado kilómetro cero, “pero, al llegar agosto, ¡vaya, vaya!, aquí no hay playa”, cantaban con sarcasmo y desenvoltura una y otra vez, poniendo el dedo en la llaga quienes luego, en su segundo disco, se autobautizaron como los “Kings of Chunda Chunda”.

Viene doblemente a cuento este lejano recuerdo musical porque la producción de L’elisir d’amore que acaba de presentar el Teatro Real está ambientada, sí, en una playa, y el supuesto elixir se muda en un refresco isotónico. No hay vestigio alguno de playa en el melodramma giocoso de Gaetano Donizetti, cuyo libreto nos recuerda que “L’azione è in un villaggio, nel paese dei Baschi”, pero no un pueblo costero, sino del interior, donde se encuentra la hacienda de la protagonista: “Il teatro rappresenta l’ingresso d’una fattoria. Campagna in fondo ove scorre un ruscello”, podemos leer. El director de escena, Damiano Michieletto, quizá porque la producción se estrenó originalmente en 2011 el Palau de les Arts de Valencia (coproducida con un Teatro Real comandado entonces por Gerard Mortier), y pensando que con ello agradaría más a su cliente, o se ganaría fácilmente la complicidad del público, decidió trasladar la acción a una playa mediterránea, podría ser incluso que levantina, con lo cual, por unos días al menos, en Madrid –operísticamente hablando– sí que va a haber playa. El problema es que Michieletto ha invertido tantas energías en la traslación que se ha olvidado de los personajes, perdidos casi siempre en medio de la marabunta de bañistas que pueblan el escenario ejecutando acciones paralelas y perfectamente prescindibles. Resulta, además, de algún modo hiriente que, en primera línea, en bikini o bañadores ceñidos, mostrando sus cuerpos tersos, tatuados y musculosos, se haya colocado a un puñado de figurantes, como si lo que hacen ellos (tan innecesario, por otra parte, como casi todo lo que sucede a su alrededor) no pudieran haberlo hecho cualesquiera miembros del coro. ¿O es que el recurso a un puñado de cuerpos esbeltos contratados ad hoc es otra añagaza más del director de escena para mantener distraído al respetable?

L’elisir d’amore es, dicho sea sin desdoro, una comedia elemental, como lo son casi todas las operísticas. Su comicidad se apoya en un levísimo armazón y en tan solo un cuarteto de personajes. Es ahí donde deben concentrarse los esfuerzos de cualquier director de escena: delinear sus caracteres lo mejor posible, dirigir con precisión a los protagonistas, dejarles que canten y se muevan sin obstáculos, y asegurarse de que las risas (o sonrisas) asomen entre el público cuando tienen que hacerlo, evitando distracciones innecesarias. Lo que aquí se ve se acerca mucho más a lo contrario: un despliegue de medios para remedar una playa atiborrada de personas y de objetos que sirven únicamente para entorpecer la atención del espectador y distanciarlo de la frágil estructura argumental que sostiene la obra.

Pero bastaba una tenue trama para satisfacer las convenciones del melodramma italiano de la primera mitad del siglo XIX (L’elisir d’amore se estrenó en Milán en 1832) y la ideada por Felice Romani (inspirada en Le philtre, de Eugène Scribe, al que ya había puesto música Daniel Auber) era más que suficiente para que Donizetti diera rienda suelta a su buen oficio y a su prodigalidad melódica. Con tan escaso andamiaje, cualquier traslación espaciotemporal es relativamente fácil de llevar a cabo y Michieletto debió de verlo claro: Adina es la dueña de un chiringuito playero; Nemorino es un chico para todo, que recoge las tumbonas, hace de socorrista o cualquier otro trabajillo que se tercie; Belcore es un oficial de la Armada, siempre con su impecable uniforme blanco, aunque al final acaba pagando su soberbia; y Dulcamara es un camello amacarrado que trapichea por la playa con su droga, camuflada en botes de bebida isotónica. Pero, ¿qué sentido tiene modificar todas las coordenadas si el emplazamiento inventado no aporta nada nuevo? Recurrir a este esquema para denunciar indirectamente, por ejemplo, a qué se ha visto reducido buena parte del litoral mediterráneo hubiera sido una posibilidad –muy difícil, pero factible–, pero es inútil esforzarse en atisbar crítica alguna en el planteamiento del italiano, más interesado en que un humor infantiloide y elemental no decaiga en ningún momento, primando un constante tono farsesco más que cómico y relegando abiertamente la música a un segundo plano.

Y esto es justamente lo que le pasa a esta producción, en la que el pez grande se come al chico, con un escenario saturado en el que los personajes deambulan perdidos y abandonados a su suerte mientras coro y figurantes se hallan inmersos en un frenesí incesante de actividades deportivas, lúdicas y gastronómicas. Tampoco faltan las sombrillas, la palmera, la silla alta desde la que vigila el socorrista y el chiringuito que, de forma más que previsible, se llama “Bar Adina”. En el segundo acto, una tarta de bodas hinchable (en 2013 fue un tobogán: han cambiado detalles de escenografía y vestuario sin que ello redunde en ninguna mejora sustancial del conjunto de la producción) ocupa buena parte del escenario y y las mujeres acaban chapoteando alegremente en su interior lleno de espuma. En general, no queda un milímetro de escenario libre en un ambiente playero tirando abiertamente a chabacano y en el que resulta prácticamente imposible introducir un ápice de romanticismo, entendido este en su acepción prístina, coetánea de la ópera, y no en la ñoña actual que le ha privado de su riqueza polisémica original.

Una producción así puede salvarse si la parte musical mantiene al menos parte de las esencias de la obra tal como la concibió su autor. Desgraciadamente, la cancelación de Stefano Montanari ha llevado al foso a Gianluca Capuano, que causó una paupérrima impresión hace un año en Madrid en una versión semirrepresentada de La Cenerentola comandada por Cecilia Bartoli. Ahora ha sido aún peor. Reciente aún el Don Carlo dirigido por Nicola Luisotti, lo que hemos escuchado a Capuano es casi un negativo de lo que admiramos en su compatriota: lo que allí era un gesto claro y flexible, aquí ha dado paso a la rigidez y a la elección caprichosa de tempi; la constante atención a los cantantes se ha visto sustituida por el ensimismamiento en el foso; el orden se ha mudado en barullo; el brío es ahora atropellamiento; de la excelsa técnica de uno no queda rastro en los torpes movimientos de brazos del otro. Hacía mucho tiempo que la siempre excelente Orquesta Sinfónica de Madrid no sonaba tan mal, tan embarullada, con tan poca calidad. Y es difícil recordar también un estreno con tantas imprecisiones, desequilibrios y malentendidos entre escenario y un foso proclive en más de una ocasión, ay, al chunda, chunda.

El cuarteto de protagonistas tampoco consigue elevar el interés de la representación. Brenda Rae es una Adina sin chispa y sin encanto, de timbre casi siempre demasiado oscuro, graves desvaídos y pobre dicción italiana, que no logra comunicar el candor innato de su personaje. Juan Francisco Gatell ha saltado del segundo al primer reparto por enfermedad de Rame Lahaj y, con sus medios, compone un Nemorino creíble, honesto y cantado con suficiencia. Muchos lo recordarán por su Don Ferrando en aquel inolvidable Così fan tutte de Michael Haneke, pero aquí no hay atisbos de una dirección escénica de cantantes como la que disfrutamos entonces. Alessandro Luongo es un Belcore irrelevante, con muy serios problemas en las agilidades, donde su voz pierde muchos enteros. Erwin Schrott, que ya estrenó esta producción en Valencia en 2011 y volvió a cantarla en Madrid en 2013, muestra una tendencia constante a que su desparpajo natural se convierta en superficialidad: en lo que canta y en cómo lo canta. También pasó apuros en las agilidades y su canto sillabato en el dúo con Adina del segundo acto adoleció de muy serios problemas. Tampoco como actor, aunque es innegable su desenvoltura sobre el escenario, resulta convincente, ya que también aquí tiende al autorretrato y a quedarse atascado en la epidermis. A ninguno de ellos ayudó Capuano desde el foso, todo hay que decirlo, y en muchos momentos pareció que orquesta y coro lograban dar sus notas y hacerse oír a pesar de la orquesta o, incluso, contra ella. No sería justo dejar de mencionar antes de acabar a la guatemalteca Adriana González, que canta el papel menor de Giannetta (aquí la camarera del bar de Adina), pero que ha dejado muestras de excelente clase y de poseer magníficos recursos vocales, quizá los más notables de la representación. Al salir a la noche otoñal madrileña, la playa ya no estaba allí. Luis Gago

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Escena

LA RAZÓN 30/10/19

“Elixir de amor”: Amable Donizetti en el Real

Vuelve Donizetti al Teatro Real con «Elixir d’amore», una ópera cómica que reúne todas las virtudes y defectos de lo que era el género en la primera mitad del XIX. Escrita en poco tiempo, como solía suceder con el compositor de Bérgamo, pero llena de inspiración y con una de las arias –«Una furtiva lagrima»- más populares en la historia lírica.

He aquí una producción muy rentable. La encargó la nunca suficientemente añorada Helga Schmidt y el Palau de les Arts la estrenó en 2011 para reprogramarla en 2016. Entre otros muchos teatros ya se vio en el Real en 2013 y vuelve de nuevo seis años después. Algo sin duda tiene la producción, que se sale de lo habitual sin caer en historias ininteligibles.

Empieza el coro cantando «…reposar bajo un haya al pié de una colina…», para continuar hablando del sol y los segadores. En la escena hay sol, porque el «Elixir de amor» se sitúa en una playa, pero pueblerinos segadores ni uno…. Quizá en bañador. Dulcamara se convierte en el auténtico protagonista de la obra, no como un viejo charlatán sino como un joven chulo de playa que, además de vender frascos de elixir, vende bolsitas de plástico con un contenido blanco. Adina es la propietaria de un chiringuito de playa, Nemorino sigue siendo el buenazo tontón y Belcore el soldado petulante. Eso sí, convertido en el perdedor de la historia por partida doble: se queda sin Adina y un perro de la policia detecta en su poder la droga que Dulcamara le ha traspasado inadvertidamente para escaparse él del registro playero. Al fondo el mar, tantas tumbonas con sus bañistas como en Benidorm y una enorme tarta que sustituye al antiguo tobogán en la celebración de la despedida de soltera de Adina. Una escena excesivamente abigarrada, pero todo ello funciona con sentido para hacer pasar un rato agradable y amable al sonriente espectador. Al fin y al cabo eso es lo que pretendió Donizetti y tanto Mortier como Matabosch compraron la idea. ¡Qué pena que Schmidt no pueda verlo!

El papel de Nemorino lo han cantado casi todos los grandes tenores líricos y ligeros – Bergonzi, Carreras o Pavarotti entre otros- y muchas veces en finales de carrera. De hecho, fue el último papel que abordó Caruso. No es el caso de Juan Francisco Gatell, que ha sustituido por enfermedad a Rame Lahaj, ni por edad ni por color vocal. Se trata de un tenor ligero apreciable y que canta con gusto y actúa, si bien el papel requiere una voz más de lírico, más ancha. Brenda Rae es una soprano ligera de notables facultades y desenvoltura. Ha hecho carrera con el papel de Zerbinetta y se entiende. Erwin Schrott se lanza excesivamente a un papel de macarra, con lo que el personaje de Dulcamara -un barítono bajo que él no es- pierde buena parte de su comicidad original, pero se lleva al público de calle con su vozarrón, el parlato y el dominio escénico. El barítono Alessandro Luongo es siempre baza segura y cumple como Belcore. Coro y orquesta algo ruidosos. Falta la chispa original y el reparto, aunque correcto y funciona, es más propio de los teatros de Turín, Génova o Palermo que de los precios del Real. En una palabra, este Elixir sirve para hacer hucha y por ello se entiende su actual programación. Gonzalo Alonso

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