Críticas en la presa a La Traviata en el Teatro Real
LA TRAVIATA (G. VERDI)
Tras dos intensos meses de trabajo, el Teatro Real presentó ayer, 1 de julio, la primera función de La Traviata de las 27 que hay programadas en este mes. Con este título, el coliseo se posiciona como el primer teatro del mundo en reabrir sus puertas desde que la pandemia del coronavirus obligase a cancelar cualquier actividad. Para ello, el Teatro ha invertido 340.000 € en acondicionarse a las exigencias sanitarias, una prueba de adaptación también para artistas, público y trabajadores.
Los críticos de los principales diarios nacionales han dejado su testimonio sobre su experiencia como espectadores de ópera en la aún extraña nueva normalidad. Léalos a continuación.
Giuseppe Verdi: “La Traviata”. Marina Rebeka, Michael Fabiano, Artur Rucinski, Sandra Ferrández, Marifé Nogales, Albert Casals, Isaac Galán, Tomeu Bibiloni, Stefano Palatchi, Emmanuel Faraldo, Elier Muñoz, Carlos García. Director musical: Nicola Luisotti. Concepto escénico: Leo Castaldi. Teatro Real, 1 de julio de 2020.
Violetta Valéry muere de tuberculosis en el tercer acto de La traviata. Imitaba también en esto a Marie Duplessis, la cortesana real –amante del propio Alexandre Dumas (hijo) y de Franz Liszt, entre muchos otros– que inspiró el personaje de ficción de La dama de las camelias, Marguerite Gautier, fallecida con tan solo 23 años y cuya madre e hijo fueron víctimas de idéntica enfermedad. La tuberculosis solía cebarse en miembros de la misma familia (causó estragos entre los Brontë, por ejemplo), por lo que se pensaba que era una afección de carácter hereditario. El microbiólogo alemán Robert Koch demostró, sin embargo, que la infección tenía un origen bacteriano, identificando el bacilo que la provocaba. Para entonces, Verdi estaba ya componiendo Otello. Koch obtendría el premio Nobel por su descubrimiento y el prestigioso instituto que escruta la evolución de la Covid-19 en Alemania lleva su nombre. No parece tan descabellado, por tanto, representar La traviata en estos tiempos.
Mientras que muchos teatros de ópera han decidido aplazar el comienzo de sus próximas temporadas a 2021, el Teatro Real, no contento con haber anunciado hace unos días el contenido de la suya a partir del próximo mes de septiembre, como si no pasara nada, se ha empeñado en poner fin a la actual con el mismo título que tenía originalmente previsto: el que la sigue la consigue. Pero son tantas las cosas que han cambiado, no ya desde que hiciera públicas sus intenciones respecto a la presente temporada en abril del año pasado, sino desde que se representara La valquiria en febrero, que poder ver y escuchar ahora La traviata raya en lo milagroso. De las dos tandas de funciones inicialmente previstas, la primera (en el mes de mayo) hubo de cancelarse, por supuesto, al igual que las cuatro óperas anteriores o posteriores. Y en ella iba a haber cantado, por cierto, Plácido Domingo. La segunda, irremediablemente corregida y aumentada, con un estrepitoso total de 27 funciones por la forzosa reducción del aforo, acaba de iniciar su curso. Intentamos atar cabos de aquí y de allá, recordar y augurar, y la conclusión es que días, meses y años, e incluso pasado, presente y futuro, han devenido en un magma misterioso e indistinto. Una de las pocas certidumbres es que, después de haber vivido una sobredosis de virtualidad artística durante muchas semanas, esta Traviata nos reconecta por fin con el teatro de verdad, con la ópera auténtica, con el teatro real.
Habrán podido hacerse probablemente tan solo un puñado de ensayos, aunque más a buen seguro de los que eran habituales en el frenético sistema operístico italiano de hace dos siglos. Habrá sido también necesario que los intérpretes llegados de fuera hayan pasado las obligadas cuarentenas, todo ello en medio de un control draconiano de la salud de dos centenares largos de personas, pues un solo contagio haría desplomarse al frágil castillo de naipes. En foso y escenario deben guardarse las preceptivas distancias, con pantallas para aislar a los instrumentistas de viento en el primero (hacer música produce efluvios, sí) y con los espacios delimitados nítidamente con líneas rojas en el segundo. Ello contribuye a dejar a los tres personajes principales atrapados simbólicamente en sus propias prisiones: Violetta, en sus excesos; Alfredo, en sus rencores; Germont, en sus rígidas convenciones burguesas. Puede que las cuadrículas, los centímetros, rijan ahora nuestras vidas, pero La traviata, y muy especialmente esta versión semiescenificada con acierto por Leo Castaldi, recurriendo simplemente al fondo de armario (y fondo de atrezo) del Real y a una sobria iluminación de Carlos Torrijos, nos enseña que se resisten a ser distanciadas y cuadriculadas por imposiciones llegadas desde fuera.
Cualquier gran teatro de ópera firmaría un reparto con estos tres cantantes, en plena madurez vocal y artística, en los papeles protagonistas, no digamos ya en estos tiempos. Marina Rebeka es una soprano muy técnica, muy respetuosa con la partitura, aunque el control tiende a frenar su emotividad. La voz es de enorme calidad, belleza y homogeneidad en todos los registros y, curiosamente, su mejor momento llegó quizás en el lugar más insospechado: su escena con Germont en el segundo acto. Dando por buena la dualidad y la coincidentia oppositorum que, según Susan Sontag en La enfermedad como metáfora, caracterizaba a los tuberculosos (“blanca palidez y rojo rubor, hiperactividad alternando con languidez”), Rebeka transmite mejor a la mujer vestida de blanco que vive en el campo o agoniza y se apaga en su cama que a la femme à parties que consume su vida irreflexivamente entre fiestas y camas ajenas. Su Sempre libera, atacado con sorprendente falta de viveza, abundó en esa sensación de contención emocional. Pero, como ya hiciera en Faust en 2018, la soprano letona ha causado en general una excelente impresión, dejando una imagen de cantante muy completa, con mención obligada para su extraordinario registro en piano. Con más ensayos y más aleccionada por el director musical, su expresividad habría ganado quizá varios enteros.
Michael Fabiano es un tenor con aromas de tiempos pasados y canto muy natural, aunque sonó casi siempre cohibido con respecto a Rebeka en sus dúos y menos elocuente que en anteriores ocasiones (I due Foscari en 2016) en sus solos. Cantó un poco a ráfagas, quizás aún no hecho del todo a la “nueva normalidad” (un mal que debe de estar muy extendido), y su gestualidad y sus intenciones retrataban a menudo a Alfredo mejor que su canto. A los pies de la cama de Violetta, en el tercer acto, dejó apuntes de gran artista. Artur Ruciński, el más canónicamente belcantista de los tres y el de mejor dicción italiana, fue el más aplaudido de la noche y dibujó con trazo seguro su personaje, un lobo con piel de cordero. En el Teatro Real se presentó con Lucia di Lammermoor en 2018 y su Germont –un papel incómodo y no siempre grato– no ha hecho más que reforzar sus credenciales. El resto del reparto, como es habitual en la última etapa del Real, rayó a un muy buen nivel, al igual que el coro, a cuyo empaste no afectó su propia distribución cuadriculada en unas tarimas situadas a diferentes niveles.
Pero en esta Traviata hay un nombre que debe destacarse por encima de los demás: por lo que se oye y por lo que se intuye. Con cinco Violettas, cuatro Alfredos y otros tantos Germonts, amén de dos orquestas que se turnan a lo largo de la maratón, poner en marcha esta Traviata contra reloj y echarla a rodar con funciones casi diarias durante todo el mes ha debido de ser cualquier cosa menos fácil. Pero Nicola Luisotti, que dirigirá nada menos que 21 de ellas, no parece ser de los que se arredran ante los inconvenientes, que ha debido de haberlos de todos los colores. La orquesta que ocupa el foso grande del teatro, y que ha de entrar y salir de él escalonadamente y utilizar atriles individuales, es casi idéntica a la que estrenó la obra en La Fenice en 1853. En vez de 12 primeros violines y 10 segundos, hay 10 y 8; las violas son las mismas (7) y la proporción de violonchelos y contrabajos es más racional en Madrid (6/4) que en la muy llamativa de Venecia (3/7). Se ha ubicado con buen criterio el arpa en un lateral muy cerca del proscenio al final del primer acto y se ha respetado el uso del cimbasso (o bombardone) que prescribe Verdi, sin sustituirlo por tuba o trombón bajos.
Aun parapetado en el podio tras un muro de metacrilato, Luisotti hizo de puente perfecto entre escenario y foso, dejando que fueran más bien los cantantes quienes marcaran la pauta: ellos proponían y el italiano disponía, con la orquesta –magnífica toda la noche– muy pendiente de él. Ya el excelente y arriesgadísimo preludio del primer acto, fraseado con delectación y sin gota de almíbar, auguraba una gran noche de ópera. A partir de ahí, arias, dúos, coros, el no menos quebradizo preludio del tercer acto: todo fue concertado con Luisotti con maestría, sin efectismos hueros, sin excesos, y con matrícula de honor obligada para el final concertante del segundo acto. Se introdujeron algunos de los cortes tristemente consagrados por la tradición, aunque esta vez realizados con más tino que en La traviata que dirigió Renato Palumbo en 2015. Allí también se omitieron, como ahora, secciones repetidas de las cabalette (las de las arias de Alfredo y Germont del segundo acto, las del dúo de Violetta y Alfredo del tercero). Mucho más discutible resulta la supresión de las segundas estrofas del Andantino y la Romanza de Violetta en el primer y tercer actos, respectivamente, ya que aquí se nos está omitiendo parte del texto, que no se repite. Pero al menos Luisotti ha utilizado la tijera con el mismo criterio en ambos actos (las piezas son rigurosamente simétricas, especulares, augurio y confirmación, y por eso ambas están concebidas como couplets), mientras que Palumbo cortó en el primero, pero no en el tercero, provocando una absurda asimetría. Aun así, este lunar no empaña lo importante: ver dirigir a Nicola Luisotti, dibujando la música y exhalando espíritu verdiano, sacando de la orquesta la sonoridad justa en cada momento, es una fiesta. Ya veníamos avisados de magníficos precedentes en esta misma sala (Rigoletto en 2015, Aida y Turandot en 2018 y Don Carlo en 2019), y es que una de las mejores decisiones del Teatro Real en los últimos años ha sido afianzar su relación con el gran director italiano.
El siguiente estreno en el Teatro Real llevará a escena el 18 de septiembre otra ópera de Giuseppe Verdi, Un ballo in maschera, que volverá a reunir a varios de los héroes de estas representaciones (Michael Fabiano, Artur Ruciński, Nicola Luisotti). Es imposible saber ahora si los deseos se harán realidad, ni cómo, porque la incertidumbre ha poblado nuestras vidas de interrogantes. La ya citada Susan Sontag exploró las ramificaciones de la tuberculosis como metáfora y es difícil resistirse a la tentación de conectar también metafóricamente una y otra ópera, la omega actual y la alfa futura, y pensar que, de alguna manera, esta Traviata se encuentra también enmascarada (enmascarillada, cabría decir, a la vista del panorama que ofrecen el foso, el escenario, el anfiteatro, los palcos, el patio de butacas y el personal de sala). Porque, por detrás de lo que vemos y oímos, estas representaciones esconden, en realidad, un mensaje en una botella y un grito de auxilio. Aun en medio de tantas restricciones, representar una ópera en un espacio cerrado sí es posible, siempre y cuando se tengan el coraje, el arrojo, la determinación y, por qué no, la fortuna para hacerlo. El Teatro Real (léase cualquier otra institución cultural detrás del artículo) proclama así que nos necesita para no ahogarse, desfallecer y, forzosamente, morir por consunción, como la desdichada –mejor que descarriada– Violetta Valéry. Luis Gago
En tiempos de pandemia, de tragedias globales y lacerantes dramas individuales, cualquiera podría esperar que «La traviata» se conciliara con el aforo a medio completar por razones sanitarias, con las alfombras desinfectantes, el gel antiséptico y la mascarilla. Pero a Nicola Luisotti, director principal invitado del Teatro Real, y, sobre todo, a cada uno de los solistas que ayer pisaron el escenario del coliseo les costó dar sentido a la obra, aprovechar la carga emocional que transitaba sin pudor frente a las medidas sanitarias.
[…] Ahora podría recuperarse con «La traviata», si bien, el director Leo Castaldi convierta el intento en un mero gesto sobre un escenario dividido en cuadrículas limitadas en rojo para cada miembro del coro y los solistas. La distancia de seguridad, lejos de añadir desasosiego, implica un dramatismo de baja intensidad, […]. El propio Verdi reclamaba una actitud convincente que asoma a duras penas y, para afirmarlo, añadió a la partitura indicaciones precisas que Luisotti gestionó ayer mediante un trabajo más dirigido a la degustación de lo sutil que al mensaje de la conmoción […].
Marina Rebeka con potencia, autoridad y falta de calado se adaptó mejor a lo dramático que a la vocalidad flexible y coqueta del comienzo, que abordó con un punto de destemplanza. El caso del tenor Michael Fabiano es inmediato porque su propuesta fue muy limitada musicalmente, forzada e insustancial en el carácter. Lo que en el barítono Artur Rucinski se materializó en una vocalidad general aceptable con exceso de recreación en el detalle. Faltó muñeca y encanto en un espectáculo que sobre el papel prometía complicidad: al fin y al cabo, lo que sucede en «La traviata» concierne por analogía. […]. Alberto González Lapuente
Tras un minuto de silencio en recuerdo de quienes han perdido la vida por la Covid-19, el Teatro Real subió este miércoles el telón como uno de los hitos de la recuperación de la pandemia. También una demostración de las nuevas medidas de seguridad en espectáculos musicales y teatrales, así como una celebración social después de meses de enclaustramiento.
Las ministras Carmen Calvo y Nadia Calviño; su compañero en el gobierno, José Luis Escrivá; la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso (quien manifestó que, con la representación de este miércoles “Madrid se reactiva de la mano de la cultura”); el ex presidente de la región y patrono de honor del coliseo madrileño, Alberto Ruiz Gallardón; el alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida; el matrimonio de escritores formado por Elvira Lindo y Antonio Muñoz Molina (presidente del Consejo Asesor del Teatro Real); el CEO de Telefónica, José María Álvarez-Pallete; o la ‘socialité’ Carmen Lomana: Ellos fueron algunos de los rostros que se pudieron intuir a través del panorama de mascarillas. En total, 890 asistentes (50% del aforo) que tuvieron que pasar por arcos de medición de temperatura, alfombrillas desinfectantes y profusión de dispensadores de gel hidroalcohólico como parte del protocolo de la ‘nueva normalidad’.
Antes del comienzo de la representación y del minuto de silencio, la voz del periodista (y también patrono) Iñaki Gabilondo pronunció unas palabras de bienvenida. “Nada es sencillo ahora”, apuntó, para celebrar que los asistentes estén “unidos en el estupor de vernos en situaciones anómalas, pero también en la fe y en la esperanza en nuestro futuro”. Desde que el pasado marzo la actividad del coliseo madrileño tuviese que parar, han sido “90 días de silencio con la vida suspendida”. Por eso, la función de ‘La Traviata’ que tuvo lugar este miércoles “recupera a esa vida que la pandemia ha arrebatado a muchos” y deja a los amantes de la lírica “esperando el consuelo del arte”. O, tomando unas palabras de Cervantes, con la capacidad “para componer los ánimos descompuestos”, en un acto de “voluntad del Teatro Real dentro de la gran movilización pública y privada para recuperar la nueva normalidad”. O lo que es lo mismo, “el gran desafío del presente”. Más menciones: al “recto patriotismo” de Galdós y a la “poderosa energía cívica de los españoles”.
Aire extraño en las butacas que tuvo su correspondencia en la puesta en escena diseñada por Leo Castaldi, con una retícula de líneas rojas que dividía el escenario en cuadrados de dos por dos metros que ‘encerraban’ a los miembros del coro y a los cantantes. Bueno, eso en teoría, pues en la práctica los movimientos de Violetta Valery (Marina Rebeka en esta función inaugural), Alfredo Germont (Michael Fabiano) y el padre de éste (un excelente Artur Rucinski, que se llevó la mayor ovación del segundo acto) cruzaban esas líneas rojas. Eso sí, siempre con la distancia de seguridad dos metros: así, la flor que Violetta entrega a Germont se materializa a distancia en las manos de éste, igual que cartas y otros objetos. La música, manejada desde el foso con brío por Nicola Luisotti, intenta eliminar la separación y hacer posibles los abrazos a lo lejos entre los protagonistas. El hecho de que no haya ninguna ópera más representada en todo el mundo que ‘La Traviata‘ y que ésta sea prácticamente un ‘grandes éxitos’ de arias del repertorio operístico contribuyó a alimentar la cercanía.
En el descanso, más señas de la ‘nueva normalidad’ operística de Madrid: un ‘foyer’ casi vacío debido a la división por zonas según las entradas, que hace imposible el trasiego entre plantas y el apelotonamiento frente a las barras, multiplicadas para evitar esto mismo. También mayor profusión de baños y una feliz noticia para los ‘operófilos’: aunque en un principio se había anunciado la eliminación de los programas de mano como posible vector de transmisión de patógenos, se puede uno llevar a casa estos preciados pedazos de saber sobre este universo. Porque aunque Violetta muera por una enfermedad respiratoria contagiosísima (emocionantes los gestos de Rebeka con las manos, rogando a su amado que no se acercara, en la escena final), el amor por el arte de la ópera sigue inmarcesible en esta esquina del mundo. Darío Prieto
Las circunstancias han hecho que uno de los títulos más populares de Verdi, también uno de los que más veces ha visitado su escenario, haya debido exhibirse con arreglo a las limitaciones impuestas por las autoridades sanitarias: reducción del aforo en un 50 por ciento, movimientos entre los cantantes muy regulados, orquesta situada en el foso de mayor tamaño… Aún así la música ha planeado victoriosa haciendo frente al virus y embargando de emoción al respetable. Hay que aplaudir la valentía del Teatro.
Los pliegues psicológicos del personaje principal, sus sufrimientos y anhelos, su íntima tragedia aparecen maravillosamente recogidos en una partitura de una minuciosidad increíble, cuajada de claroscuros, de melodías difícilmente olvidables, de muy avanzadas propuestas de construcción de un sugerente y conversacional recitativo dramático. Todo ello presidido por un soberano empleo de la armonía, que planifica los colores y las palpitaciones del ánimo, y de una discreta y climática orquestación, propia ya del Verdi maduro, pasados con éxito los años de galera, en los que el músico se fue fogueando hasta alcanzar la plenitud.
Castaldi ha preparado una escena sobria, trabajando bien el gesto, la actitud y dotando de emoción a determinados momentos, como el extenso y magistral dúo –auténtico núcleo expresivo de la obra- entre Germont y Violetta. Coro estatuario, “griego” y parcos y escasos objetos. Suficiente cuando la música es la que es y está aceptablemente servida por una batuta de la competencia que tiene la de Luisotti, que ama esta partitura, como demuestra el cuidado exquisito con el que dibuja y planifica los preludios del primer y tercer acto. Sabe respirar con las voces y anima de continuo con su expresivo gesto, con el que, sin embargo, no pudo resolver algunos problemas de ajuste en el primer acto, en el que, como en ciertos pasajes del segundo, no reconocimos el imperturbable tempo-ritmo verdiano; así en la escena del juego, en donde el imperioso 6/8 quedó en ocasiones diluido. La Orquesta, pasajeramente falta de empaste, funcionó bien. Coro acertado, sobre todo en el segundo acto.
Marina Rebeka posee una buena voz de soprano lírica, suficientemente extensa, aunque con evidentes tiranteces en la zona sobreaguda. Con buen criterio no se fue al Mi bemol 5 (no escrito) en el cierre de la “cabaletta”. El timbre es penetrante, aunque exento de terciopelo, escasamente sensual, pero la cantante delinea con gusto, con pianos de buena factura (“Dite a la giovane”) y correcta expresividad. No nos tocó la fibra cordial en “Addio del passato” (cantado sin repetición). A mucho menor nivel su Alfredo: Fabiano es un tenor de agradable centro y agudo generalmente abierto y destimbrado, esforzadísimo en su “cabaletta” “O mio rimorso”, expuesta sin repetición. No se atrevió, con buen acuerdo, a cerrar con el Do 4 no escrito. Frasea falto de línea y emplea un falsetillo poco lustroso.
Mucho mejor Rucinski, si hacemos abstracción de su tendencia a practicar inesperadas elongaciones y portamentos podo edificantes. Pero es un barítono lírico de buena extensión, agradable color y fraseo bien cincelado. En el final de un bien expuesto “Di Provenza” aprovechó para hacer una extensísima frase sin respirar admirablemente regulada. De todas formas le faltó algo de empaque. Buena colaboración general de los secundarios, casi todos españoles (¡Bien!) con dos meritorias mezzos líricas al frente: Sandra Ferrández (Flora) y Marifé Nogales (Annina). Arturo Reverter
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