Tres maravillosas personas anónimas
Tres maravillosas personas anónimas
Son las cinco de una madrugada en la que jamás las farolas han iluminado más. Su luz, reflejada en la nieve que lo cubre todo, se proyecta amarillenta en las cúpulas de los enormes pinos, en sus ramas desvencijadas y renqueantes. De vez en cuando el silencio de una noche en la que no transita nadie se rompe con estruendo al descolgarse una enorme masa de nieve, cuando no por el quejo aviso de una rama a punto de no poder con la carga que le ha enviado el cielo o con el de su peligroso desplome en su rendición final.
Me siento ante el teclado y me siento casi tan escritor como Lawrence Durrell. Hace muchos años que las Navidades sólo significan tristeza para mí. Sin padres, sin hijos, sin perros y con otras muchas ausencias. Pero mucha más tristeza tras este eterno tiempo que casi empalma las de un año con otro. Dice frecuentemente Alfonso Aijón que lo que más le gusta de mi pluma son los obituarios. Puede que tenga razón. Hoy me he despertado recordando a tres personas, tres seres anónimos que nunca engrosaron las listas de los famosos de la música desaparecidos en el año, tres amigos. Ninguno de ellos llegó a conocer la pandemia. Ninguno cumplió 45 años.
Arnaiz estudiaba arquitectura con excelentes resultados y me ayudaba en algunos proyectos de reformas. Le encantaba la música desde que le introduje en ella. Una noche, tras “Salomé” en el Teatro de la Zarzuela, fuimos a cenar a Jockey y, mientras paladeábamos su Contino, hablamos de nuestro próximo viaje de seis semanas en coche para recorrer la Toscana desde Madrid. Lo proyectamos y lo cumplimos. Volvimos con prisas para sus exámenes. Nos turnábamos conduciendo y tuvimos la única discusión del viaje cuando le hice parar para tomar yo las riendas advirtiéndole del peligro de pasar por los pueblos a la velocidad que lo hacía. Una semana tras el regreso, al llegar una noche a casa, había un inoportuno mensaje en el contestador: “Arnaiz ha muerto esta tarde al estrellarse con su moto en Galapagar. Su novia ha salido sólo con magulladuras”. Las cosas no se pueden contar así. Hoy vive el sueño eterno en Getafe.
Iberni era la persona con mayor futuro en el campo de la musicología y el periodismo musical. Le conocí de estudiante y rápidamente le introduje en toda mi actividad musical. Durante años compartimos alegrías y frustraciones. Fue la persona ideal para acompañarme en Beckmesser hasta que un día me llamó. “Estoy muy malito” fueron casi las últimas palabras que le escuché. Las pronunciaba yendo en un tren para morir en casa de su madre. Un maldito amigo le había metido en el mundo de la droga. En su mesa quedaron los apuntes de un Sarasate que ya nunca llegó a ver la luz. Zaragoza fue su destino final.
Conocí a Ramis en una disco de moda al principio de Velázquez. Intimamos al instante. Poseía un gran amor por la música, una excelente cultura y aún más entusiasmo por ampliarla. Preparaba las oposiciones al cuerpo diplomático. Yo leía con avidez los muy acertados libros que me recomendaba. Tras tres o cuatro años logró aprobarlas. Irradiaba felicidad. Su primer destino fue Argelia, pero no le duró mucho. Vino al Escorial a contarme que le habían descubierto un tumor muy agresivo en el cerebro y a despedirse como sólo pueden hacerlo dos amigos en esas circunstancias. La medicina no pudo hacer nada y murió a las semanas. Hoy descansa en Mallorca.
Tres maravillosas personas a las que esta semana he querido recordar, porque mi música habría sonado muy diferente con ellas aquí. Gonzalo Alonso
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