Diálogos de Besugos de 2000 otros 3
ABC: | «La forza del destino» y la fuerza de Verdi. José Luis García del Busto
«La forza del destino»,ópera en 4 actos, libro de Piave sobre el Duque de Rivas, música de Verdi. Intérpretes: A.M. Sánchez, S. Licitra, V. Alexejev, P. Burchuladze, C. Chausson, T. Martirossian, E. Fiorillo, M. Perelstein, J.J. Rodríguez, S. Sánchez Jericó, H. Monreal. Coro de la OSM y Orquesta Sinfónica de Madrid. Dir.: M.A. Gómez Martínez. Dir. escena: B. Broca.- Teatro Real, 12 de mayo.
«La forza del destino» no es el mejor Verdi, ni mucho menos. Estrenada en San Petersburgo en 1862, seis años después fue revisada para la Scala. El libreto, básicamente de Piave, se basa en el dramón «Don Álvaro o la fuerza del sino» de nuestro romántico Duque de Rivas, y si éste es teatro viejo, el libreto de la ópera verdiana es truculento, increíble, tosco y literariamente malo. Pero la «forza» de Verdi es mucha. Su temperamento de músico teatral nato hace que, si no de manera continua, la música nos capte y aun nos emocione aquí y allá. No cabe reivindicar «La forza del destino» como obra maestra, pues teatralmente es endeble y musicalmente muy irregular, pero los momentos excelentes de la partitura bastan para mantenerla viva en el repertorio.
La mejor música de «La forza del destino» se adhiere al papel de Leonor, y el triunfo de Ana María Sánchez ha sido contundente, redondo. Ni por asomo se puede hablar de sorpresa: a la joven soprano alicantina se la ha visto venir de lejos, y aquí está. Tiene una voz pujante y bellamente timbrada, y está cantando con clase de artista seria. Su final «Pace, pace, mio Dio!» -en el que ha estado acompañada magistralmente por orquesta y director- resultó modélico. También es un joven valor, ya contrastado, el tenor italiano Salvatore Licitra, cuyo Don Álvaro ha sido más vibrante que exquisito: la madera es buena, pero seguramente falta barniz. Muy aseada en todo momento la actuación del barítono ruso Valeri Alexejev (Don Carlos) que logró buena vibraciónverdiana en sus dúos con el tenor. El georgiano Paata Burchuladze es un bajo de voz inmensa, pero anoche la hemos encontrado algo engolada y su papel de Padre Guardián estimo que ha quedado fuera de estilo. Muy superior me pareció como intérprete Carlos Chausson: es difícil imaginar un Fray Melitón mejor, ni por voz, ni por línea de canto, ni por gracia expresiva y escénica. Correctos los papeles menores, muy entonado el Coro, con papel amplio, vario y jugoso en esta ópera, y más que correcta la Sinfónica madrileña, que acaso dio lo mejor de sí misma en los pasajes más líricos y delicados, logrando pianísimos de rara calidad. De buen grado me sumo al destacado aplauso que se tributó al maestro Gómez Martínez, siempre buen director y seguramente director especialmente avezado en lides teatrales. El control de escenario y de foso fue absoluto en todo momento, y el director granadino supo lanzar a cantar a la orquesta, o hacerla respirar con los que cantaban arriba.
La producción fue hecha para varios teatros franceses en 1993 y está firmada por Bernard Broca como director y Bernard Arnould como escenógrafo. Es, más que sencilla, esquemática. El punto de partida que creo adopta es el de esquivar la truculencia argumental y renunciar a cualquier aparato «externo» para dejar que afloren más claros y puros los sentires de los personajes, pero el resultado estimo que es fallido, en la medida que esos sentimientos y los personajes que los albergan son de cartón piedra y, de esta manera, además de no creernos nada nos quedatodo muy distante. En definitiva, es un montaje pobre, con momentos bellos -bien manejada la luz- y algún otro decididamente de mal gusto -caballo y espada. Resumiendo, representación con altibajos, como la propia ópera de Verdi. Pero, una vez más como en Verdi, lo bueno de esta representación del Real es muy bueno.
EL MUNDO: «LA FORZA DEL DESTINO» (**) Tremenda cosa. ALVARO DEL AMO
Música: Giuseppe Verdi./ Director Musical: Miguel Angel Gómez Martínez./ Director de escena: Bernard Broca./ Orquesta: Sinfónica de Madrid./ Reparto: Ana María Sánchez, Valeri Alexejev, Salvatore Licitra, Paata Burchuladze, Carlos Chausson./ Producción: Opera de Marsella. Escenario: Teatro Real./ Fecha: 12 de Mayo. (**) MADRID.-
Morir, tremenda cosa, dice Don Carlos en el acto tercero, respondiendo al optimismo de Don Alvaro, su imposible cuñado, que en el acto primero ha asegurado que las luminarias de su boda deseada serán señal de muerte. Se nos cuenta una historia en zig zag, donde asistimos al recorrido de una serie de criaturas en huida. Está claro quiénes son los perseguidos, pero hacen falta casi tres horas para averiguar quién es exactamente el perseguidor. Leonor, buscada por Alvaro, seguido a su vez por Carlos, quien, al vengarse, comprobará, con los demás, que la fuerza o impulso que perseguía a todos era la del destino, una entelequia. Si la tragedia griega inventó el fatum para explicar la extinción que a todos nos espera, el romanticismo tomó del catolicismo la idea del sino, que acaba resumiéndose en el principio de que todo pecado habrá de ser purgado. El primer acto es una concentrada maravilla. Leonor (Ana María Sánchez, el sobresaliente del reparto) se debate entre su padre (el algo tímido Martirossian) y Don Alvaro (el crudo y prometedor Licitra), que viene a raptarla. En una escena única, más bien breve, se nos muestran los anhelos, esperanzas, dudas y desfallecimientos de la pareja de enamorados, que deberían de haber saltado por la ventana antes de que apareciera el papá, con la perversa intención de morir para generar una culpa inmensa. Muerto el padre, se inicia el exilio, todo se ha dicho ya y no queda sino un largo proceso de consumación, a través de un viaje con varios lugares de distracción. Así conocemos a Preziosilla (una despachada Fiorillo) y a fray Melitón (Chausson en una de sus especialidades), que en realidad nada pintan en el drama de la virgen perseguida por su amante perseguido por el hermano de ella (Don Carlos, un Alexejev de buena estirpe verdiana), y que lastran la obra con escenas de festiva coralidad (bien resueltas por el Coro de la Sinfónica de Madrid), que van apareciendo como escollos intermitentes; la intensidad se recupera cuando no tenemos delante al fraile ni a la gitana.
Aquí es particularmente evidente la importancia esencial del soporte dramático. Historias coherentes en su desmesura como La traviata o Rigoletto, o incluso delirios geométricos como Il trovatore, sirven de encarnadura a la música con un rigor del que carece La forza del destino, y otras muchas, como Un ballo in maschera. Verdi «salva» siempre, o casi siempre, la endeblez de sus libretos, pero no puede negarse un desequilibrio que es hoy aún más obvio que en su época, por muy ancha que sea la manga del aficionado, que sabe muy bien que no puede exigir un muy estricto rigor narrativo ni una matizada lógica psicológica. El carácter errático de la ópera requiere una particular firmeza en la batuta y una brillantez especial en la puesta en escena para sujetar dentro de ciertos cauces el frenético vaivén del original, que favorece la distracción del espectador. Gómez Martínez parece contagiado del rumbo imprevisible de la acción, pues tras arrancar con una obertura rotunda y ensimismada a la vez, alterna luego la velocidad extrema, lindando con el barullo, y una lentitud de tiempos que recupera el aroma denso y conmovedor de la música, bien servida entonces por la orquesta. Quien conozca La forza del destino la reconocerá en la interpretación vocal y musical, aunque a veces haría bien en cerrar los ojos para oír lo que del escenario brota y no ver lo que en el escenario aparece.
Ante el montaje de varios teatros franceses de provincia, cabe pensar que la oferta de producciones disponibles del título verdiano ha sido escasa y de poca entidad. El público del Real, buen catador de las calidades vocales de los cantantes, no suele ser muy severo a la hora de exigir originalidad en la puesta en escena; suele contentarse con una plausible corrección, lejos por igual de la vulgaridad y de la estridencia, sin dejar por eso de ser capaz de apreciar la rara avis de una buena dirección teatral, como ha ocurrido esta temporada con Lady Macbeth y El Quijote. La propuesta de la puesta marsellesa es sosa y pacata, también innane y en ocasiones chirriante en sus escasas ideas (como la del niño tambor mimando la escena bélica) y no es de extrañar que el público abucheara a sus responsables. A la salida, la noche de primavera ambientaba una fatiga levemente decepcionada, acompañando a quienes habían vuelto a encontrarse con este drama tremebundo e inasible que nunca deja de soltar su poso, su mordisco menudo.
EL PAIS: ‘LA FORZA DEL DESTINO’ El tiempo detenido.JUAN ÁNGEL VELA DEL CAMPO
De Giuseppe Verdi. Libreto de Francesco Maria Piave, basado en Don Álvaro o la fuerza del sino, del duque de Rivas. Director musical: Miguel Ángel Gómez Martínez. Director de escena: Bernard Broca. Con Tigran Martirossian, Ana María Sánchez, Valeri Alexejev, Salvatore Licitra, Elisabetta Fiorillo, Paata Burchuladze, Carlos Chausson, Menai Davies, Juan Jesús Rodríguez, Santiago Sánchez Jericó y Hugo Monreal. Orquesta y Coro de la Sinfónica de Madrid. Producción de la Ópera de Marsella. Teatro Real, Madrid, 12 de mayo.
Inicia el Teatro Real con La forza del destino un recorrido por las óperas de Verdi basadas en temas españoles, como homenaje al compositor en el centenario de su muerte en 2001. La primera entrega comenzó ayer, pero parecía una muestra significativa de una representación de ópera de hace 20 años. Voces poderosas, no siempre matizadas; dirección musical ordenada, en la que se echó de menos un poco de pasión romántica; dirección de escena sencillamente infame, por falta de clima evocador, de teatralidad, de un mínimo de sugerencia. La ópera, se mire por donde se mire, es una forma de arte viva que se transforma con el paso del tiempo. Esta transformación se manifiesta también en los criterios interpretativos y, así, las voces, las direcciones de orquesta, se parecen más bien poco a las de décadas pasadas. Esto no es ningún juicio de valor, sino simplemente una constatación. La segunda mitad de este siglo ha aportado al espectáculo operístico una revolución teatral y visual. Wieland Wagner o Giorgio Strehler han marcado pautas desde las cuales se han desarrollado multiplicidad de posibilidades. La sensibilidad actual ha ido adaptándose a las nuevas conquistas artísticas y hasta los lugares más recalcitrantes han ido cediendo poco a poco a los diferentes avances. La ópera es hoy diferente, para bien o para mal.
No lo parecía, en absoluto, la representación de La forza del destino de ayer. Recursos El Teatro Real anunció en su proceso de lanzamiento las maravillas de su caja escénica; el espacio donde, se decía, cabía el edificio de Telefónica; las posibilidades de una tecnología de recursos apabullantes para fomentar un sentido del espectáculo deslumbrante. Viendo la producción de La forza de 1993, traída de Marsella, Vichy, Wallonie y Aviñón, tan elemental, funcional, rutinaria y esquemática, es difícil explicarse no solamente las razones de la elección, sino también por qué el Real no explota sus recursos y por qué no busca compañeros de viaje más afines a su nivel. Dicho de otra manera, la producción de La forza recuerda a lo que se hacía en Las Palmas o en el Coliseo Albia de Bilbao, pongamos por caso, hace ya bastantes años. No tiene dignidad para un teatro como el Real. Y en cuanto a la dirección teatral, es torpe en los conjuntos, inexistente en la definición de la psicología de los personajes, tópica en el peor sentido en la utilización de bailarines o enanos y, además, rematadamente fea. No crea climas, sino anticlimas. En esas condiciones tienen, si cabe, aún más mérito las prestaciones vocales, especialmente la de Ana María Sánchez, que compone una Leonor de Vargas de mucho carácter, poderosa, con depurada línea vocal, dulzura y un punto de rigidez en la esperada aria de la última escena, lo que no le impidió convertirse en la gran triunfadora de la noche. Su Verdi tebaldiano, como lo definió Riccardo Chailly, ha experimentado una considerable progresión desde su participación en El trovador de la Ópera de Zúrich, pero adolece todavía de una chispa de espontaneidad. Carlos Chausson bordó también su personaje de Fray Melitón, con una medida comicidad y un sentido teatral lleno de fluidez. El bajo Paata Burchuladze (Padre Guardián) y el tenor Salvatore Licitra (Don Álvaro) se desenvolvieron con empuje y fuerza en sus respectivos personajes, aunque con un poco de tosquedad. En un nivel menos interesante habría que situar al resto del reparto.
Llevó con mucho control, nervio y minuciosidad el director granadino Miguel Ángel Gómez Martínez a la Sinfónica de Madrid. En algún momento no pudo evitar la sensación de monotonía. Experimentó un notable progreso el coro respecto a actuaciones anteriores. El público premió con generosidad a los intérpretes vocales y protestó a los responsables escénicos. Se puede hablar, en cualquier caso, de éxito, aunque hubo cuadros bastante aburridos y, sobre todo, una impresión de espectáculo operístico demasiado viejo, estando, como estamos, a las puertas del siglo XXI
Comentarios de Beckmesser a una alocución:
“Kafka con la Gruberova. Como “Don Quijote” no tenía intermedio, el señor Taibo aprovechó el descanso en el cooncierto de Edita Gruberova para colocarnos un supuesto coloquio con los Halffter padre e hijo. Digo supuesto porque el locutor y presentador casi se largó un monnólogo. ¿Cuándo aprenderán los presentadores que no nos interesa en absoluto su vida ni tampoco lo listos que son y cuántas cosas saben? Abunda la especie que trata de meter en cada pregunta toda una muestra de la ciencia que acaban de adquirir al leer los programas de mano de los conciertos que retransmiten. Lo sorprendente del caso es que TVE no se de cuenta que lo único que se consigue con tales despropósitos en echar para tras al espectador televisivo…”
Email del Sr. Taibo al Sr. Alonso:
Totalmente de acuerdo en lo fundamental. He escuchado la grabación con
la entrevista Halffters y realmente me ha resultado penoso. No he podido
evitar el mandarme callar a mí misno. Lo siento. Podría encontrar
argumentos que disculparan en parte el desaguisado, pero no merece la
pena. Quizás en otra ocasión.
No me parecen justas, sin embargo, otras acusaciones. En una
programación contínua como la de Radio Clásica no es kafkiano introducir
una referencia próxima de transmisión y más si ésta es importante y por
su carenacia de intermedio va a impedir la entrevista correspondiente.
Llevo muchos años transmitiendo conciertos en Radio Clásica. Creo que
alguna vez lo habré hecho, al menos, medio bien. Recurro de vez en
cuando a las notas de los programas de mano, siempre citando a los
autores, entre otras cosas por un elemental sentido de la cortesía, pero
mis comentarios proceden de fuentes varias a las que normalmente cito y
que recojo de mi nutrida biblioteca. Y algo, quizá, de mi propia
cosecha. De esto último seguro que no mucho dadas mis insuficiencias,
que no dudo en confesar.
Lo que menos me ha gustado del escrito crítico de Alonso, Beckmesser o
quien sea, es la invitación a la dirección de RTVE de que prescindan de
mis servicios. Tiene algo como de “acusica” y vil. Si yo pudiera bien
sabe Dios que hace tiempo habría dejado este y cualquier otro trabajo.
Lamentablemente debo seguir comiendo. Puedo asegurar que en mis fallo,
probablemente múltiples, puede haber, seguramente hay torpeza, pero, en
ningún momento, deseos de protagonismo ni la más mínima soberbia.
Afectuosamente. R. Taibo
Respuesta mía a Taibo:
Querido Rafaél,
Ante todo una observación: mis “noticias y maldades” pretenden ser lo que su
nombre indica -maldades- y para nada críticas formales. Como
tales han de entenderlas quienes acceden a ellas, con toda su carga de
exageración. Dicho esto, mis disculpas si de algun modo las referentes al
“Don Quijote” o cualquier otras pueden agraviar a alguien y en particular a
tí. Dicho también esto, alguna aclaración interpretativa.
En modo alguno se solicita un “despido”. Tan sólo se opina que “lo
sorprendente del caso es que TVE no se de cuenta que lo único que se
consigue con tales despropósitos en echar para tras al espectador
televisivo” a efectos de que se cambie un poco la línea retransmisiva de
estos eventos, siempre demasiado formal y distante para colectar públicos
nuevos. Al menos en mi modesta opinión. Ello no supone en principio que
hubiera de recurrirse a otras personas distintas de las actuales, por lo que
lo del “despido” no se afirma en mis notas. Lo de la lectura de los
programas de mano era una generalización a la que naturalmente hay casos y
ocasiones de excepción.
En cuanto a la referencia al señor Alonso, puedo asegurarle que él estaba
en aquel momento viendo a la Gruberova en el Real y, al menos por lo que se,
no ha tenido ocasión de escuchar ni en directo ni en grabación la entrevista
en cuestión. Él es obviamente quien me inventó, quien me paga todos los
meses y quien aporta más informaciones, pero tengo otros muchos canales y
completa libertad para trabajar… bueno, salvo alguna excepción, porque la
censura no acaba de morir.
Por lo demás agradeceerle el tono, no ya educado sino cordial, de su queja.
Le aseguro que no suelo recibir emails así y por ello no sólo se lo
agradezco sino que de verdad lo aprecio. Ah, y muchas otras veces he
disfrutado con su voz y presentaciones.
Un saludo cariñoso, Beckmesser
LA RAZON: LA VUELTA DE DOMINGO
Obras de Wagner. P. Domingo, N. Secunde, M. Hölle, L. Watson, D. Pittman-Jennings, solistas, Coro del Liceo. Dir: B. De Billy
Decía Plácido Domingo al terminar el concierto que lo mejor había sido el público. El maestro García Navarro, allí presente, añadía que le gustaría llevarse ese público a Madrid. A él y a todos. El público liceista recibió con bravos y una interminable ovación -se comentaba que sólo parecida a las otorgadas a de Los Ángeles y Caballé en alguna ocasión- a Domingo, que llevaba nada menos que once años sin cantar en el teatro y, al acabar, permaneció entusiasmado quince minutos. Podrían haber sido más, pero el concertino levantó la orquesta. Una audiencia así motiva a los artistas y les mueve a dar lo mejor de sí mismos.
Lo dieron todos los participantes en el concierto con el que muchos wagnerianos de pro se reconciliaron con el coliseo de las Ramblas tras el, a su criterio, nada ortodoxo “Lohengrin”. Aquí no cabían polémicas: primer acto de “Walkiria” y segundo de “Parsifal” sin decorados. Sin ellos, pero con los cantantes dejándose llevar por la música e improvisando movimientos.
El madrileño era la estrella de la noche y lució en toda regla. Fue a Barcelona con la voz fresca, fraseó, se entregó y, en definitiva cantó como ya sólo sabe hacerlo él en el reino de los tenores. Wagner requiere una vocalidad que no es exactamente la de Domingo, con más bronce en la emisión y más empuje en el registro de cabeza, pero el tenor aporta en cambio plata en el timbre y oro en la musicalidad. Pocas veces en la historia se habrá cantado Wagner de esa forma, cantando, pero desde luego nadie más ha hecho lo mismo en los últimos treinta años. Ambos actos han supuesto un magnífico aperitivo que habría de completarse de inmediato.
Nadine Secunde secundó al Domingo superando con su entrega y experiencia como Sieglinde las durezas en el registro alto. Linda Watson ofreció una estupenda réplica como esa Kundry que también abordará en Madrid. Mathias Hölle y David Pittman-Jennings acertaron, si bien al segundo le faltó un punto de gravedad como Klingsor. Las muchachas flor y el coro no demerecieron. Bertrand de Billy dirigió solventemente a una orquesta cuyo principal reto inmediato es alcanzar regularidad para que el buen nivel de “Parsifal” o el reciente “Lohengrin” sea norma. Una tarde memorable de música con mayúsculas y digna de la tradición wagneriana del Liceo.
EL PAIS : El triunfal retorno de Plácido Domingo.
La valquiria y Parsifal de Ricard Wagner. Acto 1º de La valquiria. Intérpretes: Plácido Domingo, Matthias Hölle y Nadine Secunde. Acto 2º de Parsifal. Intérpretes: P. Domingo, Linda Watson, David Pittman-Jennings, Elena de la Merced, Irmgard Vilsmaier, Begoña Alberdi, Rosa Mateu, Itxaro Mentxaka y Francisca Beaumont. Orquesta y Coro del Liceo. Director: Bertrand de Billy. Teatro del Liceo, 9 de abril. PAU NADAL
Plácido Domingo, ayer, agradeciendo los aplausos del público, en el liceo (C. Secanella). El público del Teatro del Liceo de Barcelona no había olvidado. Once años de ausencia no han conseguido borrar en el ánimo de los liceístas el recuerdo de un Plácido Domingo que en ese escenario ha brindado interpretaciones modélicas y que también fue uno de los pilares básicos de sus temporadas líricas más difíciles. La expectación era máxima. Las localidades estaban agotadas desde hace mucho tiempo y antes de empezar el concierto se pudo ver una larga cola en las taquillas a la espera de la devolución de alguna entrada. En la sala, público popular, liceístas de toda la vida, público selecto e invitados musicales; entre ellos, la soprano María Bayo y los directores de orquesta Luis Antonio García Navarro y Lawrence Foster, directores musicales, respectivamente, del Teatro Real y la Orquestra Simfònica de Barcelona. La ovación que recibió Plácido Domingo en su salida al escenario fue atronadora, comparable sólo a la que los liceístas brindaron en 1992 a Victoria de los Ángeles, otra gran artista ausente del escenario del coliseo lírico barcelonés largo tiempo. Casi tres horas después, la velada se cerró con 20 minutos de aplausos y bravos, con el público puesto en pie y lanzando flores al escenario. Se seguían agradeciendo los méritos y el militante liceísmo del tenor madrileño, pero se premiaba también una actuación magistral, con un Plácido Domingo que, después de mil y una batallas, todavía tiene capacidad para emocionarse visiblemente por el desbordado entusiasmo con que lo acogió este público del nuevo Liceo. Pasión Era la primera vez que el tenor cantaba Wagner en Barcelona, y lo hizo con sendos actos de dos óperas que actualmente forman parte de sus caballos de batalla: La valquiria (acto primero) y Parsifal (acto segundo). Con la voz fresca, proyectada con maestría, cantó con pasión, inteligencia, musicalidad y sabia dosificación de acentos y efectos. Apenas algún pasaje interpretado con alguna reserva, en La valquiria, como dosificando el esfuerzo que requería un cometido en conjunto extenuante. Así pudo hacer un Siegmund muy vibrante y un Parsifal a cuyo final llegó potente y brillante. Demostró, además, que Wagner, como sólo han conseguido algunos cantantes excepcionales, también se puede interpretar con una voz hermosa y sin forzamientos. Una lección a tener en cuenta. El resto de los artistas pudieron y supieron estar a la altura de las circunstancias, comenzando por Bertrand de Billy, que consiguió su mejor dirección musical en el Liceo en casi todo el primer acto de La valquiria, con gran tensión final, y en un segundo acto de Parsifal absolutamente redondo. La orquesta también se superó a sí misma y el coro femenino, en sus breves intervenciones en Parsifal, cumplió más que dignamente. Entre el resto de los solistas vocales, es preciso destacar que en La valquiria Nadine Secunde, aunque con la voz menos fresca que en su anterior Siglinda liceísta, cantó con clase, entrega y riqueza de acentos, y Matthias Hölle hizo un Hunding de voz rotunda y bien perfilado carácter. En Parsifal, Linda Watson, con voz fresca y potente, abordó con coraje la ardua tesitura de Kundry, y David Pittman-Jennings fue un Klingsor cantado y expresado con buenos medios y acentos oportunamente truculentos. En Parsifal resaltó la brillantez con que intervinieron las seis voces frescas y jóvenes de las intérpretes de las muchachas flores: Elena de la Merced, Irmgard Vilsmaier, Begoña Alberdi, Rosa Mateu, Itxaro Mentxaka y Francisca Beaumont. El Liceo pudo al fin reencontrarse con uno de sus artistas predilectos. Y la celebración no ha podido ser mejor porque el público ha encontrado a un Plácido Domingo en plena forma, que ha sabido escribir una página gloriosa más en la historia de este teatro y, sin duda, la más triunfal, de momento, de la primera temporada del nuevo teatro.
LA RAZON:
MONOGRÁFICO MOZART
Obras de Mozart. Solistas de la ONE. Orquesta Nacional de España. Dir: R. Frühbeck de Burgos. Auditorio Nacional de Madrid. 8 de abril.
Segundo de los monográficos Mozart que presenta la Orquesta Nacional en esta temporada y nueva visita de su director emérito Rafael Frühbeck de Burgos. En el programa obras pertenecientes tanto a un Mozart casi primerizo como al del último período. Una cita así provoca siempre llenos, lo cual es deseable para todo programador. Pero también lo es para la orquesta y sus profesores solistas. Le viene bien a estos para enfrentarse al auditorio a pecho descubierto y siempre es un aliciente para que quien vale pueda demostrarlo alguna que otra vez con más claridad que dentro del “tutti”. Pero además es fundamental que las orquestas cultiven este repertorio, el de los Mozart y Haydn. Un repertorio en el que escucharse con mayor claridad que en el sonoro postromántico, en el que con frecuencia quedan ocultas muchas, pero que muchas cosas. Así como los cantantes han de basar su técnica en los Mozart, Haendel y Rossini, otro tanto les sucede a las orquestas sinfónicas.
Pero tocar Mozart es muy difícil. También últimamente escucharlo, pues el público cada vez se va acostumbrando más al efectismo sonoro, a los “fortes” de inmensas plantillas. Por eso probablemente algún que otro espectador salía bostezando. Por eso y porque, vuelvo a decirlo, tocar Mozart es muy difícil.
Lucieron mérittos en la “Serenata n.6 para cuerda, en Re mayor, K.239” los violinistas Víctor Martín y Javier Goicoechea, el viola Emilio Navidad y el contabajista Jaime Robles. Aún a mayor altura brilló, porque aprovechó bien las posibilidades de lucimiento del “Concierto para fagot y orquesta en Si bemol mayor, K.191”, el fagotista Enrique Abargues, demostrando buen sonido, estilo y técnica. Particularmente bien tocado quedó el inspirado tiempo central. Previamente el maestro Frühbeck dirigió la magistral obertura de “La Flauta Mágica” y luego cerró con la coetánea “Sinfonía n. 39”. Todo sonó correcto, pero también demasiado lineal. Una mayor contrastación dinámica y una mayor jovialidad nos habrían hecho sonar un Mozart menos “antiguo” porque, además, ya nos hemos acostumbrado a otras formas de abordarlo. Aún así, la experiencia es positiva para todos. Gonzalo ALONSO
ABC: Frühbeck frente a la maravilla de Mozart
Temporada de la ONE. Obras de Mozart. Intérpretes: V. Martín, J. Goicoechea, E. Navidad, J. Robles, E. Abargues. Dir.: R. Frühbeck de Burgos. Lugar: Auditorio Nacional, 7, 8 y 9 de abril de 2000. José Luis García del Busto
Al público de nuestros conciertos sinfónicos, felizmente, no sólo le interesan los máhleres, brúckneres y shostakoviches que copan buena parte de la programación y, sobre todo, de la programación con el sello de «acontecimiento». He aquí un concierto Mozart -el segundo que ofrecía la ONE esta temporada- al que acudió el público en masa y con buen ánimo, pese a que estaba garantizada la ausencia de cualquier «aparato»: era la orquesta de casa, incluso en formación reducida, con su director y sin siquiera haber contratado a solistas «de relumbrón», pues éstos eran miembros de la propia ONE. ¿Resultado? Lo calificaría de éxito «sólido». No grande, pues los éxitos ruidosos van aparejados a las obras y a los programas con aparato, pero sí sólido, precisamente por haber sido conseguido por las vías de la más pura y escueta musicalidad. La crítica musical, como en general cualquier tema sobre el que se escriba a diario, nos lleva frecuentemente a proclamar colosales obviedades. He aquí una de la que es difícil escaparse hoy: el clasicismo no es precisamente el tipo de música que mejor cuadre con las condiciones de nuestra Orquesta Nacional. ¿Qué hacer, entonces? ¿Descartar de nuestros programas a Mozart, a Haydn, a Boccherini, a Arriaga, al primer Beethoven, al primer Schubert, al primer Mendelssohn? Naturalmente, me niego a renunciar a parte tan abundante y exquisita de la mejor música de todos los tiempos. Habrá que programarla, pues, dosificarla inteligentemente, ponerla en manos expertas y desterrar el facilón, confortable y cutre argumento de que «esto no es lo nuestro». Por añadidura, el concierto de referencia, sin haber sido un dechado de perfecciones, puede verse como positivo síntoma de que si los nuestros dijeran allá vamos, en poco tiempo dejaría de tener sentido la idea de que la divina música del divino Mozart no es lo nuestro. No digo que fuéramos a revivir el reencuentro en el más allá de Karl Böhm con la Filarmónica de Viena: me conformo conque «Los esclavos felices», la «Praga», la «Londres» y la «Incompleta» sean tan nuestras como «Sherezade», la «Fantástica», la «Patética» o la «Titán». Quiero creer que mis amigos de la ONE y su director emérito, el maestro Frühbeck, no entenderán como desapego el que esta vez haya hecho más teoría que crítica propiamente dicha, pues, ciertamente, la referencia concreta a su labor va a tener que ser telegramática. Ciertas inseguridades -que no fallos- en las entradas y en los cambios agógicos se observaron en la Obertura de «La flauta mágica», música cristalina que seguramente es una de las páginas más difíciles del repertorio. Del mismo modo, en la «Serenata K. 239» notamos timidez, un cierto agarrotamiento sonoro y expresivo derivado de lo arriba apuntado. Mejor fueron las cosas en el «Concierto K. 191» para fagot y, desde luego, en la «Sinfonía K. 543», la 39, que cerraba el concierto en el mismo tono «masónico» de Mi bemol mayor con que se había abierto. En la «Serenata» aplaudimos la solvencia como solistas de Javier Goicoechea (violín), Emilio Navidad (viola), Jaime Robles (contrabajo) y, sobre todo, del concertino Víctor Martín, cuyo papel en la obra es bastante más destacado. En el «Concierto» de fagot fue solista formidable -seguridad, bello sonido, expresividad justa- Enrique Abargues.
LA RAZON:
“Norma” en Sevilla
UNA NORMA DRAMÁTICA
“Norma” de Bellini. M. Guleghina, V. Urmana, R. Margison, G. Prestia, M.Rey-Joly, J.Ruiz. Orquesta Sinfónica de Sevilla, Coro de la Maestranza. Director de escena: R. Giacchieri. Director musical: M. Arena. Teatro de La Maestranza, Sevilla. 7 de abril.
Querida entre las más queridas, no es fácil para quien se conoce de memoria la partitura acudir a una nueva cita con “Norma” y mucho menos emitir un juicio crítico positivo para quien escuchó cantarla a Sutherland y Horne o presenció el inolvidable debut en ella de Montserrat Caballé. Por eso posiblemente el mejor resumen que pueda efectuarse de la “Norma” sevillana es que permite disfrutar y bien vale el viaje.
Bellini no precisa de grandes inventos escénicos. El escenógrafo Canzoneri, el figurinista Leone y el director de escena Giacchieri muestran “Norma” en unos dominios romanos medio galácticos de vistoso vestuario y decorados escultóricos de mayor o menor acierto según los cuadros, que reducen el escenario hasta presentar una “Norma” casi intimista. Pero esta obra es así salvo en su apertura y cierre y, ante todo, deja que la música tenga el protagonismo que merece. De Mauricio Arena no puede esperarse más que una lectura clásica, sin sobresaltos pero tampoco genialidades. Con los cortes habituales y con la acostumbrada transposición de partes de la ópera. Estos mucho más lógicos por cuanto se ofrece una versión que vocalmente podría calificarse de a la antigua usanza.
María Guleghina posee una voz importante en su caudal, de timbre atractivo y tesitura de spinto. Voces como la de ella, que tanto recuerda a Elena Suliotis en este papel, tienden por arriba a destemplarse y, a veces, a calar y hasta desafinar. Tres términos parecidos, que no iguales. La soprano rusa tiene un registro agudo limitado para este repertorio y ni podía ni se lució en “Casta diva”, aunque peor fue su paso de puntillas por la cabaletta “Ah bello a me ritorna”, porque su debilidad real es la coloratura. No es una belcantista y por ello compuso en el resto una interpretación más plausible, cuando se entregó mas a la vertiente dramática, al estilo de las Milanov o Cigna, resolviendo con solvencia el peligrosísimo trío y el más cantable dúo final con Pollione. Violeta Urmana es una gran mezzo, de mejor línea que color tímbrico, y magnifica Adalgisa. Por sus características pronto la veremos abandonar sus habituales personajes wagnerianos para cantar papeles de soprano “falcon”. El tenor Richard Margison resulta todo un descubrimiento como Pollione. Bella voz, potencia, agudos -aunque Bellini escribió inicialmente esta parte pensando en un tenor baritonal, de registro agudo corto, e introdujo sólo un par de “does” para cuando cantasen el papel tenores con ellos- y enfoque un poco a lo Jon Vickers, siendo este recuerdo más presente en los pianos. Al Oroveso de Giacomo Prestia, correcto globalmente, le falta sin embargo peso para acabar de sugerir al padre de Norma, feroz y luego abatido, y la voz pierde color en determinados registros Bien los comprimarios, muy digno el coro y mejorable la orquesta. Wagner escribió que habría dado toda su carrera por componer un final como el de “Norma”. Al escucharlo bien interpretado, un pobre mortal no puede más que emocionarse y afirmar “¡qué gran ópera!”. Con razón Ravel, y cuantos otros se propusieron cambiar su orquestación, desistieron del intento. “Norma” es tal como Bellini nos la dejó.
La próxima temporada de la Maestranza se abrirá con otro Bellini, “Puritanos”, y proseguirá con “Traviata”, “Caballero de la rosa” y “Cuentos de Hoffmann”. En los repartos muchos artistas españoles: Carlos Álvarez, José Sampere, Miguel Ángel Zapater, Ainoha Arteta, María Bayo, Aquiles Machado, Plácido Domingo, etc. G.A.
EL MUNDO: La contundente belleza del mejor cantoJusto Romero
NORMA, de Vincenzo Bellini. Tragedia lírica en dos actos, sobre libreto de Felice Romani. Reparto: Maria Guleghina (Norma), Richard Margison (Pollione), Violeta Urmana (Adalgisa), Giacomo Prestia (Oroveso), María Rey-Joly (Clotilde), Josep Ruiz (Flavio). Director de escena: Renzo Giacchieri. Escenografía: Michele Canzoneri. Vestuario: Rossella Leone. Iluminación: Mario de Vico. Coro de la A. A. del Teatro Maestranza (Director: Vicente la Ferla). Orquesta Sinfónica de Sevilla. Dirección musical: Maurizio Arena. Lugar: Teatro Maestranza, Sevilla. Entrada: 1774 personas (lleno). Fecha: Viernes, 7 de abril de 2000.Calificación: ****
El prodigio del canto y su contundente belleza se impusieron sobre cualquier circunstancia. Escenografía, movimiento escénico, iluminación, vestuario, orquesta y demás circunstancias que envuelven toda representación operística pasaron el viernes a un plano absolutamente accesorio durante el estreno de la producción de Norma con la que el Teatro de la Maestranza culmina su bien hilvanada temporada lírica. Un reparto vocal de altísimo copete deparó una representación que quedará en los anales del teatro hispalense como una de sus más memorables noches operísticas.
Estrella aclamada de la lírica contemporánea, Maria Guleghina deslumbró, fascinó y encandiló a todos con una sobresalientísima recreación de Norma. Su poderosa y nada remilgada asunción de la atormentada sacerdotisa druida supuso un continuo derroche de convicción dramática y de sabiduría vocal y musical. La Guleghina fue Norma de los pies a la cabeza. Cuando se canta así, con los medios, entrega y saber hacer que derrochó la diva ucraniana, todo lo demás se torna absolutamente accesorio. La Guleghina y su debutante Norma fueron la emoción, la gran emoción, del canto en su más hermoso y sublime cometido. Siempre habrá quien diga -y no sin razón- que los agudos no fueron todo lo limpios y ágiles que cabría esperar; o que su encarnación no tuvo la rotundez vocal y expresiva de la Callas… Minucias y peros de melómanos tiquismiquis incapacitados de evadirse de clichés para disfrutar de una realidad que, en esta ocasión, se presentó verdaderamente formidable.
La Guleghina defendió con calma línea de canto, serena belleza y fuertes acentos dramáticos su celebérrima aria “Casta diva” (bien alejada de la etérea línea belcantista de una Caballé o una Sutherland), y arrebató en sus fabulosas intervenciones junto a la referencial Adalgisa de la paradigmática mezzosoprano Violeta Urmana, la otra gran estrella de la noche. Sus dúos y escenas conjuntas (particularmente las octava y novena del Acto I, así como la tercera del Acto II) parecieron obrar el prodigio de retrotraer la moderna y bien atendida escena del Teatro de la Maestranza a las más gloriosas épocas del canto.
No se quedó rezagado en tan impactante prodigio canoro el tenor canadiense Richard Margison, una voz que aúna robustez y belleza tímbrica con una línea de canto tan inteligente como bien cuidada. Construyó un Pollione sin fisuras y de muy inusual equilibrio vocal. Alguna tirantez en los siempre problemáticos agudos -particularmente en su endiablada cavatina inicial, “Meco all’altar di Venere”- fue el leve -y, muy gustosamente- precio pagado a cambio del disfrute de un estupendo tenor con ribetes baritonales capaz de nutrir un Pollione de enorme calado vocal y artístico.La guinda a tan inmejorable reparto vocal la puso el bajo florentino Giacomo Prestia, un consistente Oroveso capaz de hablar de tú a tú a las tres codiciadas estrellas que tenía como coprotagonistas. El veterano tenor barcelonés Josep Ruiz (Flavio) y la soprano madrileña María Rey-Joly (Clotilde) cumplieron con solvencia en sus puntuales intervenciones.
La puesta escena no fue ni moderna, ni antigua; sino todo lo contrario. Frente a algunos cuadros de indudable belleza plástica (el final del primer acto, con la visión del Etna al fondo; el primero del Acto II) hubo otros que -más que romanos- se antojaban más viejos que Matusalén. Los sugerentes vidrios que parecían llenar de fascinación la propuesta escénica se mostraron baratija de rastrillo. Los dos caballitos del Acto II semejaban anunciar los inminentes tiovivos de la Feria , mientras que la ficticia pira del sacrificio final aparentó ser un agigantado adorno navideño.
Cuidadas las intervenciones del cada día más empastado coro de la Asociación de Amigos del Teatro de la Maestranza. Bajo la experta, conocedora y no muy arrebatadora batuta del maestro Maurizio Arena, la poco elocuente y aún menos vigorosa Sinfónica de Sevilla distó mucho de ser la orquesta dotada de esa “coloración y densidad especial” de la que escribe Arturo Reverter en su extenso y exhaustivo estudio normaniano incluido en el muy bien editado libro-programa de mano. Al final, por encima de todo, quedó la sublime emoción del mejor canto en una de sus mejores noches posibles.
ABC: Retorno triunfal de «Norma» a Sevilla. Ramón María SERRERA
Autor: Vicenzo Bellini. Intérpretes: María Guleghina, Violeta Urmana, Richard Margison, Giacomo Prestia, María Rey-Joly y Josep Ruiz. Interpretación musical: Real Orquesta Sinfónica de Sevilla, Coro del Maestranza Director: Vicente La Ferla. Escenografía: Michelle Canzoneri. Figuración: Rosella Leone. Dirección escénica: Renzo Giacchieri. Dirección musical: Maurizio Arena. Teatro de la Maestranza. Fecha: 7 de abril de 2000.
María Guleghina fue aclamada con fervor por el público sevillano. Raúl Doblado Sólo treinta meses después del estreno absoluto en Milán se representó «Norma» por primera vez en nuestra ciudad en 1834. Fue el título belliniano preferido por el público sevillano del siglo XIX, que la vio representar en cerca de cien ocasiones. Ignoro cuándo se escenificó por última vez. Pero, ¡vaya retorno triunfal el que ha tenido a esta tierra la atormentada sacerdotisa druida…! La expectación de este montaje Catania-Sevilla-Salzburgo sólo se vio superado por la emoción y el entusiasmo que manifestó el público al final de la representación, con una de las ovaciones más prolongadas que recuerda este comentarista. Era una apuesta difícil, sobre todo en el plano vocal. Pero a veces se consigue reunir en la mano los cuatro ases. La Norma de la Guleghina es de libro. Recuerda a la innombrable y a la Soliotis, las dos más grandes Normas de la posguerra a mi juicio. Ella sola llena la escena. Lo percibimos desde que hizo su entrada. Canta con la voz, con el corazón y yo diría que hasta con las entrañas. Dramática y vocalmente es un volcán en erupción, como el Etna que le sirve de tumba. Su voz es torrencial, su presencia hechizante. Su registro es amplísimo, muy firme en el grave, hermosísimo en el centro e inseguro y calante en el sobreagudo. El público, que la aclamó con fervor desde su inicial e hipnótica «Casta diva», enloqueció con la ucraniana. Y más aún se caldeó el ambiente cuando irrumpió en escena Adalgisa encarnada con la lituana Violeta Urmana, una mezzo de prodigiosos recursos, de hermosísima línea de canto y que -¡oh sorpresa!- se desenvolvía en la zona aguda con la seguridad de una soprano lírica. Y eso justo era lo que concibió Bellini. Fueron las dos supremas triunfadoras de la noche. Comenzó inseguro y rígido vocalmente Richard Margison como Pollione en su difícil papel, entre heroico y lírico. Triunfante en todos los grandes escenarios líricos. Tiene recursos sobrados, aunque no es fino su frasero belcantista. Pero su voz se templó, se fue creciendo y terminó ofreciendo lo mejor de su arte en un antológico segundo acto, con memorable trío final en el dramático desenlace de la ópera. Y venció y convenció igualmente el joven bajo florentino Giacomo Prestia, con la gravedad vocal requerida para dar vida a Oroveso, pero también con la dúctil expresividad de un auténtico bajo cantante. Póquer, pues, de ases. Si a lo dicho sumamos el correctísimo Flavio de nuestro Josep Ruiz y la bellísima vocalidad y presencia escénica de María Rey, ya puede adivinar el lector una de las claves del éxito. Ofició de nuevo desde el foso Maurizio Arena. En el catanés todo es música y vocalidad en estado puro. Arena mandó, templó, concertó y ayudó con muchísimo oficio arrancando de nuestra Sinfónica todo ese embriagador e inagotable caudal melódico que encierra «Norma». Renzo Giacchieri y Michelle Canzoneri, regista y escenógrafo, eran conscientes de que Bellini es mucho Bellini y optaron por no desambientar del todo la acción de la antigua Galia. Cinceló Giacchieri antológicamente a las dos supremas protagonistas y convirtió al pueblo druída en testigo pretendidamente estático (como el coro en la tragedia griega) del desarrollo de la acción. Lo dicho. Retorno triunfal de «Norma» en inolvidable noche de ópera.
EL PAIS :ÓPERA El canto en primer plano Norma, de Bellini
Con M. Guleghina, V. Urmana, R. Margison y G. Prestia, M. Rey-Joly y J. Ruiz. Director musical: Mauricio Arena. Director de escena: Renzo Giacchieri. Orquesta Sinfónica de Sevilla. Banda de música Maestro Tejera, coro de la A. A. del Teatro Maestranza. Teatro de la Maestranza. Sevilla, 7 de abril.
J. Á. VELA DEL CAMPO Los ecos de la tragedia clásica reverberan en Norma a través de la primacía del canto. Desde Eurípides y Virgilio, hasta Corneille, Chateaubriand y Soumet, en uno de cuyos dramas se inspira el libreto de Felice Romani al que da alas la música de Bellini, confluyen en Norma los temas imperecederos de la literatura y el teatro, impulsados por la cercanía de la voz cantada. Es Norma una apoteosis de la melodía y una prolongación del espíritu del recitar cantando monteverdiano desde la hermosura belcantista. En Sevilla se escuchó por primera vez en 1834, tres años después del estreno en Milán, pero no se representaba desde hacía más de un siglo. En el terreno de las prioridades, Norma es una ópera de voces. Se programa poco, tal vez porque no se encuentran, tal vez porque el fantasma de María Callas sigue flotando en la memoria. El Maestranza de Sevilla finalizó su temporada al mejor estilo bilbaíno, convocando a María Guleghina y a Violeta Urmana para dar vida a Norma y Adalgisa, con el apoyo del tenor canadiense en alza Richard Margison y el sólido bajo Giacomo Prestia. Con ellos las reminiscencias de la tragedia volvieron a sacudir por la vía sensible. No fue la sevillana una de esas representaciones que uno puede definir como perfectas, pero dejó traslucir continuamente vibración, intensidad y hasta magnetismo. Lo adecuado, lo imprescindible, para que la música de Bellini dejase al descubierto sus cotas infinitas de belleza directa. Maria Guleghina es una Norma de cáracter. Tiene empuje, lleva el drama en las venas y lo va transmitiendo con fuerza. Su casta diva -ay, la memoria- no estuvo entre lo más destacado de su actuación, pero sí brilló con nitidez en la construcción dramática del personaje y en la capacidad de hacer evolucionar a través del canto un desarrollo teatral. Fue la suya una Norma sufriente, inconformista, sacudida por la fuerza del destino y alimentada por la dignidad humana. A su lado, Violeta Urmana hizo una Adalgisa excelente, redonda en la línea vocal, con una coherencia poética que no dejaba paso al desfallecimiento. El dúo Norma-Adalgisa de finales del primer acto invitó a la reivindicación de Norma como ópera feminista. Feminista pero no caricaturesca, pues las voces masculinas estaban, en cualquier caso, en su sitio: el tenor Richard Margison, con bella línea y una actuación in crescendo; el bajo Giacomo Prestia, con nobleza interpretativa e impecable fraseo. El veterano Mauricio Arena se limitó a acentuar, a concertar con las voces. Más que suficiente para mantener la tensión del drama. La Sinfónica de Sevilla mostró ductilidad y se integró perfectamente en la propuesta musical. La puesta en escena, estrenada el 31 de diciembre de 1999 en el teatro Bellini de Catania, lugar donde nació el músico, no estorba en absoluto al desarrollo de la historia y tiene algunos momentos evocadores. Domina la concepción visual en un intento de contemplar a Bellini más desde el XXI que desde el XIX, y a ello no es ajena la presencia de los artistas plásticos Michele Canzoneri como escenógrafo y Rossella Leone como figurinista. La dirección de actores deja hacer a los cantantes y no interfiere en la esencia del drama. Abunda en tics tradicionales y, sin embargo, los integra en un desarrollo escénico abstracto, reflexivo y, en cierta medida, visionario.
Ibermúsica
LA RAZON: ENTREGA SIN HILAR
Obras de Bartok y de Mahler. Orquesta Sinfónica de Londres. Director: Riccardo Chailly. Auditorio Nacional de Madrid. 28 de marzo.
Tocaba esta vez una de las grandes orquestas europeas, la Sinfónica de Londres, y el título de una de las obras de Shakespeare encaja muy bien con el resultado artístico del concierto de Ibermúsica: “Much about nothing”, lo que en español viene a ser “Mucho ruido y pocas nueces”.
Conformaba la primera parte la “Música para cuerdas, percusión y celesta” de Bartok, obra madura que enlaza en el dominio instrumental de su peculiar orquestación con el “Concierto para orquesta” y que permite el lucimiento de una agrupación casi tanto como aquella. Las secciones de cuerda y percusión de la Sinfónica de Londres efectivamente se lucieron, desde las transparencias en piano de la fuga a cargo de la cuerda del primer tiempo a los ritmos vivos y casi obsesivos de ese último en el que reaparece transformada aquella fuga, pasando por los pizzicatos del segundo. Chailly, que dispuso la plantilla con una simetría que recordaba a la de la propia obra, planteó bien el concepto y llevó a la orquesta por donde quiso, así por ejemplo en la construcción del “stretto” gracias al que se consigue el climax en la parte central del primer tiempo mencionado y su desvanecimiento posterior.
Otra cosa fue la segunda parte, una sinfonía “Titán” que bien podía haberse titulado en la versión de Chailly como “Música para fanfarria, arpa y cuerdas”. Así de descompensada sonó la primera de Mahler. La orquesta tocó con auténtico entusiasmo y entrega. Hasta el arpa sonaba en primer plano, tal era la fortaleza que imprimía su responsable. Pero cuando el contrabajo se equivoca en una nota al inicio de su intervención del tercer tiempo y descoloca a los demás, cuando las maderas se descuadran en más de una ocasión, cuando los metales no dejan oír la cuerda, etc es porque no existe el adecuado control y eso es culpa del director. En general, pero especialmente en el primer movimiento, faltó el diseño estructural del juego de tensiones y la sinfonía quedó un tanto desdibujada, deshilachada. Sobraron los decibelios pero faltó contenido emocional. Claro que las grandes sonoridades también arrastran y ejemplo de ello fue la gran ovación que recogieron todos los participantes y de la que este crítico humildemente discrepa. Pudo haber sido para tanto, pero no lo fue. Hubo, eso sí, tres minutos mágicos que valieron por toda la sinfonía: en el segundo tema del tercer tiempo. Por un momento pareció que había en la sala un coro cantando ese lied. Fue mágico. Gonzalo ALONSO
ABC: Bartók y Mahler, calidad y fuerza abrumadoras José Luis GARCÍA DEL BUSTO
La London Symphony es una de las orquestas más «abiertas» del mundo, siempre lista para dar un estándar de alto nivel, pero con el cual se puede caminar desde la rutina hasta lo sublime, en función de con quién, cómo y cuánto se haya trabajado el concierto. Póngase el lector en el mejor de los casos, y añada aún ese último toque de magia que, en los conciertos, unas veces se da y otras no. Así, el martes asistimos a uno de los conciertos sinfónicos más grandes y hermosos que recuerdo haber vivido en el Auditorio. DOS ORQUESTAS Las honduras de la «Música para cuerdas, percusión y celesta» fueron expuestas con tal grado de perfección, con tan exquisito cuidado por las sonoridades, que la belleza contenida en los pentagramas bartókianos se situó al mismo nivel que el desgarro expresivo de unos pasajes o la brillantez rítmica de otros, caracteres éstos que afloran más fácilmente. Escindida la orquesta claramente en dos, con los teclados y la percusión como ejes de simetría, fue un regalo para los oídos y para el entendimiento seguir la interpretación de Chailly y sus músicos de esta obra maestra absoluta. Muy intensos fueron los aplausos y admirativos los comentarios, pero la apoteosis estaba por llegar. APOTEOSIS La versión que el maestro Riccardo Chailly -consolidado como uno de los primerísimos directores de su generación- y la Sinfónica de Londres hicieron de la «Primera Sinfonía» de Mahler la recordaremos siempre entre las mejores, si no la mejor, que hayamos escuchado. No cabe imaginar mayor nivel en la ejecución, mayor redondez en los ataques y en los cortes, mayor fluidez en la articulación frasística… No cabe imaginar un sonido orquestal más poderoso y redondo, de tan gran volumen y, a la vez, tan empastado. A la incisividad y potencia de los metales (magnificada en ocasiones por la puesta en pie de los intérpretes) correspondió la cuerda con un nivel sonoro bien perceptible, en modo alguno tapado por el estruendo, lo que es inimaginable sin una premisa cumplida: la perfectísima afinación. Acorde con la excepcionalidad del concierto, la reacción del público de Ibermúsica fue -rara avis- clamorosa, vociferante. En fin, tarde gloriosa que nos deja con las baterías recargadas.
EL MUNDO : RICCARDO CHAILLY. El esplendor sonoro .CARLOS GOMEZ AMAT
Orquesta Sinfónica de Londres./ Director: Riccardo Chailly./ Obras de Bartok y Mahler./ Lugar: Auditorio Nacional./ Fecha: 28 marzo. (****) MADRID.-
Ibermúsica se ha apuntado uno de los grandes éxitos de su temporada, con la Sinfónica de Londres, bajo la batuta de Chailly. Al milanés Riccardo Chailly, que ahora está en la madurez de los 47 años, lo hemos visto progresar en técnica, capacidad analítica de las partituras, pasión musical y hasta sentimientos. Las primeras veces que lo vimos dirigir, aun sabiendo que procede de una prestigiosa familia artística, teníamos la sospecha de que se trataba de un producto de la publicidad de las compañías discográficas, como algunos otros que circulan por ahí. Pero no. Chailly es un director de altas virtudes que, ante una magnífica orquesta, como es la sinfónica de Londres, logra, de verdad, el esplendor sonoro. Supone Chailly que la misma idea de la comunicación sinfónica peligra por el concepto tradicional -obertura, concierto con solista, sinfonía- del acto musical público. Yo creo, más bien, que el secreto está en la renovación del repertorio y en la cuidadosa programación. El concierto sinfónico no corre ningún peligro, siempre que no se escuche lo mismo una y otra vez, cosa que suele suceder. Hay otros vicios, como el estreno o la obra contemporánea en el lugar telonero -para que los reaccionarios se lo puedan perder- que se deben desterrar. Chailly ha dado un ejemplo de buena programación con este concierto. En primer lugar, un clásico del siglo XX, como la Música para cuerda, percusión y celesta de Bartok, y en segundo, una obra de aceptación segura, como la Primera de Mahler. Los mayorcitos recordamos los tiempos en que se protestaba a Bartok en el Palacio de la Música. Los filarmónicos han ido a mejor -como Chailly- y hoy aprecian con entusiasmo la maravilla bartokiana. Es uno de los frutos de nuestro siglo que debemos al mecenas Paul Sacher, inductor de músicas, desde Stravinsky a Cristóbal Halffter. Bartok, en un asombroso tímbrico, va desde la más absoluta desolación hasta la recreación folclórica. La versión fue impecable, como en Mahler, con su mágica mezcla de lirismo, ráfaga popular, sarcasmo y elegancia vienesa. Esta es una música-espectáculo. Chailly comunicó todos sus valores, con gesto enérgico y convincente. Las orquestas inglesas no son para especialidades. Se distinguen por su flexible versatilidad y su profesionalidad inmaculada. Chailly hizo saludar no sólo a los instrumentos solistas, sino a los grupos, con las ovaciones correspondientes. Recuerdo, como ejemplo, la que se dedicó a las increíbles trompas.
EL PAIS: RICCARDO CHAILLY. Con el alma en vilo. Ibermúsica. London Symphony Orchestra. Director: Riccardo Chailly. Béla Bartók: Música para cuerdas, percusión y celesta. Gustav Mahler: Sinfonía numero 1 en re mayor, Titán. Auditorio Nacional, Madrid, 28 de marzo. J. Á. VELA DEL CAMPO
Decía ayer Riccardo Chailly a este periódico que “así como a Beethoven o a Brahms se les puede interpretar, Mahler escribe tan nítido y transparente que lo único que se puede hacer es tratar de meterse dentro de su escritura. Leerlo con los oídos, no con los ojos”. Pues bien, la nitidez, la transparencia, dominaron de principio a fin la extraordinaria versión de Chailly y la Sinfónica de Londres de la Primera de Mahler. Fue una reivindicación de la partitura por encima de lo que se entiende por lectura, es decir, una aportación en que el toque personal del director está por encima de lo escrito. Esto no significa que Chailly se moviese bajo el signo de lo meticulosamente correcto sin más. Todo lo contrario. Su dirección fue electrizante desde la claridad, brillante en el empleo de las dinámicas, estilizada en el tratamiento tímbrico, primorosa en la interrelación de planos sonoros, dominadora de la estructura global y precisa en el detalle poético. Los universos e inquietudes mahlerianas se contemplaban con serenidad, en convivencia, sin pisarse unos a otros, con una diferenciación milimétrica de sus particularidades. Había tristeza en el desarrollo de una melodía cuando así lo requería el clima emotivo, había un delicado virtuosismo en determinados pasajes y, sobre todo, fluía la novela-río de la sinfonía Titán con una sobrecogedora tensión, con un matizado equilibrio de fuerzas líricas y dramáticas. La Sinfónica de Londres estuvo impecable por secciones, en los cometidos solistas y en la labor de conjunto. La complicidad natural que existe entre Chailly y la orquesta londinense se había podido apreciar ya con la misteriosa y compleja Música para cuerdas, percusión y celesta, de Bartók. Otra recreación desde la transparencia, desde la contención, desde el estilo al servicio de la idea. La enigmática atmósfera se había creado curiosamente desde la desnudez, desde la ausencia de retórica. El éxito, especialmente en Mahler, fue clamoroso. Un aficionado decía que una reacción tan cálida sólo la provoca en Madrid Daniel Barenboim. Es posible. Lo cierto es que Chailly mantuvo a los espectadores con el alma en vilo.
EL PAIS: MISCHA MAISKY.Sin vértigo ante Bach
Bach: SUITES para violonchelo solo números 1,4 y 5. VIII Liceo de Cámara. Fundación Caja Madrid. Auditorio Nacional, 22 de marzo. Juan Ángel Vela del Campo
Evidentemente, Mischa Maisky no siente vértigo ante el abismo de la música de Bach. En una locura de amor o en un peregrinaje evangelizador, se ha lanzado, con las suites para violonchelo como equipaje, a recorrer medio mundo —España, incluida— para mostrar las excelencias de uno de los monumentos indiscútibles de la música de todos los tiempos. “Si la música es mi religión, las seis suites para violonchelo solo de Bach son entonces la Biblia”, ha dicho. Ayer interpretó en Madrid las números 1, 4 y 5 en el extraordinario ciclo Liceo de Cámara.Es Maisky un intérprete de extraordinaria personalidad. Sus versiones son heterodoxas, tensas de sonidos, fuertemente expresivas. No dejan indiferente (tampoco pasa inadvertida su indumentaria. Ayer se cambió de ropa a cada suite, pero eso es otra historia). No plantea Maishky las suites desde la intimidad, sino más bien desde una convicción profunda.
En la número 5 alcanzó el máximo de sus potencialidades. Su concepto ceremonial, trascendente, casi un oficio de tinieblas, se afirmaba ante el silencio, como si, en expresión de Pascal Quignard, “escapase de la música inescapable”. No hay medias tintas con Maisky.. O se entra en su universo de trazos envolventes o se queda uno fuera con la ilusión de otro Bach más sosegado, quizá más interiorizado. El de Maisky es rotundo, poderoso, arrollador, intenso, virtuoso, muy personal. Un Bach para la sociedad de consumo y el capitalismo agresor. Contundente, atrevido, incluso un punto agresivo.
LA RAZÓN: EL CHIRINGUITO
J. S. Bach: Suites núm. 1, 4 y 5 para violonchelo 8olo”. Auditorio Nacional de Música, Madrid.
Mischa Maisky, el gran violonchelista letón, pasó por el Auditorio Nacional de Música como un huracán, llevándoselo todo por delante. Destrozó las suites de Bach en sol mayor, en mi bemol y en do menor y volverá el próximo día 1 de abril a por las otras tres. Hay que reconocerle a Maisky la capacidad de darle la vuelta a estas excepcionales partituras. No está al alcance de cualquiera el dominar las dificultades técnicas y expresivas de las «suites pasa violonchelo solo» hasta el punto de olvidarse de ellas y crear, a partir de sus notas, algo diferente y exclusivo. Dieciocho números tienen las tres saltes que oímos el miércoles y no conté en ellos más que una nota, una, no ya desafinada, sino ligerísimamente descentrada. La mano izquierda del letón viaja a la velocidad del rayo y aterriza siempre con precisión sobrehumana.
Mientas tanto, con la derecha consigue un sonido de una calidad y un volumen que desbordan toda medida y descripción. En los fortísimos vibraban las butacas de la sala, de veras.
A los artistas simplemente buenos se les puede permitir la exhibición, pero a los intérpretes excepcionales, a los de la talla de Maisky, hay que pedirles la humildad del sabio, porque ellos sí que pueden realizar el milagro de volverse transparentes y dejamos ver al trasluz las ideas del compositor. A Maisky no le da la gana, no está por esa labor y, en cambio, se empeña en demostramos una y otra vez, innecesariamente, que es un gran violonchelista. Me dan ganas de gritarle ¡ya lo sé, pero yo venia a oír a Bach!
La suite en sol empezó con un «preludio» de contrastes: unas veces pasaba supersónico ante nosotros, otras se desperezaba a cámara lenta. Maisky continuó retorciendo ritmos en la «alemana» y la «Comente» y dinamitó la «sarabanda» al recrearse en un sonido literalmente atronador y en un «legato» pasado de rosca. Con la «giga», sin embargo, llegó un poco de orden danzante y, con él, algún respeto para la corchea. En la suite en mi bemol Maisky entró en trance. Se le trompicó la memoria en la «alemana» y se le disparé la «giga» hasta quedar fuera de todo control. Por fin, en la suite en do menor, Maisky logró echar definitivamente a Bach de la sala para, una vez libre del viejo, montar con las notas de la «sarabanda» no sé qué chiringuito de terciopelo. Álvaro GUIBERT
La Razón: Lott, Montague y Navarro triunfan en el Real
Lott, Montague y Navarro triunfan en el Real La ópera «El Caballero de la rosa» de Richard Strauss se presenta con gran éxito en Madrid «El caballero de la rosa» Autor: Richard Strauss. Libreto: Hugo von Hoffmansthal. Director musical: García Navarro. Director de escena: Jonathan Miller. Intérpretes: Felicity Lott, Günther Missenhardt, Diana Montague, Hakan Hagegard, Isabel Rey, Paloma Pérez Íñigo, Itxaro Mentxaka, Riccardo Casinell. 23, 26 28 y 31 de marzo, 2 y 4 de abril, 20:00 h. Teatro Real. Madrid.
Álvaro GUIBERT.-
«El Caballero de la Rosa» El maestro García Navarro se desquitó anoche de lo sufrido en anteriores noches de estreno en el Real. Fue el más ovacionado al final de la representación de «El caballero de la rosa» y fue recibido por el público con inusitado cariño cada una de las tres veces que subió al podio de dirigir. Fueron aplausos muy merecidos, y eso que la noche empezó mal para García Navarro. El preludio le salió precipitado. No es que lo abordara a una velocidad demasiado rápida, sino que la butata pedía una velocidad no del todo asumida por los músicos. En esos breves minutos iniciales se produjo la sensación de que los músicos perseguían trabajasomente a las corcheas. Pero la cosa se solventó pronto y, durante las siguientes cuatro horas, la Orquesta Sinfónica de Madrid hizo una interpretación muy notable de una partitura minuciosa y genial en la que se oye todo. La Sinfónica estuvo especialmente bien en los pasajes más difíciles, o sea, en los más camerísticos. En algunos momentos, como en el final del primer acto, se rozó la perfección. La puesta en escena de Jonathan Miller proporcionó una ambientación hermosa y un movimiento escénico discreto y eficaz. Miller traslada un par de siglos la acción de «El caballero de la rosa»: del original dieciochesco pasa a principios del XX, que es la época de la composición y del estreno. El baile de siglos está ya implícito en la partitura, que juega al anacronismo y retrata con valses del XIX la Viena del XVIII. Este vaivén de siglos consigue limpiar de contextos morales a los personajes, que se nos presentan intemporales y destilados. Así brilla más la Mariscala, un fantástico personaje, un acierto teatral y musical de esos que justifican una carrera entera (o dos, libretista y compositor). El Strauss de la Mariscala es el mismo que inventó las personalidades musicales de Elektra y de Salomé. ¿Es nuestra Mariscala más superficial que estas dos? No. La buena comedia explora el alma humana con al menos igual hondura que la tragedia. «El caballero de la rosa» es una ópera con forma de aspa. Se cruza una línea descendente (del orgasmo inicial a la separación final) con otra ascendente (la del agigantamiento moral de la Mariscala). Felicity Lott está señorial en su tarea de dar vida a esta extraordinaria y modernísima mujer, capaz de decirle a su enamorado que «ama su amor por otra». La Lott clava el papel al responder con voz elegante y delicada tanto a las tosquedades del Barón Ochs, cabestro hasta en el nombre, como a la pujanza de su joven amante Octavio. Fantásticos estuvieron también en estos dos papeles el bajo Günther Missenhardt, de voz limpia y agilísima, y la mezzo Diana Montague, otra gran triunfadora de la noche. Su Octavio es ardiente e impetuso, como debe ser. Además, su composición del personaje aporta aplomo escénico y credibilidad. La valenciana Isabel Rey fue asentando su versión de Sophie según avanzaba la ópera. Al final, participó con brillantez en el sublime trío de sopranos. Todos los demás participantes en el montaje, como los personajes secundarios y el Coro de la Comunidad de Madrid, en su breve papel, contribuyeron eficazmente a lo que terminó siendo una gran noche de ópera en el Real.
Últimos comentarios