Levine: cuestiones aparte
Cuestiones aparte
Suena el preludio de Parsifal. Lento, místicamente lento. Dirige Levine en los altavoces de casa. Homenaje doméstico. Emoción. Bayreuth 1985. Cantan Peter Hofmann, Waltraud Meier, Matti Salminen y otras vacas sagradas del canto wagneriano. James Levine oficiaba Wagner tan soberbiamente como el mejor. A la antigua, con tiempos y fraseos calmos. En Parsifal, ya fuese en su amado Bayreuth como en su no menos amado Metropolitan -¡triste final!- o en cualquier otro sitio, esencializaba sus enormes talentos y sensibilidad. Como en el Ring, en Nueva York, en la famosa y realista producción de Otto Schenk, como en Bayreuth, donde entre 1994 y 1998 tuvo que capear con el fallido montaje escénico de Alfred Kirchner. Impresionaba observar cómo en apenas unos instantes la bronca monumental con que el público de la Colina Sagrada recibía a Kirchner se tornaba en ovación apasionada cuando salía a saludar el ahora fallecido director estadounidense.
Más allá de cualquier consideración de índole personal, James Levine ha sido y quedará como uno de los grandes directores de la segunda mitad del siglo XX. También uno de los más completos y fecundos. Su repertorio era inmenso. En ópera y sinfónico. Lo atestigua su inmenso legado discográfico. De Wagner a Donizetti, de Strauss a Verdi, de Mascagni y Puccini a Rihm, Corigliano o Cage. Beethoven, Berg, Bizet, Mozart, Schumann y casi cualquier otro. Grabó quizá más que nadie. Desde el fallido ciclo de las sinfonías de Mozart o Schumann, a toda la obra lírica de Wagner. Verismo y Wagner. Verdi y Puccini. Clasicismo y vanguardia. Fue un músico de los pies a la cabeza, abierto a cualquier pentagrama de calidad, más allá de estilos y modas. Y tuvo, además, olfato, criterio y oído finísimo para los cantantes. De ahí los extraordinarios repartos de su largo y prolífico periodo en el Metropolitan. Pudo, además, disfrutar de la colaboración de algunos de los últimos cantantes legendarios del siglo XX, desde la Nilsson a Astrid Varnay, Talvela, Cotrubas, Domingo, Bumbry, Corelli, Pavarotti, Scotto, Kraus, Freni, Troyanos, Van Dam, Raimondi…
Quien suscribe tuvo el privilegio de verle dirigir en múltiples ocasiones. En el Metropolitan, en Bayreuth -27 ocasiones-, Lucerna, Madrid, Londres, Berlín, Sevilla… Inolvidables sus actuaciones en la Expo 92, con aquellos Ballo in maschera, en la célebre producción de Piero Faggioni, con un reparto hoy ya de ensueño, encabezado por Plácido Domingo, Aprille Millo, Joan Pons, Florence Quivar, y el 3 de junio de aquel irrepetible 1992, con un rusísimo programa sinfónico que incluyó el preludio de la Jovanchina de Músorgski, los Cuadros de Músorgski-Ravel y, como colofón, La consagración de Stravinski.
Allí, en la capital andaluza, aquel mismo mes de junio, este cronista pudo comprobar sus artes para animar y ganarse patrocinadores y mecenas para su amado Metropolitan. Fue un espectáculo humillante desde la vieja Europa, pero que marca la tónica de estos nuevos tiempos en los que el poderoso caballero que es Don Dinero impone más que la pose del más distinguido de los maestros. Ocurrió durante una cena de gala con los mecenas y “amigos” del MET, celebrada en el lujoso hotel Alfonso XIII entre función y función del Ballo. La edad media de los comensales –quizá más del centenar- rondaría los ochenta años. En los collares y sortijas de ellas, había más perlas y brillantes que en el cofre del Holandés errante. En las muñecas de ellos, más oro en forma de reloj que el que jamás pudo soñar Alberich.
Todos y –sobre todo- todas ansiaban ver a “Jimmy, Jimmy”. “¿No vendrá Jimmy?”, preguntaba una arrugada y bien enjoyada compañera de mesa del abrumado periodista. A los postres, cuando la decepción y resignación se habían asentado en los mitómanos comensales, apareció él. Gran ovación. Casi como si estuviéramos en la platea del Metropolitan. “Jimmy, Jimmy, bravo”. Y Jimmy, sonriente, ponía cara de niño bueno y respondía entrañable a tanta expectación. Luego, fue pacientemente de mesa en mesa, besuqueando una a una y casi uno a uno a cada comensal, departiendo casi personalmente con cada uno de ellos brevemente. Dos palabras, quizá tres, que valían oro, quizá el de los relojes de las muñecas. Y es que James Levine fue, además de un fabuloso director de orquesta, un excepcional relaciones públicas. Y hoy, en estos tiempos de hamburguesas y todo a cien, sin este don es difícil triunfar en el mundo. También en el de la música. Acaba ahora el primer acto de Parsifal. Silencio, como en Bayreuth hasta hace no tanto. James Levine, cuestiones aparte, es ya eterno. “Was stehst du noch da?”, canta Gurnemanz. Cae muy lentamente el telón. Descansa en paz, Jimmy.
Justo Romero
Desde el Cielo (porque Antón no puede estar en otro sitio que en el Cielo, ya de la mano de su adorada Aurea), el maestro García-Abril, seguirá preguntando, como tantas veces lo hizo cuando nos veíamos: ¿qué he hecho de malo al Orfeón Donostiarra para que no haya vuelto a interpretar mi obra “Lurkantak”?. ¡Nunca supe darle una respuesta y prefería bajar -en silencio- la cabeza!