Crítica: Réquiem de Mozart. Noche de Walpurgis a la donostiarra
RÉQUIEM (W. A. MOZART)
Noche de Walpurgis a la donostiarra
Fecha: 1-V-2021. Lugar: Auditorio Kursaal, San Sebastián. Programa: Misa de Requiem, en Re menor, de Wolfgang Amadeus Mozart y Franz Xaver Süssmayr (versión escenificada). Voces solistas: Ainhoa Garmendia (soprano), Lucía Gómez (mezzosoprano), Aitor Garitano (tenor) y Cesar San Martín (barítono). Coro y orquesta: Opus Lírica. Dirección escénica: Pablo Ramos y Carlos Crooke. Director musical: Iker Sánchez-Silva. Producción: Opus Lirica, S.L.U.
El pasado día 28 de abril se publicó en el periódico de mayor difusión guipuzcoana un reportaje (totalmente laudatorio) por quien se autodenomina especialista en el terreno cultural, bajo el título “Opus Lírica estrena ˂<un Réquiem de Mozart rompedor y contemporáneo>>”. Pues bien, acertó en parte, pues la puesta en escena de esta gran obra religiosa fue mucho más que rompedora; resultó destrozadora. El desacierto, por contrario y visto lo visto, fue absoluto en cuanto al calificativo de “contemporáneo”, salvo a que como contemporáneo se entienda un apreciable desmadre escénico sin explicación alguna y con simbología totalmente alejada al texto escrito en latín por el franciscano italiano Tomás de Celano (hacia 1250). Además la responsable de Opus Lirica, S.L.U. aludía a que en la escena habría una referencia simbólica al texto de ‘Los Cuatro Jinetes de la Apocalipsis’, escrito por el apóstol San Juan en la isla de Patmos. De eso nada. Aparecieron en escena las cuatro voces solistas, en ciertos momentos, encorsetadas en unos arneses que les daban metro -largo- de altura, cantando sus partes vocales, simbolizando unos espectros fantasmales, que en nada tienen que ver con los caballos color negro (el hambre), rojo (la guerra), bayo (la muerte), y blanco (Dios). En tales instantes de venía el recuerdo de uno de los viejos aquelarres que se hacían en las cuevas de Zugarramurdi, cuando se invocaba al Maligno en forma de macho cabrío o cabrón; o una ‘Noche de Walpurgis’ -entre el 30 de abril y el 1 de mayo- al estilo de las que aún se celebran (desde la baja Edad Media) en Centroeuropa, también conocida como Noche de las Brujas; o a la famosa escena de la danza en el salón de la película ‘El baile de los vampiros’ de Roman Polansky (1967) o el film ‘El ataque de los zombis’ de Jay Lee (2008).
¡Pobre Mozart!, casi delirando con la muerte a los pies de su cama, con altísima fiebre, escribiendo su Requiem y dando las instrucciones a su alumno preferido Süssmayr para que completara el Kyrie o la Sequentia, o para que terminara el Ofertorio, siendo la autoría total de su discípulo el Sanctus, Benedictus, Agnus Dei y el postero Lux Aeterna. Ninguno de los dos pudo pensar que 230 años después el imaginario humano iba a prostituir de tal forma, una de las obras más bellas y hermosas de la historia de la música.
En el terreno interpretativo, tanto el coro como los músicos del foso constituían una amalgama canora e instrumental provenientes de diferentes agrupaciones, lo que se evidenció una falta de color y brillo sonoro, tanto arriba como abajo. Además los movimientos impuestos al coro, todos sus componentes cantando con máscara, con los rostros pintados en blanco y con las órbitas de los ojos en negro y un vestuario tipo sayal marrón claro/grisáceo, como sucio o ajado o raído, no dieron, en ningún momento, la sensación de su paso por la Laguna Estigia, como pretendían los creadores de la escenografía.
A Garmendia el papel le viene grande. Mozart/Süssmayr escribieron para una contralto y no para una mezzosoprano lírico-ligera. Garitano no sacó jugo a su intervención en sus cuatro concertantes. Los autores de la obra escribieron para la cuerda de Fa en tesitura de bajo y no de barítono como es San Martín. Por cierto, no hubo órgano, como está marcado en el orgánico orquestal.
Sobre un paralepípedo permanentemente centrado en escena, de unos 20 centímetros de alto, por dos de ancho y seis de largo (todo +/-), se movieron dos bailarines y dos bailarinas, dando golpes con sus pies sobre dicho alzado y con una expresión gestual de encontrarse en pleno ataque de epilepsia. Ante semejante panorama la batuta de Sánchez-Silva, llevando unos tiempos lentos en exceso, para dar encaje a cuanto ocurría arriba, hizo lo que pudo. Siempre el reino de la oscuridad iluminativa, más unos globitos que portaban miembros del coro sin que se sepa la razón de cuándo se encendían y por qué se apagaban. Si con eso alguien ha pensado que se puede crear afición, cuando escuche este Requiem (en YouTube hay hermosas versiones) interpretado como se debe, es posible que recuerde lo que vio en el Kursaal y piense -también es probable- que le tomaron el pelo pagando 51 eurípides. Manuel Cabrera.
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