Crítica: Alexandre Kantorow en la Fundación Scherzo. Abran paso
ALEXANDRE KANTOROW (F. SCHERZO)
Abran paso
Obras de Bach/Liszt, Schumann, Liszt y Scriabin. Alexandre Kantorow (piano). XXVII Ciclo Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo. Auditorio Nacional, 21 de marzo
El paso del virtuosismo pirotécnico a la interpretación real de una música o a la búsqueda de la trascendencia de discurso que se intuye bajo la superficie es, sin lugar a dudas, un proceso complejo. Tanto que la mayor parte de quienes arrancan virtuosos acaban por no dar el salto a cuenta de los esfuerzos que plantea mantener la técnica sin apartar la mirada del precipicio emocional de algunas piezas. Hace seis años se anunciaba a Alexandre Kantorow en el Ciclo de Jóvenes Intérpretes de la Fundación Scherzo como “el menos conocido” de un cuarteto conformado por gente como Floristán o Fedorova. Este año entra en el ciclo grande de la Fundación y ha dado fe de que tenía bien ganado el acceso.
El programa estaba lejos de ser acomodaticio, alternando piezas de mayor o menor despliegue técnico pero con un grado de intensidad y vocación por el abismo llamativos. Arrancaba con la transcripción —o recomposición, más bien— de Liszt de la cantata Weinen, Klagen, Sorgen, Zagen de Bach. Desde la primera y ensimismada nota ya se percibió el peso en cada pulsación, la moderación en el uso del pedal, la libertad rítmica y el acento en las estructuras internas con las que Liszt difumina el contrapunto bachiano. También se puso de manifiesto muy pronto uno de los aspectos que mejor identifican el estilo personal de Kantorow: la atención al contracanto de las notas graves del piano, como bien vio en el “Aria” de la Sonata nº 1 en Fa sostenido menor de R. Schumann. Es algo que va mucho más allá del mero contraste, y que aporta otra densidad también en repertorios muy asentados, como Brahms o Bartók. La muñeca se tensó pero sin lastrar la articulación para abordar los dos últimos movimientos de la sonata, que lucieron algo más confusos dentro de su clara apuesta por lo enérgico.
La segunda parte retomó el incendio donde lo había dejado, continuando con esa línea oscura general que emanaba de todo el programa con el Soneto de Petrarca, Abschied y La lúgubre góndola nº 2, donde lo virtuoso pasó a segundo plano, casi interpretado como algo superfluo, para centrarse en un sonido sobrio, hermético, que encajaba con esas piezas disfuncionales de Liszt. Frenética versión de Vers la flamme de Scriabin, con unos acordes iniciales turbios que pararon el tiempo, para concluir con otro nuevo Liszt —la Sonata Dante— que sirvió como compendio de todo lo expuesto: gran volumen, lucidez en la planificación de atmósferas y un juego de octavas perfecto. Los arreglos de las piezas de Gluck y Stravinsky que hicieron de bises no dijeron nada nuevo, ni hacía falta. Una maravilla. Mario Muñoz Carrasco
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