Critica: Christof Loy y Welser-Möst aburren con Puccini en Salzburgo
Christof Loy y Welser-Möst aburren con Puccini en Salzburgo
Il TRITTICO. Tres óperas cada una en un acto. Gianni Schicchi (Libreto de Giovacchino);
Il Tabarro (Libreto de Giuseppe Adami); Suor Angelica (Libreto de Giovacchino Forzano). Música de Giacomo Puccini. Reparto: Asmik Grigorian (Lauretta, Giorgietta, Suor Angelica), Misha Kiria (Gianni Schicchi), Enkelejda Shkosa (Zita), Alexéi Neklyudov (Rinuccio), Roman Burdenko (Michele), Joshua Guerrero (Luigi), Andrea Giovannini (Il Tinca), Scott Wilde (Il Talpa), Karita Mattila (La Zia Principessa), Hanna Schwarz (La Badessa), Enkelejda Shkosa (La Suora Zelatrice), etcétera. Dirección de escena: Christof Loy. Escenografía: Étienne Pluss. Vestuario: Barbara Drosihn. Iluminación: Fabrice Kebour. Dramaturgia:Yvonne Gebauer. Konzertvereinigung Wiener Staatsopernchor. Orquesta Filarmónica de Viena. Dirección musical: Franz Welser-Most. Lugar: Salzburgo, Grosses Festspielhaus. Entrada: 2.179 espectadores (lleno). Fecha: 29 julio 2022.
Como el “tres en uno”, Giacomo Puccini sintetiza tres óperas escuetas, rotundamente disímiles aunque unidas en la temática común del amor y la muerte, en su magistral Il Trittico. Las acciones ocurren en épocas y entornos igualmente variados, desde la Florencia de finales del siglo XIII, donde transcurre Gianni Schicchi, a un indeterminado convento del XVII (Suor Angelica), o la contemporaneidad de Puccini de Il Tabarro, ambientada en el París de 1910. Esta multiplicidad de ambientes, historias, cantantes y escenografías y conceptos dramatúrgicos convierten Il Trittico, en su conjunto plural y a tres bandas, en uno de los retos musicales y escenográficos más complejos y peligrosos del repertorio italiano. Al final de la función, en el Grosses Festspielhaus de Salzburgo, cuando todos los cantantes salieron conjuntamente a saludar, con la esplendorosa Filarmónica de Viena en el foso, aquello más parecía la Sinfonía de los Mil de Mahler que el final de una tripartita función.
El éxito del estreno de esta producción de Il Trittico presentada el viernes en el Festival de Salzburgo de la mano escénica de Christof Loy y musical de Franz Welser-Möst ha constituido un inapelable éxito de público. Casi tantos bravos como cantantes había en el escenario. Aplausos y vítores duraron casi tanto como una pila Duracell. Entusiasmo generalizado. No del crítico, que echo de menos tantas y tantas cosas. Pero sobre todo, el misterio indescifrable de la l’italianità. Faltó chispa, drama, fantasía, efusión, viveza, ligereza, aliento lírico (no en algunos cantantes) y tantas otros detalles que escapan al adjetivo y van más incrustados en la piel y quizá en el alma. Eso que los viejos maestros y repertoristas italianos de toda la vida sienten con la naturalidad con que el pez vive en el agua.
En los tiempos escénicos que corren, de tanto dislate y gratuita provocación, en los que cualquier mindundi se creé Visconti, Felsenstein, Wieland Wagner o Giancarlo del Monaco, parece que basta que una producción “no moleste” para que ya merezca el respeto del público. El nuevo trabajo de Christof Loy no molesta. Está bien, sí, pero bien poquito e insuficiente es para un director de escena de su talla y un marco como el Festival de Salzburgo. Escénicamente, Loy se basa en una línea estética aséptica y casi única, diseñada sobre un decorado de Étienne Pluss tan gris y plúmbea como la pobre y aburrida iluminación, en plan tanatorio, que en Gianni Schicchi, sienta bien al gélido dormitorio funerario del difunto Buoso Donati, pero que cuando, apenas variada, vuelve a ser marco de las otros dos óperas, tan hermanas pero tan distintas, se convierte en algo fuera de lugar y sentido.
El acabado movimiento escénico -¿alguien puede cuestionar el sentido teatral de Christof Loy?-, y la cuidada caracterización de cada personaje no acaban de rescatar la acción de su desarrollo tedioso. Por supuesto hay momentos que rozan lo sublime, como el final de Suor Angelica, o tan divertidos como el cachondeíto fino en el velatorio de Donati, con el muerto danzando casi en brazos de unos y otro, pero el conjunto es definitivamente monótono y gris.
Musicalmente hubo una única y grandiosa triunfadora: Asmik Grigorian, que salió gloriosamente airosa del reto de interpretar las tres protagonistas femeninas. La soprano lituana de origen armenio fascinó, conmovió y deslumbró con su canto perfecto, poderoso y delicado, que sirvió tanto a una Lauretta divertida y cálida (su “O mio babbino caro” de Gianni Schicchi rompió el silenció del público, que le regaló el único aplauso fuera de los finales), como a una descarada, desenvuelta y maravillosamente cantada Giorgetta a la que se la ve venir desde el primer instante en que aparece en escena, casi ya antes de cantar.
Pero el personaje que la Grigorian -hija del fallecido tenor Gegham Grigorian- elevó la emoción aún más allá de todo fue Suor Angelica, con una escena conclusiva absolutamente inmensa vocal y escénicamente. Cuando en los aplausos finales de la función saludó en solitario rodeada de los tropecientos mil cantantes del triple reparto, el público que abarrotó las 2.179 localidades del Grosses Festspielhaus clamó en una de esas ovaciones exclusivas de cuando en el escenario ha ocurrido algo verdaderamente grande.
Ella,Asmik Grigorian, fue lo único y verdaderamente grande de la noche de estreno. Hubo buenos y hasta muy buenos cantantes, como el barítono Misha Kiria (dignísimo Gianni Schicchi), o, también Gianni Schicchi, la potente y convincente Zita de la mezzosoprano Enkelejda Shkosa. Roman Burdenko, por su parte, cumplió con profesionalidad, buen hacer y una discreción que chirría con la fuerza tosca de un personaje como Michele, protagonista de Il Tabarro y casi primo hermano de Canio, Turiddu y otros tantos maltratadores del mundo de la ópera.
Punto y aparte merece la participación en el reparto de Suor Angelica de dos grandes damas de la ópera de la segunda mitad del siglo XX. La ya legendaria mezzo Hanna Schwarz dio vida a sus 78 años a una Abadesa (Suor Angelica) plena de carácter, convicción y maneras. Grandiosa siempre la gran Fricka de 1976, de Chéreau de Boulez. Por su parte, la soprano finlandesa Karita Mattila (1960) fue una “Tía Princesa” de armas tomar. Cabreada y maravillosamente caracterizada, marcó uno los puntos artísticos y estéticos más altos de la -en Salzburgo- muy lluviosa tarde.
La Filarmónica de Viena sonó tan maravillosamente como casi siempre. Welser-Möst, director de primera, gobernó con detalle, pulso y autoridad sus dúctiles y perfectos mimbres, pero su mundo estético y vital resulta casi tan alejado de la órbita pucciniana como Juanito Valderrama del Lied straussiano. ¡Qué lejos su tediosa y casi burocrática dirección del viernes del nervio y fuerza expresionista que el año pasado, en este mismo Festival de Salzburgo, desplegó en su impactante versión de Elektra! Zapatero, a tus zapatos. Justo Romero
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