Cuento de Violetta y el barón
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… Lo de Gérard Mortier es otro asunto. Que este hombre es el mejor director de escena del mundo de la Ópera es algo que sólo discute en serio Calixto Bieito; éste piensa, claro, que el mejor es él, aunque en realidad él iba para Beni Montresor pero se tuvo que quedar nada más que en Bieito. La pregunta es: ¿qué conjunción de planetas se ha producido para que Mortier acceda a venirse al camarote de los hermanos Marx, digo, perdón, al Teatro Real?
Bien, yo creo que la respuesta está en la propia Ópera. Esto es como La Travista pero cambiando un poco el argumento. Mortier estaba enamoradísimo de la Ópera de Nueva York, o sea Alfredo Germont. Les iba bien, pero el padre del muchacho, o sea Giorgio Crisis Germont, se dio cuenta de que el romance le estaba saliendo a él por un pastón y decidió recortarle la asignación al chico en un 40%. Mortier dijo que por ahí no pasaba y, para hacerse valer y para dar celos (sobre todo esto último), decidió liarse con el primer señor de pueblo y con posibles que pasase por su puerta, o sea el barón Douphol, y ése fue el Teatro Real de Madrid.
No sabe el buen Muñiz lo que ha metido en casa. Mortier es un genio, eso no lo discute nadie, pero también un divo del tamaño de Maria Callas. Estoy convencido de que este hombre sueña todas las noches con repetir, en un ensayo, la célebre frase de Cecil B. De Mille: “Aquellos tres mil de la derecha, por favor, que se adelanten dos pasos”. Ha pedido Mortier manos libres para hacer y sobre todo parea deshacer (no le gusta la programación ya prevista y contratada para 2010: ya empezamos), dinero a manos llenas (pero el barón Douphol no reparará en gastos), mando absoluto para traer y llevar directores de orquesta y, o râge! O désespoir!, un látigo para meter en cintura a la orquesta, la Sinfónica de Madrid, que ya empezaba a sonar casi bien gracias a la extenuante labor del gran López Cobos.
Dicho en pocas palabras: “Me voy con usted, barón, si me garantiza todos los medios del mundo para hacer nada más que lo que me dé la gana”. Es fama que Mortier piensa que Puccini era un farsante sin imaginación ni capacidad musical. Bueno. No pasa nada. Mi cuñada Marta va diciendo por ahí que Mozart era un pelmazo, un tipo aburridísimo, y yo quiero mucho a Marta; tanto que de vez en cuando le aconsejo que no diga esas cosas en público, más que nada porque ella dirige un festival de música y, como alguna vez oiga eso quien no debe, a Martita le van a “sacar cantares” en el mundo musical, que es un nido de escolopendras.
Pues no me hace caso. Y a este señor belga, que dice lo mismo de Puccini, ya le han debido de preguntar que de qué color quiere que le pongan la alfombra el día en que llegue a la plaza de Isabel II.
No hace falta decir que los operómanos de la ciudad estamos muy contentos de tener entre nosotros al mejor director teatral del mundo. Pues sólo faltaba que nos quejásemos, ¿verdad, pérfido y gran Beckmesser? Pero Inci, aun a riesgo de ponerse un poco cenizo, quiere imitar al esclavo griego que sujetaba la corona de laurel de los generales romanos en triunfo, y que les decía: “Recuerda que eres humano”. Aquí, lo mismo. Buen Muñiz, buen Muñiz, no digas que no te aviso: de la grande Nueva York Gérard Mortier ha salido; llámanle Bellido Dolfos, hijo de Dolfos Bellido…
Todo el mundo sabe que, en La Traviata, Violetta Valéry está enamorada de Alfredo. No de Douphol. Douphol es el paganini. En esta adaptación castiza de la obra de Verdi, las cosas están muy claras: el día en que Alfredo vuelva a tener dinero, y es posible que eso no tarde mucho, la tornadiza e inteligentísima Violetta volverá a sus brazos. Que es lo que está deseando.
Así que disfrutemos del momento y de lo que pueda hacer aquí Mortier antes de que llegue el día inevitable en que se nos vuelva a poner a todos la bien conocida cara de idiotas que se pone siempre cuando a uno le dejan por otro más guapo y con más dinero.
Mientras tanto: puccinianos, síganme al desván. Y cojan ropa de abrigo.
INCITATUS
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