Crítica: conciertos inaugurales de Ibermúsica, con la Orquesta del Concertgebouw y Harding
Bendita normalidad
Obras de Brahms, Beethoven, Van Veldhuizen y Mahler. Leónidas Kavakos (violín). Real Orquesta del Concertgebouw de Ámsterdam. Dirección musical: Daniel Harding. Ibermúsica 22/23. Auditorio nacional. 1 y 2 de noviembre
Aunque es un término que ha perdido la mayor parte de su valor, fue emocionante volver a la “normalidad” con Ibermúsica, o, lo que viene siendo lo mismo, tener la oportunidad de escuchar en programa doble a la Royal Concertgebouw Orchestra. A sala prácticamente llena en ambas sesiones, la orquesta holandesa propuso alguna de sus especialidades (Mahler) y contó con un solista de lujo: Leónidas Kavakos. Empezó con el Concierto para violín en re mayor, op. 77 de Brahms, que siempre ha tenido un punto de inexplicable desde su propia gestación. No se trata del rechazo a interpretarlo por parte de algunos grandes violinistas de la época, sino más bien el hecho de que, analizado fríamente, ignora algunos de los lugares comunes de la literatura violinística. Pero el caso es que funciona y de qué manera.
Kavakos parece no esforzarse para sacar matices, volúmenes y colores de su Stradivarius. Toca con insultante facilidad —que no superficialidad— el primer tema del concierto y la magnífica cadencia conclusiva del movimiento inicial, sin confundir el forte con tocar solo fuerte ni el piano con lo blando. Durante el “Adagio” la complicidad entre Daniel Harding y el violinista griego aupó la interpretación a un nuevo nivel, disolviendo de manera brillante el sonido del solista con el del resto de sección. Tendiendo más a lo heróico en el carácter del tercer movimiento, la RCO participó en el juego de contrastes y continuos diálogos que propone Brahms, cerrando el concierto con brillantez. Como propina, una versión personal y bellamente diseccionada del “Largo” de la Sonata n.º 3 en Do mayor, BWV 1005.
Con todo, la magnificencia del concierto llegó en la segunda parte, con la Sexta Sinfonía de Beethoven. Para una orquesta con solistas de viento-madera como los de la formación holandesa esta obra es un escaparate prodigioso. Fantástica propuesta sonora por parte de la orquesta en el primer movimiento —con un cuidado tímbrico poco común— y en la fogosa tormenta, preparada por el director británico extremando las dinámicas tanto como su búsqueda de contrastes. Pero fue el segundo movimiento donde todo cobró sentido. La distribución orquestal, con los contrabajos centrados tras la orquesta en último término, se demostró perfecta para construir la evocación de la escena en el arroyo, emocionando por la profundidad de significado del sonido, su vocación descriptiva y por la capacidad de trasladar la belleza intangible al pentagrama.
La segunda sesión empezó con Mais les corps taché d’ombres, del joven compositor Rick van Veldhuizen, una de las obras retrasadas por la anormalidad pandémica. La pieza usa un arpa preparada y las secciones de cuerda para construir un discurso de superposición de sonoridades y una construcción armónica algo deudora del Ligeti de mediados de los cincuenta. Intensa y con buenos instantes finales en una partitura con una concepción muy poética del sonido.
Y llegó la Novena de Mahler. Ese monumento doloroso y bello que hiere como un Guernica o una esquina solitaria de Hopper. Tan frágil para sacarla adelante y tan abigarrada en su planteamiento de la emoción. Y, claro está, con el recuerdo todavía candente de aquellos minutos finales de Abbado con esta obra, en esta misma sala y en este mismo ciclo de Ibermúsica, hace ya tanto. Harding huyó de comparaciones. Atacó con potencia esos tres minutos iniciales donde asentó su gramática: un Mahler evocador pero no por los casi cien músicos en el escenario, sino por el uso no frenético de los metales, el prodigioso viento-madera y el control de la afinación de los sobreagudos violinísticos. Se detuvo en el tema de “Les adieux” de Beethoven, cantó el motivo de Das Lied von der Erde y cerró un primer movimiento con pura musculatura.
Durante el segundo movimiento, Harding tiró de elocuencia en el gesto para construir un “Ländler” robusto, impecable en lo técnico pero pecable en el vuelo poético, que pareció agotarse un tanto tras el largo inicio. No hubo asomo de sarcasmo en el tercero, para dejar toda la rabia contenida y el conflicto a un último movimiento ensimismado, repleto de momentos magníficos en cuanto a la tímbrica —como los únísonos entre contrafagotes y violonchelos— pero huyendo del sentimentalismo en la cita a los Kindertotenlieder.
El final fue, como casi siempre, abiertamente estropeado por las toses. Es muy difícil que no lo sea, cuando la orquesta está en pleno ersterbend (“agonizando”) con un sonido que pende de un hilo, jugándoselo todo a unos arcos largos, una presión mínima y unos silencios de peso gigantesco. El público respondió con entusiasmo a una gran Novena que ya iba haciendo falta, aunque la sensación general no fue de noche histórica sino más bien de vuelo hermoso. Nos basta así. Mario Muñoz Carrasco
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