Recomendación: Integral de sinfonías de Schumann por Barenboim y la Staatskapelle Berlin
Natural
SCHUMANN: las Cuatro sinfonías. Staatskapelle Berlin. Dir.: Daniel Barenboim. D.G. 2 CDs
Hace poco he leído en el diario El País un texto firmado por Barenboim en el que se refiere a su infancia y a cómo afrontó durante la misma el hecho de ser un niño prodigio, una terminología que él no usa en ningún momento. Prefiere pensar que su adaptación a ese hecho se produjo sin traumas y, sobre todo, de manera natural, un término que reitera a lo largo de su escrito. Pero a lo que no se refiere, ni siquiera en términos genéricos, es al hecho de que a algunos niños les suceda lo que a él, es decir, que, de forma natural, con cuatro años, se sienten al piano y hagan música. Convendría llamar a las cosas por su nombre, o al menos idear alguna palabra para definir un hecho tan poco, creo yo, natural.
Ciertamente, “prodigio” es un término cursi y antipático; mejor entonces, quizá, endosar la cuestión a la misteriosa naturaleza (con minúscula) de las cosas y pensar que es la Naturaleza (con mayúsculas) la culpable de que se produzcan tales fenómenos. En otras palabras: a Daniel Barenboim se le regaló un don sin que nadie le pidiera nada a cambio, y sus padres y él mismo pronto se mostraron agradecidos, mostrando una diáfana (¡y natural!) disposición para su explotación: conozco a pocos músicos que, a lo largo de su carrera, hayan demostrado una tal capacidad de trabajo y una casi patológica entrega a los misterios que encierra ese arte tan huidizo e indefinible llamado interpretación musical.
Tristemente, parece ahora que la misma Naturaleza le ha pasado factura y le ha negado la posibilidad de abordar el gran resumen musical de su vida, o sea, sus últimos años de creación madura, sumiéndolo en una enfermedad que de tan grave merma sus capacidades para seguir pensando en clave de músico. Si no llegara a reponerse, tampoco habría lugar al reproche o las malas palabras porque es un hecho que la propia vida ha dado tanta felicidad musical a este hombre –y por consiguiente a sus “escuchadores”- que cualquier queja sería injusta. Nuestro deseo, claro está, es que supere la enfermedad, pero si no lo consigue, lo que hemos de reivindicar es las miles de horas que hemos pasado escuchando sus interpretaciones, y dar gracias por ello. Seguro que esta idea a él también le produce felicidad. Y seguro que es consciente de que, aunque vengan mal dadas, solo va a tener motivos de agradecimiento por todo lo que ha podido crear a lo largo de una vida artística tan plena.
Viene esta larga introducción a cuento de que seguramente esta grabación del ciclo sinfónico de Schumann probablemente haya de ser considerada como una especie de canto de cisne, por otro lado algo lo suficientemente incierto dada la hiperactividad musical del personaje: no estoy seguro de que mañana o pasado mañana aparezcan más discos protagonizados por él, otros cantos de cisne más de última hora. A día de hoy, sin embargo, hemos de considerar que estas versiones, extraídas de sendos conciertos de septiembre y octubre de 2021, son un producto final de una de las más extensas carreras discográficas que podamos hallar entre los siglos XX y lo que va del XXI. ¿Qué dan de sí estos dos discos? Como era de esperar, bastante.
Naturalmente y sin –para mí- posible discusión, son cuatro creaciones como copas de pino. Pero se comprenderá fácilmente que zanjar el asunto con una afirmación tan rotunda tendría sentido si se tratara de un director con otro historial. No así en este caso, ya que la experiencia discográfica del protagonista obliga a tener que plantearse las cosas de otra manera. Es necesario preguntarse cuál es el mensaje emitido ahora; o cómo ha evolucionado este desde sus anteriores grabaciones del ciclo, allá por los años 1977 (Sinfónica de Chicago) y 2002 (ya con su Staatskapelle Berlin). Entre los registros de las dos primeras integrales hubo menos diferencias que entre aquellos y este de ahora, por lo que si el segundo aportó poco, este último debe encuadrarse como un punto y aparte. Quizá se pueda hablar ahora de un “brahmsismo” más domesticado, de un clasicismo más latente o vaya usted a saber de qué otra aproximación historiográfica. A mí, sin embargo, me parece que las cosas son más sencillas (o complicadas, según quien las contemple); creo que han funcionado de otra manera porque el autor de la interpretación funciona ahora de forma bien distinta. Consistente, yo creo, en “observar” la música no como resultado de un esfuerzo para verla nacer sino como transmisión de un placer sentido de forma (vaya otra vez la misma palabra) natural. Y sin esperar nada de ello.
Dos meses antes de celebrarse estos conciertos, en el Concierto de Año Nuevo, se pudo comprobar la ausencia de expresión física en Barenboim, y cómo economizaba esfuerzos a la hora de requerir “interpretación” a sus músicos. Pues bien, esta economía de medios se enseñoreaba ya de forma clara en estos conciertos con las sinfonías de Schumann. La regla: máxima expresión (no digo intensa, pero sí expuesta con una lógica contundente) con el mínimo esfuerzo. Pocos meses antes, en noviembre de 2021, ya habíamos comprobado esta manera de operar en Madrid, en sus últimos conciertos para Ibermúsica (Beethoven, Schubert, Schumann- Primera- y Brahms). Y en este sentido, creo que de las influencias en dirección orquestal recibidas a lo largo de su vida, la que más se manifiesta ahora es la de Sergiu Celibidache: escúchese atentamente el movimiento lento de la Segunda. Claro está, el Schumann resultante puede herir ciertas sensibilidades o parecer parco a otras, quizá por, a veces, demasiada delectación u, otras, ausencia de drama: caso de la Cuarta, por ejemplo, en la que no se nota su otra gran influencia, la de Wilhelm Furtwängler, cuya histórica interpretación es un volcán en erupción. La Renana, en cambio, es menos balsa de aceite de lo común, lo cual no deja de sorprender para un temperamento tan ahora atemperado como el que despliega Barenboim. La Primera, por su parte, es una creación redonda, producto de una mirada calmada y madura; una sucesión de momentos musicales plagados de una suave calma interna.
En fin, a mí me parece que la gran virtud de esta integral, con independencia de despliegue musical que expone, es esa sensación de paz y disfrute interno que Barenboim ha exhibido y exhibe en sus más recientes momentos de creación. Tiene toda la lógica del mundo. Parece un hombre feliz, a pesar de sus limitaciones físicas. Y agradecido a la vida. Pedro González Mira
(Definitivo)
Es difícil luchar contra las emociones de los demás y, además, ¿por qué habría que hacerlo? Si algunas personas consideran que esta tercera integral de Barenboim es lo mejor de la discografía, quien escribe esta nota también ha experimentado sensaciones similares en otros momentos, aunque no siempre compartidas. Seguramente, los defensores acérrimos de esta nueva integral, para justificar tal afirmación, habrán imaginado por un momento las versiones de Szell/Cleveland con esta tecnología sonora. Para quien esto escribe, la integral de Szell sigue siendo la primera opción si tuviera que elegir una sola.
Esta tercera integral de Barenboim (2022) de las sinfonías de Schumann, la segunda con la Staatskapelle, establece un equilibrio particular entre clasicismo y romanticismo, inclinándose más hacia este último y decantándose por las influencias de la estructura y la profundidad emocional de Brahms, así como el dramatismo y la narrativa musical de Wagner. Aunque este enfoque es similar al de su integral de 2003, busca ahora ahondar más en la parte interna de la música, sacrificando cierta efusividad que caracteriza estas vitales obras, lo que afecta a su alegría y lirismo. Por ello, Barenboim no parece alcanzar las expectativas que muchos tenemos respecto a esta música, aunque su maestría interpretativa y la calidad de su orquesta son innegables.
Si tuviera que resumir la sensación que me deja esta interpretación, la describiría como modosa y, por momentos, carente de chispa.
En la primera sinfonía, particularmente en el primer movimiento, aunque el equilibrio, dentro de su concepto, parece perfecto, le falta algo de efusividad y alegría. Están ahí, pero echo en falta un pequeño giro más. El Larghetto está bien expuesto y tiene calidez, aunque me parece un tanto oscuro; preferiría más brillo y vitalidad en algunos momentos. El Scherzo y el último Allegro refrendan el equilibrio que Barenboim busca en toda la interpretación. Percibo que esta no es una versión de la Primera de Schumann a la que sienta que volveré. Kubelik, con la Filarmónica de Berlín (DG) o con la Radio de Baviera (CBS), dejó unas lecturas totalmente romantizadas, pero con muchas de las virtudes que aquí faltan.
El problema no es si estilísticamente se debe interpretar a Schumann dentro de conceptos más próximos al clasicismo que al romanticismo, o incluso, si alguien quiere ir más allá, buscando una vía nueva no explorada hasta el momento. La cuestión radica en hacerlo sin privarle de esa mezcla de emociones vitales, de esas ganas de vivir que nos transmite su música.
El primer movimiento de la Segunda resuelve bien esa mezcla entre lo onírico y lo efusivo, pero he escuchado interpretaciones más evocadoras, donde los clímax fluyen con mayor intensidad y sentido de inexorabilidad. Como era de esperar, el Adagio es encantador, y el Allegro molto vivace es intenso, claro y luminoso.
En cuanto a la Tercera, el primer movimiento presenta pocos aspectos criticables: es ágil y tiene encanto, con una alegría que fluye. Aun así, me quedo con el desenfreno, la resolución y la claridad de la interpretación de Szell y otros que, creo, la obra demanda. Ese misterio un tanto sombrío, con ciertas dosis de lirismo, está muy bien resuelto en el tercer movimiento. Sin embargo, el cuarto movimiento deja algunas dudas. Todo está bien ejecutado, pero no me termina de cautivar. La sensación es de cierta falta de análisis de la estructura, como si, por momentos, no lograra despegar.
Finalmente, el primer movimiento de la Cuarta Sinfonía me resulta demasiado tímido. Le falta impulso y grandiosidad. Muchos otros han domado mejor, y de manera más resuelta, la musicalidad de esta pieza tan rica y llena de contrastes, comenzando por Furtwängler (DG, 1952). El propio Barenboim, en su anterior versión con la Staatskapelle (Teldec, 2003), me parecía más acertado en este movimiento. El segundo movimiento, romance, está dicho de forma soporífera, alicaída; es para dormirse (escúchese una vez más a Kubelik, como, aun dentro de la lentitud, deja aflorar la vida interior que este movimiento también tiene). El Scherzo es correcto, pero parece comenzar una sinfonía nueva después de dejar caer todo el edificio en el movimiento anterior. El cuarto movimiento no está mal, pero yo lo concibo como un resumen que Schumann quiso hacernos de todo lo anterior, con distintas regulaciones dinámicas del sonido y expresividades diversas. Y es en esto último donde, para mí, Barenboim adolece de cierta falta de resolución y de firmeza.
En resumen, nos encontramos ante interpretaciones tradicionales, con diversas sutilezas, marca de la casa, que merecen un notable. Todo suena pulcro y en su lugar, pero, desde mi punto de vista, no aportan nada nuevo o, al menos, relevante a la discografía de estas obras. Por no hablar de cierto distanciamiento expresivo que no se soluciona solo con la belleza y la perfección del ajuste sonoro.
Las interpretaciones de Bernstein I, Szell, Sawallisch, y Kubelík I y II, así como algunas historicistas, no necesariamente las más conocidas (¿han escuchado a Robin Ticciati con la Scottish Chamber Orchestra en 2013 para el sello Linn? Agilidad, frescura, espontaneidad… ¡qué belleza!), están uno o incluso dos peldaños por encima. Dentro de las versiones modernas con orquesta grande, me quedo con Chailly/Leipzig (Decca), una integral que combina a la perfección la tradición con un enfoque más actual. No me olvido de Karajan: su amplio cuerpo sonoro, unido a un concepto excesivamente solemne, en mi opinión, no resulta idóneo para Schumann.