Crítica: Maria João Pires, Orquesta del Mozarteum de Salzburgo y Trevor Pinnock en La Filarmónica
Obras de Beethoven y Mozart. Maria João Pires (piano). Orquesta del Mozarteum de Salzburgo. Dirección musical: Trevor Pinnock. Temporada de La Filarmónica. Auditorio Nacional, 9 de febrero
Los híbridos llevan establecidos y triunfantes en el circuito de conciertos unos cuantos años. Esta idea de orquesta con instrumentos modernos e inquietudes históricamente informadas ha sido la manera lógica de reintegrar a todas las agrupaciones convencionales que quedaron fuera de marca cuando estalló con virulencia el historicismo interpretativo. Y el proceso adaptativo no ha sido tan traumático: ni nos echamos las manos a la cabeza cuando se escucha vibrato en el repertorio barroco ni hay encomiendas cuando una trompa natural hace acto de presencia. La Mozarteum Salzburgo es desde luego, histórica (más de 180 años la contemplan) y con buenos modales a la hora de acercarse a la Primera Escuela de Viena. De Trevor Pinnock, ¿hace falta decir algo? En realidad sus aportes, con el paso del tiempo, parecen más importantes en el Clasicismo que en el propio Barroco, donde hay más abundancia. La grabación de la integral sinfónica de Mozart y de las Sturm Und Drang de Haydn son superadas habitualmente en obras sueltas, pero como conjunto siguen siendo un legado.
Y Pinnock sigue igual. Atento, entusiasta sin pirotecnia, capaz de hilvanar el discurso galante con naturalidad sin necesidad de polarizar las dinámicas ni encrespar los ataques. Un director elegante, en suma. Arrancó el concierto con la Obertura Coriolano, donde marcó más tensión de la que acostumbra pero sin llegar a embarrarse con los conflictos que sitúa Beethoven en la partitura. La efusividad era evidente, aunque un punto más de contraste y oscuridad se hubiera agradecido para no desatender el plano trágico. Para la Sinfonía 41 de la segunda parte, algunas alegrías más. Sin ser una orquesta de referencia, la Mozarteum Salzburgo demostró dominio, matiz en las transiciones, atmósfera general y algunos buenos solistas en el viento madera. “Allegro” inicial lleno de retórica musical clásica con un triunfalismo moderado, “Andante” sereno y “Menuetto” repleto de ironía. La gigantesca fuga final tuvo emborronamientos puntuales, pero una concepción impecable de una de las mejores páginas mozartianas. El genio salzburgés parece tener aquí una máquina del tiempo por lo avanzado del concepto y por la sensación premonitoria de su música. Como colofón, un bello y generoso fragmento de Rosamunde (el tercer entreacto).
Y, claro, falta hablar de lo que pasó entre la obertura y la sinfonía. Y entre medias pasó Pires, con el Concierto para piano n.º 3 de Beethoven. A pesar de su reciente accidente, que subraya la sensación de fragilidad al salir al escenario, tuvimos una Pires en plenitud: musicalidad infinita, fraseos de sutileza inacabable y elegancia plena a la hora de construir las estructuras beethovenianas. Hay, claro está, afinidades electivas con su forma de tocar: el primer movimiento tuvo una lectura notable, pero en el Largo, dominio absoluto de Pires, el tiempo se detuvo. Durante el tercer movimiento se evidenciaron mejor las complicidades entre la pianista portuguesa y Pinnock, que han tocado mucho juntos y que saben remar hacia la misma orilla. Como propina, el “Largo” del Concierto n.º 5, BWV 1056 de Bach, toda una sorpresa.
Concierto, resumiendo, de los que se recuerdan, porque las dos personalidades artísticas sobre el escenario no fueron: siguen siendo. Mario Muñoz Carrasco
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