Crítica: Elim Chan dirige la Sinfónica de Amberes en ibermúsica
Técnica con sentido
Obras de Glinka, Chaikovski y Rachmaninov. Pablo Ferrández (violonchelo). Orquesta Sinfónica de Amberes. Dirección musical: Elim Chan. Ibermúsica 22/23. Auditorio Nacional, 21 de febrero
Las presentaciones de las orquestas siempre han de estar bien medidas. Es todo un arte elegir un repertorio que subraye las virtudes, vele las limitaciones y conecte con el público para crear una primera muesca en la memoria afectiva del oyente. La Orquesta Sinfónica de Amberes se presentó en Ibermúsica con un programa luminoso, de largo vuelo lírico y sentido del espectáculo. Empezó con la Obertura Ruslán y Ludmila, de Glinka, inicio lúcido de su segunda ópera con libreto nada menos que de Aleksandr Pushkin. El despliegue orquestal es el propio de cualquier cuento de hadas: hay colorido tímbrico, escalas vertiginosas y cotraste de atmósferas en la estructura interna tripartita de la pieza. Lectura colorista, expansiva de esta música que mezcla sabiamente el músculo con el virtusismo. Para la cuerda es un auténtico maratón, solventado con eficacia y con cambios de ritmo y cruces de arco bien previstos.
También era el debut de Pablo Ferrández en Ibermúsica, en este caso con las Variaciones sobre un tema rococó para violonchelo, op. 33 de Chaikovski, un lobo disfrazado de cordero, un concierto para chelo encubierto elegantemente en forma de variaciones que supone un repaso pormenorizado a la técnica más extrema del instrumento, con saltos de octava, digitaciones inverosímiles y excursiones a las zonas polares del rango dinámico. Ferrández supo profundizar en su pericia técnica (Variación II) sin restar peso al discurso expresivo para sacar a relucir su fantástico fraseo cuando era necesario (Variación VI). El violonchelista y la directora se entienden a las mil maravillas en una pieza que ya han interpretado juntos en más de una ocasión (magnífica versión, hace unos años, con la Rotterdam Philharmonic Orchestra). Bellísimo sonido del stradivarius ‘Archinto’, con una gama de armónicos naturales envidiable. Se pudo apreciar mejor en el bis, la “Sarabande” de la Suite n.º 1 de Bach, tocada con una delicadeza y lentitud extraordinarias, repleta de silencios expresivos y decisiones personales.
Para cuando empezó la Segunda Sinfonía de Rachmaninov, lo más importante del concierto se había hecho evidente: Elim Chan, la tercera debutante de la noche, es una directora de primera línea, con una técnica concisa, de gesto claro, sin un braceo de más ni un matiz de menos. No hay fantasía en la planificación de las intensidades, pero el paso de ppp a fff puede durar los compases que quiera. No hay miraditas arrobadas al cielo, pero la emoción aparece con exactitud en el compás esperado. Si se mostró festiva en Glinka y flexible en Chaikovski, aquí la lectura fue efusiva y directa. En muchas ocasiones se intenta difuminar el lirismo exacerbado de Rachmaninov, por otorgarle un sentido de la emoción menos obvio. Chan no es de esa postura: las melodías, exprimidas y amieladas; los contrastes, extremos y súbitos; una sinfonía, en resumen, completamente polarizada, que es lo que está dicho en la partitura. Para acabar con el brindis a lo popular, un poco de El Cascanueces, que redondeó una presentación tan brillante como calculada. Mario Muñoz Carrasco
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