Crítica: Il Trovatore en ABAO Bilbao
¡Que manía de no acatar la partitura!
Fecha: 20-V-2.023. Lugar: Palacio Euskalduna, Bilbao. Programa: ‘Il trovatore’, drama lírico, en cuatro actos, con música de Giuseppe Verdi. Intérpretes: Celso Albelo (tenor, Manrico), Juan Jesús Rodríguez (barítono, Conde de Luna), Anna Pirozzi (soprano, Leonora), Ekaterina Semenchuk (mezzosoprano, Azucena), Belén Elvira (mezzosoprano, Inés), Riccardo Fassi (bajo, Ferrando), Gerardo López (tenor, Ruiz). Coro: Ópera de Bilbao. Orquesta: Sinfónica de Bilbao. Dirección escénica: Lorenzo Mariani. Director musical: Francesco Ivan Ciampa. Producción: Teatro La Fenice di Venezia.
Si usted puede tener entre sus manos la partitura de una ópera verdiana, constatará la cantidad de anotaciones impresas que en la misma existen, referidas a modos de estar en escena, o respecto a los ambientes con sus correspondientes ubicaciones temporales, e indicaciones, precisas, que se indican a los cantantes. Pues bien, hoy en día para muchos de los llamados directores de escena y creadores de la idea – que siempre se autoestima como genial- que ha de imperar en la producción presentada ante los ojos del respetable, ubicada sobre el palcoscénico, se podrá fácilmente constatar que ello dista mucho -a veces todo- de lo que el compositor ¡ordenó! que se cumpliere.
Siendo, por se, enrevesada la trama lírica de Il Trovatore (ya edulcorada sobre el drama escénico homónimo creado por el literato español Antonio García Gutiérrez), en la concepción escénica del neoyorkino Mariani, ha de hacerse un verdadero esfuerzo para saber si cuanto ocurre sobre las tablas tiene apreciación de referencia directa con el Palacio de la Aljafería del antiguo Reino de Aragón, o en las estibaciones montañesas de Vizcaya para el aquelarre de Azucena, o en las inmediaciones al asalto de la villa de Castellar, o en una mazmorra del medieval palacio zaragozano. Vamos que de intimista nada de nada, y sí mucho de infantil y simplista con denso -por reiterativo- abuso permanente de un attrezzo de indudables esencias de una afamada firma sueca de mobiliario (mesas, taburetes y candelabros). Luego, en esa evidente ausencia de ubicaciones temporales. Tal carencia de ideas se intentó disimular con efectos lumínicos y proyecciones videográficas (técnicas escénicas ya superadas hace décadas), que parecían presagiar una terrible profunda depresión meteorológica o dana. Del vestuario podría decirse que es válido, por su intemporalidad y uniformidad en negro, para cualquier momento u ocasión escénica.
Hasta aquí, el lado oscuro. A partir de aquí, llega la luz. La primera luminaria está en la voz de la soprano Pirozzi (siendo sustituida -por alegada indisposición física- en el ensayo general abierto al público, por la sevillana Rocío Ignacio, con altas calificaciones según expertos presentes). La soprano acometió el complejo personaje de Leonora, con ciertas dificultades iniciales, dado el complejo registro grave con el que está construido el recitativo “Tacea la notte plácida …Di tale amor”, terminándolo con mayor seguridad merced a la sapiencia de la batuta del maestro Ciampa. El registro agudo de esta mujer es amplio, generoso y bien bruñido, aunque tan tensión en su emisión puede provocar el grito (como en esta ocasión ocurrió dos veces); en sus intervenciones durante el acto IV, como el aria “D’amor sull’ali rosee”, o en suplicante momento de “Mira, d’acerba lacrime”, y en su dúo concertante en brazos de Manrico “Ai nostro monti ritorneremo”, mostró sus poderosas dotes de emisión y elegancia en el fraseo, que siempre estuvo embridado por la cubrición del brioso canto del tenor lagunero.
En la actualidad nos es negociable el poner en duda la categoría del barítono Rodríguez (en sus inicios bajo/barítono), con una voz de muy alta cualificación, que para llega a la excelencia hacen falta (a modesta opinión de quien escribe) otros aditamentos, entre los que se encuentra, a modo primordial es lograr la correcta expresividad del texto que se canta. Esa expresividad ha de estar presente tanto en acompañar las facciones del rostro como los adecuados ademanes corporales a la intencionalidad requerida en las indicaciones del compositor, como a la adecuada introspección del personaje que se represente. Rodríguez, como conde de Luna, bien hubiera podido cubrir las lagunas citadas. Su canto (bello) y su cuerpo (casi rígido) estuvieron en la misma línea, tanto en el aria “Il balen del suo sorriso … Per me hora fatale”, de la escena segundo del acto II, como en el grito desesperado “E vivo ancor!” con el que finaliza la ópera. Este cantante onubense, que es sabio para solucionar los problemas que la lírica supone en la emisión de la voz, bien podría dejarse aconsejar por un experto en el terreno actoral. ¡Sería un gozo para todos!
De impacto la voz de la mezzosoprano rusa Semenchuk, aunque su estructura fonal es más apropiada para una soberbia Turandot que para una vengativa Azucena. En este papel se echó en falta la rotundidad que requiere el registro grave, estando bien asentada el central y enormemente bien bruñido en brillo el agudo. En la esperada “Sride la vampa” del acto II fue evidente la falta de cuajo seguro en los terrenos profundos que Verdi impone en tal momento para este personaje, pero tal inconveniente se vio compensado con la elegancia de su canto, en fraseo e intencionalidad, cuando se dirige a Manrico cantado “Dondotta ell’era in ceppi”, donde deja fluir, con profundo sentimiento muy evidenciado, todo el drama personal de esta gitana vascona.
El tinerfeño Albelo debutó para esta ocasión el romántico personaje de Manrico y … salió victorioso. Si estructura vocal ya questa plenamente asentada en la tesitura de tenor lírico. Como ejemplar alumno que fue de Carlos Bergonzi en su escuela ‘I due Foscari’ de Busseto, sabe perfectamente, como le enseñó el gran tenor, que en la partitura no solo están las notas impresas, sino que hay que mirar lo que se esconde debajo de ellas. Esta sapiencia hozo que nos presentara, desde un principio el rigor del trabajo realizado para acometer este nuevo empeño. Si voz siempre estuvo emitida con seguridad en el fraseo, tanto en sus intervenciones entre bastidores como en escena. Fue el perfecto cantante compañero concertador en los muchos momentos que se establecen en este drama lirico, escuchándose, siempre, por encima de las de sus compañeros de puntual viaje. Fue delicioso escucharle cantar en los insieme con la soprano. Al tenor en esta ópera siempre se le espera, para valorarlo (Bilbao es fan del agudo) en el acto III. Pues bien, pocas veces se puede escuchar la contenida emotividad, la pasión amorosa y la delicadeza con la que Albelo regaló el aria “Ah! Si, ben mio, coll’essere”. Eso es cantar y transmitir emoción, amén de atenerse, perfectamente, a cuando esta notado en la partitura; del mismo modo fue un perfeccionista en el canto que compuso el genio de Roncole para la cabaletta “Di quella pira l’orrendo foco”, emitiendo con total limpieza (lo que no es frecuente) la última sílaba del “al’armi”, descansando perfectamente la vocalidad en la ‘r’. Como fue que el respetable calentó las manos con intensidad y ganas, incluso se oyó pedir un bis.
Es justo significar que este tetracordio vocal en el Il Trovatore bilbaíno fue de muy altas campanillas, independientemente de que Fassi, como Ferrando, no cuajase en su trabajo y sin menoscabo del buen hacer del resto del elenco, la majorera Elvira y el malagueño López. El coro pudo obtener mejores resultados si sus ensamblajes escénicos no hubiesen tenido la dispersión que la dirección escénica impuso. La alta cualificación musical de esta representación estuvo en la disciplina que desde el foso impuso Francesco Ivan Ciampa, acreditado director musical como fidedigno cumplidor de las exigencias obrantes en la partitura, llevando todo controlado, dando a la orquesta su lugar y sus momentos con las adecuadas dinámicas (lo que otorgó una positiva valoración), así como la plenitud de potencias cual impoluto maestro concertador, no dejando nada al azar y siendo rigorista con los tiempos señalados a cada cantante, incomodándose -visiblemente- con la soprano en dos determinados momentos en que quiso volar por su cuenta; su trabajo fue de un reputado perfeccionismo, dando a la densidad del drama la suficiente ligereza que no se desperezaba en la escena. Manuel Cabrera
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