Crítica: Filarmónica de Viena, pura magia alhambrista
Filarmónica de Viena, pura magia alhambrista
73 FESTIVAL DE GRANADA. Orquesta Filarmónica de Viena. Lorenzo Viotti (director). Obras de Rimski-Kórsakov (Capricho español), Rajmáninov (La isla de los muertos) y Dvořák (Séptima sinfonía). Lugar: Granada, Palacio de Carlos V. Fecha: 23 junio 2024.
El Festival de Granada, que bajo la guía de Antonio Moral se ha convertido en un espacio escénico aún con más estrellas que la noche alhambrista, se ha quitado una espina con el debut en su programación de la Filarmónica de Viena, que ha recalado en el Palacio de Carlos V bajo la guía vehemente y apuesta del suizo Lorenzo Viotti (Lausana, 1990), un director de la nueva ola que en el gesto exhaustivo, control, sonrisas, figurín y memorión recuerda al granadino Miguel Ángel Gómez Martínez.
También, y en otro sentido, a otro ilustre maestro granadino, Pablo Heras Casado, sobre todo cuando se trata de potenciar y transmitir con arrebato los momentos de máximo ímpetu decibélico. La Filarmónica de Viena sonó -¿hace falta decirlo?- con esa “calidez, sedosidad y transparencia de las cuerdas, del terciopelo de las maderas, del timbre áureo de los metales” que loa Arturo Reverter con su inconfundible prosa.
Sonó así, sí, pero no siempre. Hubo, puntuales desajustes -sobre todo en los primeros violines- y alguna que otra entrada en falso. Pelillos a la mar, minucias en el global de una orquesta esplendorosa que en cualquier caso, suena a gloria, con esos detalles que marcan abismo entre lo sobresaliente y lo excepcional. Excepcional sin reservas fue la interpretación que Viotti y los “músicos danubianos” (Reverter de nuevo) brindaron del introspectivo y hasta lúgubre poema sinfónico La isla de los muertos, que compone Rajmáninov en 1909 fascinado por la visión en blanco y negro de una copia del cuadro homónimo de Arnold Böcklin.
Viotti, que adora y conoce al dedillo la obra, supo generar las atmósferas oscuras y tenebrosas de una partitura que es un largo e inquietante crescendo, que mesuró y graduó cuidadosamente, hasta recalar en el paroxismo que preludia el final. Fue una lectura de intenso empaque instrumental, gobernada con fervor, meticulosidad y conocimiento. Lo mejor de una noche de temperatura ideal. En la atmósfera y en los sonidos.
El temple que Viotti lució en Rajmáninov no existió en sus versiones incandescentes, excesivas y hasta precipitadas del brillante Capricho español de Rimski-Kórsakov y la lírica Séptima sinfonía de Dvořák, la “Patética” del compositor bohemio, al decir de Karl Schumann. Bien conocido del público español desde que ganara en 2013 el Concurso de Cadaqués, Lorenzo Viotti se desmelenó en una desvariada lectura del Capricho sobre temas españoles que tuvo más de capricho y postureo que de sabor folclórico. Se quedó en la “vestidura” y lejos de su “esencia”, como escribió Rimski-Kórsakov en Crónica de mi vida.
Con gesto nada elegante -incluso tosco en ocasiones-, el maestro suizo se empeñó en marcar todo al ritmo que escuchaba, como si fuera un espectador más. Fue la razón por la que frecuentemente el gesto se retrasara al tempo y pulso propio de la música, como si el maestro fuera al son de ella y no su inductor.
Dirección vehemente hasta el exceso, flexible, natural y sinuosa en los episodios más cantables, pero inflada de efectismo y estrépito huero en los pasajes más brillantes. De ahí que las variaciones que conforman el segundo movimiento sonaran, efectivamente, a gloria, pero que el “Canto gitano” y el “Fandango asturiano” conclusivo se precipitaran casi hasta rozar el desmadre. Soberbias intervenciones solistas, y cum laude al clarinete solista, al concertino, a la arpista y a la percusión en su conjunto.
En la segunda parte, cabía esperar el desempate entre Rimski y Rajmáninov. Pero se volvió a escuchar y ver al Viotti del capricho, con una versión en la que la efusión lírica de acentos bohemios que envuelve la sinfonía “Patética” de Dvořák se reveló superficial y epidérmica, ayuna de esos “aires bohemios” tan idealmente recreados por tantos grandes maestros al frente de la misma orquesta. Fue una versión sinfónicamente excepcional y deslumbrante, pero más de oficio que conmovedora.
El éxito fue tan grande como previsible. Los filarmónicos vieneses, siempre serios, casi con cara de pocos amigos, acaso hartos de sus negros y calurosos fracs (el del maestro era azul modernillo), aún regalaron en la cálida noche la consabida Danza húngara de Brahms. Y todos contentos en la gran jornada festivalera. En la madrugada, al volver al hotel, cuesta de Gomérez abajo, sonaba el agua y en la oscuridad brillaban las estrellas entre algunas nubes. En la memoria resonaba La isla de los muertos. Pura magia alhambrista.
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