Crítica: Yuja Wang y la Mahler Chamber Orchestra: luces y sombras
Yuja Wang y la Mahler Chamber Orchestra: luces y sombras
Teatro Real. Obras de Stravinski, Ravel y Tsfasman. Mahler Chamber Orquestra y Yuja Wang. Director: Yuja Wang. Concertino: J.M. Blumenschein. Solista: Yuja Wang (piano). Fecha: Jueves, 14 de noviembre de 2024.
Con algo más de la mitad del aforo vendido y una inhabitual concentración de rostros orientales desplazándose con dificultad por los pisos superiores del Teatro Real, tuvo lugar el jueves pasado el concierto ofrecido por la Mahler Chamber Orchestra (MCO) y la siempre espectacular Yuja Wang, aclamada en la última década como una estrella mediática a la altura de su compatriota Lang Lang.
Poco podría añadirse aquí a lo ya conocido sobre esta aclamada pianista. No tanto así sobre la MCO, fundada por el recordado Claudio Abbado en 1997, una Orquesta de Cámara que apuesta por la renovación permanente de programas e integrantes, y que se ha convertido en los últimos tiempos, con justicia, en un referente del mundo orquestal.
Cuenta con Danielle Gatti como consejero artístico, pero prescinde de director titular, dando amplio campo de acción a su concertino, el alemán de padres brasileños José María Blumenschen. Yuja Wang, anunciada como directora, circunscribió su presencia a las obras con piano, y aún así limitando su intervención a apuntalar el tempo en alguna entrada y a otros gestos pactados que no parecían implicar verdadera responsabilidad por su parte en la conducción orquestal.
Abrió el programa la MCO con el concierto Dumbarton Oaks, un ejemplo preclaro del neoclasicismo stravinskiano, que toma como referencia los conciertos brandemburgueses de Bach, y despliega un exuberante contrapunto modal en el que la precisión rítmica y el mimo en la ejecución de articulaciones es imperativo. Por lo demás, es bien sabido que Stravinski habría preferido no cobrar una obra antes que verse obligado a escribir alguna vez las palabras expresivo o rubato debajo de alguno de sus pentagramas. ¿Música para músicos? Cuestión de gustos, y allá cada uno con su canon personal.
En cualquier caso, Dumbarton Oaks es de lo más atractivo de la producción stravinskiana de la época. Y la MCO, a pesar de la en algunos momentos discutible jerarquía de planos sonoros elegida, o surgida de modo no previsto (esos instrumentos de viento en primer plano cuando se limitan a hacer acordes rítmicos, por ejemplo), bordó su interpretación, que sonó fresca y sugerente, destacando precisamente por su uniformidad de articulación y su precisión rítmica, además de por su afinación, que lució particularmente en esos acordes tan propios del ruso, cargados de tensión modal, que sonaron con la tersura y plenitud del terciopelo.
La misma tónica de excelencia prosiguió (tras los interminables minutos de trasiego de sillas y piano para acomodar la nueva plantilla orquestal), con la interpretación ya en la segunda parte del concierto de Le Tombeau de Couperin de Ravel, y esto debe decirse porque, aunque no todos preferimos la versión orquestada a la original para piano, hay que reconocer la maestría de este conjunto al abordarla. Chapeau.
La esperada (y aclamada) presencia de Wang llegó con el Concierto en Sol de Ravel. Y la música comenzó de un modo sorprendente, al menos para quien esto escribe, por lo fallido: el célebre golpe de látigo inicial no ayudó, sino que literalmente se comió la música de las primeras frases, que resultaron débiles y sin brío. Un inicio mal planteado, que corrigió, en progresión ascendente, el buen hacer de la orquesta, y sobre todo, de la pianista, que lució en máximo grado sus dotes de virtuosa tanto en las frases de sabor jazzístico (o mejor, de sabor gershwiniano) como en los tours de force que Ravel despliega generosamente a lo largo de este fragmento.
Bravo, y ocasión de oro para que el respetable vaciase su necesidad de reconocimiento a la estrella con una nueva salva de aplausos. Pero la compartida admiración inicial se volvió perplejidad, hay que decirlo, al llegar al maravilloso tema en Mi mayor que abre el Adagio Assai, que la pianista abordó dejando a la vista una grave debilidad.
Y es que Wang es asombrosa, sí, desde el punto de vista técnico (nadie como ella para deslumbrar con esas cintas de color que despliega a la velocidad del rayo cuando llega la ocasión, y éstas sobraban en el programa), pero no en todas las demás situaciones musicales. Y allí quedó, en ese momento a piano solo, a tempo lento y en pianísimo esa inconsistencia, porque Wang mostró, y bien a las claras, un sonido falto de proyección, relieve y poesía.
Todo pianista de nivel medio que se precie ha disfrutado una y cien veces tocando esa sección inicial del Adagio, cuya melodía repite más tarde el corno inglés (muy bien el oboe de la MCO), una música que no puede ser más pura ni más desnuda.
La mano izquierda acompaña en tres por cuatro (escrito no en negras, sino en corcheas, a doble compás, de manera que uno de cada dos bajos cae en parte rítmicamente débil) del modo más estereotipado que imaginarse pueda: bajo y salto para atacar las notas esenciales del acorde, enriquecido este cliché a lo largo de su mágico itinerario con notas de paso y/o apoyaturas disonantes que juegan a un encantador escondite con la melodía.
Incluso con el atractivo de esas disonancias, semejante planteamiento sería indigno de un Ravel, a no ser por las maravillosas fluctuaciones rítmicas, de hemiola, que se establecen con la melodía, ésta sí en compás real de tres por cuatro, ofrecida por la mano derecha. Y lo cierto es que en la interpretación de Wang, la primera frase melódica se perdió, ahogada por su acompañamiento, y su falta de proyección no sólo desvirtuó el delicioso vaivén rítmico diseñado por Ravel, sino que provocó la sospecha (improbable cuando se cuenta con una técnica como la suya) de imprecisión, de confusión, incluso de notas falsas.
¿Cómo es posible? No hay más remedio que reconocer que Yuja Wang es una grandísima pianista, pero que también, ay, tiene sus defectos.
Dicho lo cual, y sin olvidarnos de remarcar su buen hacer en el brillante tercer movimiento del concierto, que parece hecho para sus dedos, resta únicamente dedicar unas palabras a la última obra del programa, la Jazz Suite de Alexander Tsfasman. Pocas palabras, en realidad, porque creo sinceramente que es ésta una obra menor, incluso si me apuran un ejemplo de música sonajero. Eso sí, muy bien orquestada y de interpretación sólo apta para profesionales, pero con muy poca entraña.
Aún dicho de otra manera, buena para películas o musicales, pero bien lejos de otras páginas con swing de la mejor ley. Sin ir más lejos, las de Nicolai Kapustin, otro compositor ruso con vocación jazzística, recientemente desaparecido, alguna de cuyas obras para piano hemos escuchado a Wang tocar con plena solvencia.
Nos quedamos hoy, en definitiva, con la Yuja Wang de los movimientos brillantes de Ravel, y con algunos pasajes de bravura de la Jazz Suite, uno de los cuales repitió como propina, ante las aclamaciones desbordantes del público, que salió encantado y con el móvil colmado de fotos para el recuerdo. Que sea enhorabuena.
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