Giacomo Puccini: El final de una larga y hermosa algarada
Giacomo Puccini: El final de una larga y hermosa algarada
Un repaso rápido a la producción operística italiana en los alrededores (más o menos anchos) de Giacomo Puccini sugiere que con la de este de alguna manera se cierra no ya un ciclo sino una historia prácticamente completa que había comenzado casi tres centurias antes de la mano de Claudio Monteverdi.
Es la historia de lo que podría haber sido la del propio género, en italiano, por supuesto, de no haberse producido importantes dentelladas en otros idiomas, como así afortunadamente no tardó mucho en suceder. Primero en inglés y francés; después, tímidamente en alemán hasta la gran explosión wagneriana, para acabar su suerte, con gran éxito como todo el mundo sabe, en el resto de una Europa políticamente asentada en las primeras décadas del siglo XX.
Nadie se atrevería a restar méritos a la ópera barroca francesa o a los fenómenos musicales en los que acabarían convirtiéndose autores como Purcell o Haendel; nadie osaría bajar del pedestal al reformista Gluck; o a ignorar después el inmenso despertar operístico eslavo a este y oeste, ya fuera desde la propia perspectiva nacionalista o de la simple evolución post wagneriana, Debussy incluido.
Sin embargo, es de ley reconocer que la ópera en italiano (con los grandes títulos mozartianos a la cabeza) es producto de una especie de proyecto histórico que tiene principio y fin. Desde aquel Orfeo mantuano hasta la última nota escrita por Puccini para su Turandot asistimos a una serie de avatares operísticos que suelen presentar rasgos individuales de carácter auténticamente rompedor, como pueda ser el caso de Wagner (aun estando este muy atento a ciertas máximas tan alejadas como las monteverdianas: “Prima le parole, dopo la música”) o de, algo después, los de gentes como Chaikovski, Músorgski, Richard Strauss o Janácek, por citar solo a algunos elementos muy determinantes en su tiempo.
Sin embargo, no deja de haber una línea exclusiva desde Orfeo a Turandot, con llamativas varianzas y hallazgos, pero sobre un conducto musical común que parece protagonizar el idioma italiano. Al hablar de ópera, nuestras ideas suelen dirigirse a tres, cuatro o cinco nombre concretos. No es justo. Y tampoco exacto; es un fenómeno de carácter colectivo.
Seguramente, porque la historia de la ópera italiana está plagada de maravillosas revoluciones que giran alrededor de un humanismo fácilmente identificable por la propia morfología del discurso musical sobre el que se asienta. O dicho de otra manera, se trata de una gloriosa síntesis entre música y palabra (y viceversa) que encabeza la propia marca del género. Y se produce en italiano, como la mejor y más apropiada música instrumental para divertir, tras el atracón polifónico en las catedrales francesas, alemanas o españolas, y no para bailar, que para eso ya estuvieron los franceses, o para la delectación intelectual como pudo ser el caso del prodigioso Bach.
Para los compositores italianos de la época, la escucha sintética de palabra y música resulta ser algo congénitamente natural. Los compositores italianos, desde los grandes madrigalistas, lo vieron bastante claro, y si la ópera en un principio no fue más que una consecuencia directa del madrigal y de la cantata, no tuvo que pasar mucho tiempo para que aparecieran variedades dramáticas al procedimiento. Monteverdi, tras su primera revolución dando cuerpo a la forma, dejó paso a la ópera cómica y la ópera bufa, a la ópera-ballet y otras maneras, que pronto se olvidaron de los orígenes hasta que Gluck llegó para poner orden en tal torre de babel idiomática.
Cien años fueron más que suficientes para que llegaran otras revoluciones en italiano. La ópera cómica de tintes dramáticos (excelso Don Giovanni), el bel canto, Rossini, el terremoto verdiano, el verismo post verdiano, y, al final del camino, Puccini. No Cilea o Dallapiccola; no Maderna ni Menotti, no Wolf-Ferrari, Zandonai, Berio o Nono. No; el final del camino, una maravillosa senda adornada con las flores de Bellini, la virilidad donizettiana, la retranca rossiniana o el magisterio teatral de Verdi, tiene otro nombre: Giacomo Puccini.
Es el final de una preciosa historia de amor, que como toda buena historia de amor sobre la escena, acaba inundando esta de cadáveres de ambos sexos. Por más que en el caso de Puccini las mujeres ganen por goleada.
Puccini aportó muchas cosas a la ópera italiana pero parece que a muchos no se lo parece. No tengo claro si por la incapacidad que produce intentar razonar lo que es obvio o por otras causas más elementales. Habría que preguntar a los detractores del compositor si han reparado en la relación entre escena y personaje que se pasea por todas y cada una de sus óperas.
Ambas espacios para el canto y la orquesta son como dos lapas pegadas entre sí. A Puccini le puede importar más o menos la narrativa verista, pero está obsesionado hasta lo enfermizo por conseguir que se entienda lo que quiere decir. Las historias puccinianas salen como flechas hacia el observador con el único objetivo de llegar a esa diana que todos tenemos llamada corazón. Y los dardos rara vez se desvían.
Ni al buscar los espacios más diminutos del alma (Bohéme), la grandeza trágica del amor inocente (Butterfly), el valor femenino del sacrificio (Tosca) o ni siquiera las caras más enigmáticas de la pasión (Turandot). Y, como a Verdi con su Falstaff, a él todavía le quedan fuerzas para enfrentarse al cínico mundo de la miseria sistémica con su Gianni Schicchi.
Musicalmente es un romántico. Pero a su manera. No se escapa de las técnicas wagnerianas, una resistencia que ni siquiera Verdi pudo soslayar en sus dos últimos títulos, pero lo que él acaba ofreciendo es más transparente: una impronta sonora en los andamiajes del discurso dramático que lo engrandece todo, desde lo más diminuto al acontecimiento de mayor trascendencia. Y, como heredero digno e indiscutible de la escuela que dejan sus colegas anteriores, un complejo vocal de inmensas proporciones.
No es lugar este para ese análisis, pero resultan más que obvios todos y cada uno de los logros conseguidos en un terreno en el que ya está casi todo dicho cuando él se suma a la conversación. Así que no ha lugar la crítica en estos aspectos, a no ser que se confundan los términos al asignar determinados falsos valores intelectuales al sentimentalismo mal entendido. Ya saben, aquello de que Puccini peca de “flojo” al trasladarnos los sentimientos de sus personajes.
A mi entender, en la mayor parte de los casos son de una solidez teatral cristalina, aun dentro de su fragilidad emocional; mueren en la desgracia, pero con la mirada dirigida hacia un cielo que el observador no puede aspirar a alcanzar si no a través de una complicidad innegociable.
Últimos comentarios