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Giacomo Puccini: El final de una larga y hermosa algarada
Por Publicado el: 12/12/2024Categorías: Colaboraciones

Niños de las Brisas. Del triunfo al ¿fracaso? del Sistema

Niños de las Brisas

Del triunfo al ¿fracaso? del Sistema

Niños de las BrisasDel triunfo al ¿fracaso? del Sistema

En el centro de foto, Disandra, la niña violinista, uno de los tres protagonistas de la película

Acaba de caer en mis manos un documento de sumo interés. Se trata de una película coproducida por Venezuela y Gran Bretaña que la Academia de Cine venezolana ha presentado en los Goya españoles para la sección de Mejor Película Iberoamericana. Y verán, mi primer pensamiento tras verla ha sido: ¿se habrá alegrado el régimen de Nicolás Maduro de la noticia?

La película ha sido exhibida sin problemas en los cines venezolanos; supongo que en el caos que vive el país en este momento nadie se habrá rasgado ninguna vestidura al ver ciertas cosas. Pero una exhibición internacional de esa trascendencia (la peli ha pasado ya por diversos festivales y obtenido quince premios) me parece más problemática.

Rápidamente me han venido a la cabeza ciertas cintas españolas exhibidas en los estertores del régimen franquista. No sé. O es que quizá el señor presidente, por decreto el más listo de todos, se entere muy mal de las cosas al pensar que es bueno que el mundo vea que en Venezuela todavía se puede hacer cine. Cine como este. Seguramente también le pasaría eso a Franco, si es que alguna vez vio películas como, por ejemplo, La caza, de Carlos Saura, por citar un film representativo de un régimen político terminal.   

Porque aun sin ser parte del relato formal de la historia que se nos cuenta, las imágenes sobre los espacios físicos del lugar, Las Brisas, pero también Caracas; los exteriores, sus calles y plazas, y los interiores; las casas de sus a veces tranquilos defensores del régimen de Maduro, en otras ocasiones  hartos y muy cabreadas ciudadanos, son muy demoledoras.

El país se cae a trozos, se ha ido cayendo a trozos poco a poco sin que nadie haya hecho algo para evitarlo; sin que nadie se haya preocupado en intentar resolver los acuciantes problemas de los venezolanos que todavía no han optado por el exilio. Un auténtico desastre, que algunos siguen defendiendo por un trozo de pan, pero mayormente encuadrado en una Venezuela en la que metes una patada a una piedra y comienza a brotar el oro negro.

La historia está contada a través del tiempo que tardan dos niños y una niña, Wuilly, Edixon y Disandra, nacidos en Las Brisas, en pasar de niños a adolescentes y luego a  jóvenes en busca de un futuro en el mundo de la música profesional. Es la primera película de Marianela Maldonado, un documental montado con las tomas filmadas durante diez años de rodaje, el tiempo por el que transita el relato.

Se nos cuenta cómo los tres chavales han caído bajo las redes de la música, cuya práctica aman hasta el extremo de convertirla en el objeto principal de sus vidas. Y ello gracias a ser aupados por el clamor que se produjo en el país cuando José Antonio Abreu asombró al mundo con la creación de su famoso Sistema de Orquestas Juveniles, una organización que llegó a prometer a miles de chicos y chicas que era posible salir adelante en sus vidas a través del estudio de la música clásica.

El proyecto Abreu fue rociado de dólares por Hugo Chávez, hasta que las crisis petroleras lo permitieron, el país se empobreció y sus jóvenes  comenzaron a ponerse delante de los tanques del ejército que reprimía las manifestaciones del hambre. ¿Qué queda hoy de todo eso? Pues a todo ello, de alguna manera, se refiere este espléndido documental.

A vista del aficionado occidental que asiste a los conciertos de las más glamurosas salas del mundo, permanece un nombre: Gustavo Dudamel.

Este director extraordinario, un talento natural para la práctica de la música, se convirtió pronto en el buque-insignia de Abreu, pero no tardó mucho en hacer mutis en Venezuela, por razones fácilmente comprensibles y que tienen que ver no solo con el dinero, una palabra continuamente presente en la vida cotidiana de los aspirantes a músicos de dentro del país, por la sencilla razón de que nadie tiene un bolívar (¿dólar?) en el bolsillo, sino por el aparente fracaso de la propia idea de Abreu, una defensa a ultranza del poder de la música en la formación y desarrollo de una persona.

La música ennoblece, puede cambiar a las personas, empoderándolas moralmente. Eso lo sabemos. Pero para llegar a ser músico se necesita mucho tiempo, talento y el dinero necesario para costear un largo proceso de formación y entrenamiento. ¿Gozaron de todo esto  realmente los chicos y chicas a los que se les prometió un futuro ejerciendo la profesión dignamente? Algo que nació bajo el imperativo ético de los beneficios que proporciona la práctica musical decayó al desaparecer el benefactor.

De esto también va este documental. De si es o no suficiente la dignidad y la fuerza de la razón musical para desarrollar una carrera musical con aun mínimas salidas económicas. Los muchachos y muchachas que aspiran a ello en los países del primer mundo saben que el camino es muy largo, pero saben también que ese camino existe y se puede andar.

Los tres chicos protagonistas del documental que se han prestado a contar sus historias no lo han podido comprobar. Dos violinistas y un viola. Los tres intentan opositar en una orquesta en Caracas; los tres son rechazados por falta de técnica. El chico violinista acaba siendo apresado en una manifestación y a día de hoy vive en Estados Unidos, adonde marchó para apuntarse en un programa de música alternativa. La chica se exilió a Perú pero le robaron el pasaporte y se tuvo que conformar con las migajas de las migajas.

Y el chico que toca la viola, probablemente el de mayor talento de los tres, y que mira a cámara afirmando “a mí lo que más me gusta en la vida es mi viola”, mientras acaricia el instrumento, tuvo que alistarse en el Ejército para sobrevivir. Perdiendo así toda posibilidad de llegar a estar en posesión de  la técnica suficiente para ser un buen músico de orquesta; o para interpretar con propiedad de solista la pieza con la que aprendió a tocar su viola, la increíble Chacona de la Partita nº2 de Bach, escrita originalmente para violín, pero un gran catón para cualquier aprendiz.

El nombre de Gustavo Dudamel (también el del director de la Filarmónica de Berlín, Simon Rattle, ensayando con los chicos una emocionante Consagración de la primavera, de Stravinski, que suena a perros, pero que en su batuta consigue tener auténtica alma) aparece, por supuesto, en la película.

Durante veinte segundos, cuando el Sistema funcionaba y él consiguió firmar un contrato con Deutsche Grammophon para debutar discográficamente con nada más y nada menos que la Quinta Sinfonía de Beethoven. Después abordó la música de Mahler, y hoy es uno de los más importantes directores de orquesta del mundo. Es decir, un indiscutible. O quizá no tanto: lo que peor dirige Dudamel es a los clásicos, a Beethoven, a Wagner, etcétera. Porque seguramente fue un producto de la escasez y hasta hoy se nota su falta de afinidad con el corazón de la música clásica, es decir, la alemana.

Pero a estos tres chicos, que tenían como sueño convertirse en atriles de la Orquesta Simón Bolívar de Venezuela, les fue muchísimo peor. De Dudamel no habla mucho el documental, desde luego, y sí de la triste penuria musical venezolana actual, a través de unas potentes imágenes que transmiten a la perfección la situación del país. Y de la idea, en cierta medida fallida, de un sistema que duró tanto como a Chávez le interesó promocionar hacia el mundo.

Abreu creía en la carga ética de la interpretación musical, pero quizá no debió prometer que a través de esa idea se pudiera producir una transformación vital suficiente para obtener un trabajo bien remunerado. De esto, sí habla, y mucho, el documental Niños de Las Brisas. Estén al tanto y no se lo pierdan. Su estreno en cines en Madrid tendrá lugar el día 13 de diciembre.

Pedro González Mira

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