Repercusiones del manifiesto crítico sevillano: artículos publicados en EL MUNDO y ABC ediciones andaluzas
ABEL INFAZÓN
Me hago castrista
El llamado fuego amigo que desde el Gobierno de Madrid está llegando a Sevilla no se queda sólo en la aceptación como milagro de la migaja por la deuda pública que antes la Junta rechazaba al PP y ahora no tienen más remedio que tragar con el PSOE. El fuego amigo llega a la Cultura. En la política cultural sevillana no se explica que haya cambios importantes. Aquí siguen mandando los mismos y, además, en Madrid, han hecho ministra de Cultura a la que Chaves mandó como diputada al Congreso para quitársela de enmedio. A pesar de que nada ha cambiado para que todo siga igual, el fuego amigo ha llegado al Teatro de la Maestranza. De nada ha servido el telón cortafuegos en este caso. Va a consumir a su director, un señor que lo estaba haciendo de cine en la música y en la ópera, que se llama José Luis Castro. Tras hacerlo de libro en el Teatro Lope de Vega fue propuesto para dirigir el Maestranza precisamente por el partido que rige la Cultura en el Ayuntamiento, en la Diputación, en la Junta y en el Gobierno nacional, las cuatro instituciones que pagan el teatro. ¿Usted lo entiende? Nosotros menos todavía. Como no lo entienden los críticos musicales que en esta ciudad de los silencios cobardes han dado la cara por José Luis Castro, con dos bemoles. (Ay, si escribieran para que no lo quiten todos aquellos a los que Castro ha convidado a ópera en los últimos años, se hacía un libro de firmas así de gordo.) Nosotros unimos nuestra modesta firma al apoyo que dan a Castro los críticos musicales. Frente a tanto Fidel dictatorial de la Cultura, no hay más remedio que hacerse castrista. Pero castrista de José Luis Castro, claro.
RAFAEL PORRAS
Culturetas
Existe la leyenda urbana de que Sevilla no es ciudad cultural. Mientras observamos cómo Granada mantiene la categoría moral de capital cultural –que, en parte, ya no se corresponde con la realidad– y Córdoba y Málaga se disputan en una lucha estéril, pueril y ridícula (sobre todo por el papel de la Junta) la candidatura a la capitalidad de la cosa, en Sevilla se ahonda en la tesis de que estamos en un páramo.
No deja de ser cierta esta teoría, ya que cualquiera de las tres capitales andaluzas supera a Sevilla en la programación de actos culturales, conciertos, recitales… por no decir nada de las actuaciones de grandes artistas y cantantes internacionales. Eso, sin entrar en la calidad de los mismos. Todo ello, a pesar de ser Sevilla la ciudad andaluza con mejores equipamientos culturales y más recintos adecuados.
Tampoco es una ciudad en la que se pueda esgrimir que el «público» no responde a los reclamos. Sería ocioso volver a repetir las teorías sobre la alabada categoría (y para mí estigmatizante) de «jugador número 12» que con tanto orgullo se complacen tantos sevillanos y que es reclamada insistentemente y para cualquier asunto (desde una boda real a una gala de Bisbal) por algunos de nuestros muy mediocres representantes políticos jaleados siempre por ilustres cronistas oficiales de la ciudad.
Dicho esto, no cabe más que dirigir la mirada hacia quienes en la última década, al menos, han sido responsables políticos de la realidad que alimenta la leyenda urbana de estepa cultural, o lo que es peor, de Sevilla como ciudad provinciana. Ellos, y no otros, son los responsables de la actual situación, pese a contar con inestimables gestores culturales que han logrado, desde el 92, tapar los agujeros catetos de consejeras, alcaldes y concejales. Pero la situación parece que va a cambiar, aunque nadie sabe hacia dónde. El paisaje cultural está convulso desde que, en una sorprendente decisión, Monteseirín apuesta por Juan Carlos Marset y el mundo de la cultura cree que se da carpetazo a los años feriales del PA y a la época del chusquero Rodríguez Galindo.
Pero Marset, a quien nadie puede discutir su trayectoria anterior, ni su capacidad y talante (¡otra vez el talante, coño!) corre el riesgo, a tenor de sus primeros pasos, de actuar como un simple cultureta, uno de esos tipos que se aprende cada semana el Babelia para saber qué es lo más «cultural de la muerte». Confío en que no sea así, pero me temo que sus primeros pasos en todo lo relacionado con la Orquesta de Sevilla y el Teatro Maestranza llevan a esa penosa conclusión, sin hablar de los pésimos vientos que corren en la Bienal de Flamenco y lo mal que huele, aunque ese muerto no es suyo, la representación de Carmen al aire libre. Por lo pronto, ha logrado el hito de tener perplejos y preocupados a los críticos musicales de la ciudad y que todos (lo que no deja de ser prodigioso teniendo en cuenta el inconmensurable ego de casi todos) firmen un manifiesto en su contra y en defensa del director del Maestranza, José Luis Castro.
Los cambios pueden estar bien, pero, como ha escrito acertadamente Juan María Rodríguez aquí mismo, corren el peligro de convertirse en histéricos «espasmos pendulares». Intuimos por qué se producen, pero desconocemos para qué, hacia dónde y, sobre todo, con qué dinero. Bueno, sí, con el de todos nosotros, que los culturetas nunca arriesgan el suyo.
Un cese desafinado. Ignacio Camacho
Si el nuevo delegado municipal de Cultura, el muy celebrado Juan Carlos Marset, acaba destituyendo, como parece, al director del Teatro Maestranza, se va a poner a sí mismo un listón muy alto de competencia: tendrá que lograr que el sucesor de José Luis Castro lo haga mejor que éste. Y eso no va a resultar fácil, porque Castro lo ha hecho muy bien. Tan bien que, al menos desde fuera, no se entiende demasiado que se le vaya a recompensar con el cese.
Marset está en su pleno derecho de remodelar a su gusto el equipo directivo de la cultura local. Tiene las manos libres y una sintonía bastante eficaz con el director general de Fomento de la Junta, Alberto Bandrés; entre ambos han acordado lo que parece una decisión razonable, como es fundir en un solo ente la Orquesta Sinfónica y el teatro que la acoge, hasta ahora enfrentados en una poco fecunda rivalidad no exenta de chispazos. Sin embargo, el teatro venía funcionando bien y la orquesta mal; el Maestranza contaba con un grupo competente que ha gestionado con imaginación y esfuerzo sus escasos recursos, y la Sinfónica ha tenido problemas de dirección artística y gerencial, además de numerosos conflictos sindicales. El dúo Marset-Bandrés ha decidido afrontar el problema de manera global, unificando ambas instituciones bajo un mando único, que probablemente será entregado al responsable de la orquesta. La decisión tiene su lógica, pero se va a llevar por delante al gestor que mejor ha desempeñado su función.
La pregunta que queda en el aire es si la mortecina cultura sevillana se puede permitir el lujo de prescindir de un hombre como José Luis Castro, que ha convertido al Teatro Maestranza en una referencia de primer orden. Con un presupuesto exiguo, un calendario muy forzado de fechas y un ambiente político de escaso entendimiento, Castro ha diseñado una programación más que digna, ha consolidado un público, ha marcado un estandard de calidad y hasta se ha permitido, cuando el dinero le ha alcanzado para ello, poner en marcha excelentes producciones propias. Su único pecado ha sido el desencuentro con la Orquesta, pero al menos ha sabido no dejarse enredar en el cúmulo de conspiraciones y conflictos que han llevado a la Sinfónica desde la esperanza inicial al fracaso actual. En conjunto, la tarea del director del Maestranza ha merecido el aplauso generalizado de la mayoría de los medios culturales de la ciudad.
El nuevo responsable del sector, designado por el alcalde entre grandes expectativas, ha decidido saltar al vacío. Bajo el fondo de la fusión de los dos organismos musicales late una crítica encubierta a un supuesto conservadurismo de la programación que, siendo cierto, acaso obedezca a la necesidad de conectar con un público poco motivado por las vanguardias. Marset debería recordar que no se puede hacer cultura pública sin público. Tampoco sin dinero, y Castro lo ha hecho dentro de sus posibilidades.
Los críticos musicales han deslizado, en una carta a los periódicos, la inquietante sugerencia de que el nuevo delegado pretende entregar la gestión de la Sinfónica y el Maestranza a un amiguete condecorado, antes que por sus méritos, por un ilustre apellido de la música española. La opinión de los críticos es sólo eso, una opinión, pero se trata de gente que sabe de esto y que coincide con la mayoría en el criterio de que esta remodelación se va a cobrar como víctima al gestor que ha trabajado con más eficacia. Marset y Bandrés tienen derecho a imponer sus métodos y desarrollar sus planes, aunque deben saber que parten de una evidencia: la de que para tener éxito habrán de conseguir mejores resultados que hasta ahora. Eso significa que el nivel del Maestranza como mínimo se mantenga, y que el de la orquesta se incremente. Mejorar la una a costa de empeorar al otro equivaldría a conformarse con una mediocridad que no justificará el sacrificio de quien ha sabido estar a la altura del compromiso que se le solicitaba.
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