Crítica: ‘Don Carlo’ en la Wiener Staatsoper. Oro en la música, basura en la escena
Oro en la música, basura en la escena
Don Carlo, de Verdi. Joshua Guerrero, Étienne Dupuis, Vitalij Kowaljow, Nicole Car, Elina Garanča. Coro y Orquesta de la Wiener Staatsoper. Director de escena: Kirill Serebrennikov. Director musical: Philippe Jordan. Viena, Wiener Staatsoper, 16 de marzo de 2025.

Imagen de la producción de Don Carlo en Viena
De cómo una puesta en escena puede casi arruinar una gran noche de ópera. El nuevo parto del regientheater traído al mundo por Sebrennikov es una muestra enorme de estupidez y una tomadura de pelo de tamaño descomunal. No se sabe qué es lo que quiere transmitir, salvo una crítica al consumismo, a la contaminación y la destrucción del medio natural. Todo muy original, ya se ve; y todo muy relacionado con el argumento de Don Carlo, como imaginarán. Nada de reflexión sobre la soledad del poder, la relación padre-hijo y el poder de la religión sobre el gobierno, tres ejes esenciales en la obra de Verdi y no sólo en este título.
Se abre la escena con los monjes cantando a Carlos V en Yuste mientras asistimos a una sala como de autopsias donde unos personajes con batas blancas analizan en plan CSI los restos de las ropas del emperador. Y ya todos los personajes siguen así, como trabajadores del laboratorio, menos Rodrigo, que es un guardia de seguridad con mochila y ordenador portátil en el que muestra los estragos de la guerra en Flandes a Carlos y luego a Felipe II.
Ni rastro de auto de fe, transmutado aquí en manifestación eco-pacifista. Y en la muerte de Rodrigo hubo que hacer un esfuerzo para dejarse conmover por la música y el canto de Dupuis cuando lo que se ve es como desvisten a Rodrigo y le ponen un mono, un antifaz y se lo llevan vivito y coleando. Nada de lo que pasaba en escena tenía remotamente que ver con lo que se cantaba. Lo ensuciaba, lo destruía.
Menos mal que Philippe Jordan se encargó de transmitir desde el foso todo el dramatismo y toda la carga trágica de la partitura. No le tembló el pulso a la hora de cargar las dinámicas en los pasajes más acuciantes, como en los terribles acordes orquestales que preludian el “Oh, don fatale!”, porque sabía que la acústica de la sala ayuda y que tenía en sus manos a voces potentes. Dramatismo, que no efectismo, bien compaginado con un fraseo delicado y cómplice en momentos como “Ella giammai m’amò” o la despedida de Rodrigo en su última escena. Hizo cantar a oboe y chelo con un lirismo insuperable.

Elina Garanča como Éboli en Don Carlo
Joshua Guerrero tiene la voz cálida y brava de los tenores mexicanos, con un color especialmente atractivo, solar, líricamente puro. Y con un fraseo bravo, pasional, arrojado, vibrante de emoción, fue un Carlos ideal, a mitad de camino entre la pasión y la locura. Su fraseo netamente verdiano se apoyó en una línea de canto depurada y muy cuidada en todo los detalles articulatorios y expresivos ya desde su primera intervención, pasando de la desesperación de “I’o perduta!” a la delicadeza de “Io la vidi”.
Bellísimos sus dúos con una Elisabetta que aquí, en la voz de Nicole Car, sonó con un timbre algo menos lírico y denso de lo habitual. La voz corre bien en la franja superior, con brillo, pero en la zona central y grave se nota que no está liberada, que no canta a gola aperta y que el sonido se queda algo atrás, con el timbre algo palatal correspondiente. Pero aún así se fue llevando el personaje a su terreno vocal para acabar haciéndolo suyo a base de una expresividad y una implicación dramática sobresalientes, como lo dejó corroborado en un “Tu, che le vanità” muy matizado en todas sus secciones.
De menos a más también el Rodrigo de Dupuis, de fraseo algo duro en su narración inicial de los males de Flandes, pero fue pronto instalándose en una línea de canto muy cuidada y llena de acentos desde su crucial entrevista con Felipe II, alternando ataques de rabia (“La pace dei sepolcri!”) con otros más líricos en sus momentos con Guerrero/Carlos. Bastante tuvo con inspirarse haciendo lo que tenía que hacer en escena.
Descomunal, sin más, la Éboli de Elina Garanča. Con esa voz bellísima que atesora y cuida y con sus maneras pasionales de frasear y de moverse por escena, daba igual verla vestida con bata de laboratorio: era la Ana Hurtado de Mendoza manipuladora, calculadora, vengativa; pero también la arrepentida que maldice su belleza y que decide ayudar en la salvación de Carlos. Se movió con igual brillo y belleza vocal tanto en la franja más aguda como en esos graves perfectamente apoyados que la caracterizan y siempre con la garra interpretativa marca de la casa. Se comió a más de un cantante en los números de conjunto.
A Tagliavini le falta firmeza de la zona media-grave para abajo; allí las notas no corren y se nota que es más barítono que bajo. Pero, por otra parte, su fraseo es netamente italiano y en “Ella giammai m’amò” se explayó en matices y reguladores mientras que, por otra parte, aportó fuerza dramática a sus momentos de ira con Rodrigo, Carlos o el Inquisidor. Un Inquisidor encarnado apropiadamente por un Kowaljow con voz de auténtico bajo profundo. Muy bien el coro, aunque en varias ocasiones su posición al fondo de la escena perjudicó que su sonido llegase a la sala con nitidez.
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