Las opiniones a “Don Carlo” en Sevilla
DIARIO DE SEVILLA
Drama lírico en cuatro actos de Giuseppe Verdi. Coproducción de la Asociación Bilbaína de Amigos de la Ópera, Fundación Ópera de Oviedo, Festival de Ópera de Tenerife y Teatro de la Maestranza. Dirección musical: Pedro Halffter. Dirección de escena: Giancarlo del Monaco. Dirección del coro: Íñigo Sampil. Escenografía: Carlos Centolavigna. Vestuario: Jesús Ruiz. Iluminación: Vinicio Cheli. Real Orquesta Sinfónica de Sevilla. Coro de la A. A. del Maestranza. Intérpretes: Ievgen Orlov (Felipe II, bajo), Kamen Chanev (Don Carlo, tenor), Ángel Ódena (Marqués de Posa, barítono), Dmitri Ulianov (El Gran Inquisidor, bajo), Fernando Radó (fraile, bajo), Fiorenza Cedolins (Isabel de Valois, soprano), Dolora Zajick (Princesa de Éboli, mezzosoprano). Lugar: Teatro de la Maestranza. Fecha: Viernes 24 de junio. Aforo: Lleno.
Lo queramos aceptar o no, la Leyenda Negra está ahí, es un fenómeno histórico hoy superado, sí (bueno, no tanto), pero que alimenta creaciones artísticas como la de esta ópera y sin ella, sin su omnipresencia y su operatividad dramática, no tendría sentido esta genial creación de Verdi. Por eso Del Monaco no ha querido rehuir de ella; más bien al contrario, ha acentuado expresamente algunos de sus elementos, como la figura casi enloquecida del Inquisidor, la presencia desmesurada de la religión (simbolizada por el enorme crucificado de Cellini) o la muerte de Carlos a mano de Felipe II.
Pero en esta ópera, más aún que en la obra de Schiller, hay una dimensión más humana del drama, la del peso y los costes personales del ejercicio del poder. Felipe II vive abrumado por la carga de su enorme imperio (representado en los mapas de la escenografía) y por el peso de la tradición heredada, lo que Del Monaco subraya con los bronces de los Leoni, impertérritos testigos de una herencia imperial envenenada. Si a esto se le añade la muy matizada iluminación de Cheli y el fastuoso vestuario de Jesús Ruiz (por cierto: ¿cuándo contará el Maestranza con él para una producción propia?), nuestro diseñador de ópera más internacional del momento, el resultado es un espectáculo de gran calidad escénica y teatral, con movimientos de actores muy bien resueltos en función del discurso musical, como es habitual en Del Monaco.
Claro que en lo musical no todo estuvo al mismo nivel que lo escénico. Halffter se mostró poco familiarizado con el lenguaje verdiano. Por una parte, sus tiempos fueron algo erráticos, con momentos sin tensión (como la repetición del coro en el Auto de Fe o el duetto final) y otros demasiado acelerados, como en el coro femenino inicial o la despedida de la condesa de Aremberg, con el resultado de que el coro apenas si podía coger aire ni seguir la batuta y de que Cedolins no pudiera desplegar una apropiada línea de canto. Y, por otra parte, Halffter optó por una dirección más efectista que detallista, buscando siempre el efecto sonoro de los fortissimi y optando por dinámicas demasiado elevadas que acabaron por tapar a las voces en demasiadas ocasiones. Los pasajes orquesdtales más logrados fueron los más dramáticos, especialmente los tremendos acordes que siguen a “la pace dei sepolcri”, realmente estremecedores.
Chanev, salvo en los pasajes en forte , fue un Carlos muy insuficiente, de voz sumamente engolada, abierta, de emisión inestable y sin capacidad para apianar, como se vio en un lastimoso duetto final en el que Cedolins tampoco pudo hacerse oír en piano. La voz de la italiana sonó siempre opaca y sin brillo. Quebró varias veces (“Francia”) la nota al intentar atacarla en piano. Todo lo contrario de Zajick, una voz prodigiosa de firmes agudos, graves impactantes y, sobre todo, una intérprete que compensa con la intensidad de su fraseo sus insuficiencias como actriz. Correcto Ódena, de temblorosa línea canora y algo apurado en la zona superior de la voz, y fantásticos los dos bajos, especialmente un impresionante Orlov muy en estilo verdiano. Y bien el coro, a pesar de que el volumen del foso les obligaba a gritar. Andrés Moreno Mengibar
EL CORREO DE ANDALUCÍA
Duelo de bajos en la España negrísima de ‘Don Carlo’ de Verdi
Libreto original de François-Joseph Méry y Camille du Locle. Pedro Halffter, director musical. Giancarlo del Monaco, dirección escénica. Voces: Ievgen Orlov, Kamen Chanev, Ángel Ódena, Fiorenza Cedolins, Dolora Zajick, Dmitri Ulianov, Aurora Amores. Real Orquesta Sinfónica de Sevilla y Coro de la A.A. del Teatro de la Maestranza. Calificación: **
A falta de una tan largamente anhelada La forza del destino de producción propia, el Maestranza se ha aliado convenientemente con otros coliseos españoles -Bilbao, donde se estrenó en septiembre pasado, Oviedo y Tenerife- para ofrecernos la siguiente ópera en el catálogo verdiano, y seguramente la más ambiciosa, de la mano del irregular Giancarlo del Monaco. En lugar de su versión milanesa de 1884, con un acto menos, hubiese sido preferible la posterior de Módena, que recuperaba en esencia y sin ballet la original francesa.
La quinta escenografía que le hemos podido ver en este teatro se resuelve de forma grisácea y discreta. Su base conceptual, una innecesariamente omnipresente cámara en cuyas paredes se reflejan los límites del Imperio de Felipe II, que no hace sino saturar la escena, no es exactamente audaz ni ingeniosa; y su parafernalia retro, con un fastuoso vestuario y una impactante imaginería, especialmente en el Auto de fe, contrasta con unos fondos decepcionantes. La dirección de actores parece inclinarse una vez más por una escuela de cine mudo, con movimientos de masas torpes y mecánicos, e individuales rutinarios y ridículos, tanto que sin ánimos predispuestos al drama, la risa hubiera brotado en más de una ocasión como si de una parodia se tratase.
En un principio las voces parecían arruinar literalmente la espléndida partitura. Sólo la naturalidad y generosidad de Dolora Zajick, dando vida a una improbable Princesa de Éboli, se impuso a la frialdad canora del ucraniano Ievgen Orlov, la carencia de peso y volumen de la soprano lírica Fiorenza Cedolins, y la ausencia de química entre Ángel Ódena y el búlgaro Kanen Chanev, cuyo Dúo de la amistad acusó falta de legato y mecanicismo extremo. Tras el intermedio sobrevino un impactante dramática y musicalmente Acto III, con un excelente duelo de bajos, Orlov y el muy siniestro Gran Inquisidor Dmitri Ulianov, precedido por un notable Ella giammai m’amó a cargo del primero, y un muy bien resuelto cuarteto Sospetto fatale. A partir de ahí todas las voces parecieron encontrar su rumbo salvo la del aún desentonado, gritón y grotesco Kanev. Ódena por su parte corrigió en parte su exceso de vibrato, Cedolins logró imbuir a su personaje de mayor emotividad, y Zajick cautivó aún más con O don fatale que con Nel giardin del bello del primer acto, cantado con dominio técnico pero sin mucha gracia.
Una vez más tenemos que congratularnos por disfrutar de tan espléndida orquesta en el foso, de la que Halffter supo extraer las mejores prestaciones técnicas y expresivas, atento como siempre al detalle y a la transparencia, y compensando en más de una ocasión la ausencia de emotividad en una ópera cuyas falsedades históricas se perdonan por su hondura dramática y sentimental. Del coro basta decir que cumplió con las expectativas que cada vez con más confianza depositamos en sus miembros. Juan José Roldán
ABC
La leyenda, más negra
Estamos acostumbrados a que los escenógrafos que vienen del teatro perpetren atentados contra la ópera, a la que llegan buscando la consagración de su carrera. Lo que no es costumbre es que alguien que se ha criado dentro nos presente una visión tan pedreste y errada como ésta. Los cuatro años que Schiller necesitó para distinguir la paja del trigo en la historiografía de la época sobre la Leyenda Negra, el trabajo extenuante de Verdi con sus libretistas, sus siete versiones de la ópera, para cuidar cada intención y detalle, todo saltaba por los aires, a favor de una visión burda y obvia. Un crucifijo gigante para simbolizar el poder de la Iglesia. Muy original. Lástima que sin movernos de este teatro viésemos lo mismo hace año y medio («La favorita»). Verdi era un anticlerical confeso, pero para representar a esa Iglesia que no le gustaba le bastó un Inquisidor viejo y ciego, es decir, una Iglesia trasnochada, que no veía más que pecado. Presentarlo con una corona de espinas, un cilicio y la espalda flagelada hasta la sanguinolencia abunda en la sutileza monegasca. (Y, además, los Inquisidores torturaban, no «se» torturaban). Luego pinta a un rey irascible hasta la violencia. Felipe II sería muchas cosas, cruel también, pero no como para intentar abrirle la cabeza a un anciano de 90 años (cuya muerte podría poner fin a su reinado) o matar con la espada a su hijo. Pero la escena nos plantea la eterna lucha entre el poder espiritual y el temporal, en la que ambos resumirían los argumentos seculares que sostenían sus posturas; era un diálogo de la Historia sublimado por la música de Verdi: ¿eso podía terminar a cachiporrazos? Y Felipe II no mata con la espada a su hijo. No puede. Pero el hallazgo para que finalmente Don Carlos fuese abducido a la tumba de y por su abuelo le pareció a Verdi un rasgo simbólico, mágico, el único final posible. Pero a Del Monaco, no. Estupendos vestuario e iluminación.
En las voces hubo de todo, aunque la triunfadora de la noche fue la mezzo Dolora Zajick, de voz muy bien impostada, con gran proyección, capaz de sortear los grandes saltos y caer en profundos graves sin engolar ni cambiar el color. Magníficos el carácter y los melismas de la «Canción del velo», el único momento musicalmente español de la obra. Ódena fue creciendo con su personaje, hasta firmar su mejor momento en la muerte de Posa, donde se mostró por fin plenamente expresivo, de registro rico y conmovedor. La Isabel de Cedolins atesoró un bello timbre, muy cuidado, homogéneo, jugando con inteligencia con los filados, si bien su volumen limitado, el permanente desarrollo de la trama hacia el fondo y una orquesta poderosa enmudecieron su trabajo. Chanev es una voz muy desigual, no sólo en color, sino en prestancia, volumen, equilibrio…; su Don Carlo quedó muy condicionado, levantando sólo el vuelo cuando cantaba agudos en forte. Dos bajos protagonistas, más el del fraile, fueron otro de los atrevimientos verdianos; y fueron muy distintos. Orlov era más poderoso, pero nos pareció más irregular y nos hubiera gustado más incisivo, dramático, algo menos plano a veces; y frente a este Felipe, el Inquisidor Ulianov poseía un color mucho más limpio, brillante (qué claridad de dicción), aunque ello restó un poco de «perversidad» al rol —y aún así alcanzó el abisal Mi de «Sire»—. Radó cantó una voz sepulcral espléndida, y la idea de que no saber de dónde venía el sonido fue un hallazgo del «regista». El coro también fue subiendo poco a poco, desde el inicio un tanto inseguro de las voces masculinas, hasta ir consolidándose bastante bien hacia el equilibrio, firmeza y la compacidad tímbrica.
La orquesta estuvo espléndida en todas sus secciones, pero permítasenos destacar esta vez el trabajo del metal, y más particularmente las trompas que iniciaron los actos extremos y las trompetas. Sin duda tiene mucho que ver el trabajo de Halffter, que al final consigue un instrumento de sonido perfecto, rozando el hedonismo; y en esa danza orgiástica en la que convierte su dirección no siempre se acuerda que al otro lado del muro sonoro que levanta hay cantantes, y no todos con el mismo volumen. A Ulianov le dio igual, porque se le oía al fondo con la orquesta a todo gas; pero ya lo hemos dicho de Cedolins (a la que se la empezó a oír muy bien en «Tu che la vanità», pero poco a poco fue deglutida). El momento óptimo de equilibrio llegó con la muerte de Posa, y en aquellos momentos en que la riqueza orquestal campaba en solitario por el magnífico foso. Carlos Tarín
LA RAZÓN
Un Felipe II veinteañero
“He llegado dispuesto a echarte de la producción, pero tu decides si te vas o te quedas. Si te quieres quedar tendrás que envejecer treinta años en diez días”, le espetó Giancarlo del Monaco al veinteañero bajo ruso -ni una palabra de italiano, triunfador en la última Operalia- que por primera vez en su vida cantaba una ópera entera y, nada menos que el emblemático papel de Felipe II. Decidió intentarlo y, tras ensayos y dos horas de maquillaje previo a cada representación, llegó a parecer el rey. Este es el trabajo de un auténtico maestro de la escena y del Monaco lo es. La historicista producción, con lujoso vestuario de Jesús Ruiz y compartida por tres teatros a razón de ciento cincuenta mil euros, tuvo más ensayos que en Bilbao y salió redonda, aunque no sea uno de los mejores trabajos del italiano. El inmenso Cristo desnudo, inspirado en el de Cellini del Escorial, el Inquisidor flagelado o el mismo asesinato del infante a manos de su padre vinieron a resaltar aspectos de una Leyenda Negra enmarcada por bronces de Leoni y pinturas de Vasari.
Hace cincuenta años había que trabajar tiempo como asistente de maestros consagrados antes de lograr una titularidad. Durante ese periodo, los jóvenes se desfogaban en el repertorio. Las cosas no funcionan ya así ahora. Se saltan todos los pasos, de forma que un director aprende las obras “en directo”, sufriendolas tanto él como artistas y público. Halffter no tiene la culpa de que los tiempos sean estos y, seamos realistas, si su primer Verdi tuviese la coherencia, la seguridad y, en definitiva, la calidad del Verdi de un experimentado Muti, él no sería Pedro Halffter sino SuperKarajan resucitado. En su versión hay momentos acertados, como algunos finales en punta, y otros discutibles. Fundamentalmente ha de reflexionar sobre el color verdiano y los tempos, bastante arbitrarios. Como ha sucedido con todos los buenos directores, y el madrileño tiene talento, su lectura madurará y en diez años profundizará el juego de tensiones. Cumplieron con corrección orquesta y coro, éste muy trabajado escénicamente.
El citado Ievgen Orlov posee una auténtica voz de bajo dramático y una espléndida carrera por delante si se lo propone. Dmitri Ulianov le dio buena réplica como Gran Inquisidor en un muy sólido dúo de bajos. Angel Ódena se superó así mismo en un Rodrigo de nobleza. Fiorenza Cedolins supo transmitir la fragilidad de Isabel, con una preciosa “Tu che la vanitá” a pesar de su carácter excesivamente central para la voz de la siempre artista soprano. Jamen Chanev, de línea canora por depurar, aportó valentía en el registro alto y con Dolora Zajick sucedió lo de siempre cuando en este título hay una mezo con voz y arrestos: que se lleva el gato al agua con “O don fatale”, y ello a pesar de que su “Canción del velo” fue difícilmente superable. Al público se le pasaron volando las cuatro horas y respondió con vítores a todos, muy especialmente a Zajick y Halffter. Gonzalo Alonso
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