La penúltima esperanza
En el coche, de camino a casa, la radio me da uno de los mayores disgustos de los últimos tiempos. Quiero a Esperanza como política. Creo que en estos momentos se precisan personas como ella y hay bien pocas que sean capaces de tomar decisiones, diseñar un plan y aplicarlo hasta sus últimas consecuencias. Quiero a Esperanza como persona. La he tratado durante muchos años y he comprobado su calidad humana.
Tengo el honor de haber convocado las primeras reuniones para constituir el Teatro Real en los años ochenta. Esperanza, desde el Ayuntamiento, no estaba por la labor de poner dinero en el entonces pensado consorcio a costa de los pobres de Orcasitas y no entró. Casi 30 años después estamos en las mismas, sólo que ahora casi todos somos los pobres de Orcasitas. Alberto Ruiz Gallardón, presente en aquellas conversaciones desde la oposición, me ofreció representar a la CAM en la institución cuando llegó a su presidencia y se constituyó la fundación. Ella siempre supo de mi amistad estrecha con Alberto. Estábamos los tres en la Casa de América la mañana en que Aznar la preguntó si aceptaba el Ministerio de Educación y Cultura. Muchas veces tuve que oponerme a propuestas de su ministerio para el Real desde mi representación comunitaria y fueron unas cuantas las veces que Esperanza exigió mi cabeza a Alberto. Cuando él se fue a la alcaldía y ella a la comunidad, yo me dí por cesado. Sin embargo ella decidió, y así me lo comunicó tras comentárselo a Ruiz Gallardón, que deseaba que yo fuese el único que permaneciese del antiguo equipo. Justo el más ligado a Alberto. Me lo explicó tiempo después: “lo que importaba es que tu sabes de qué va la cosa, aunque nos hayamos peleado”. En su despacho cuelga ahora un cartel, “Pico y pala”, que dibujó mi padre en la guerra desde el bando rojo. Esa es la grandeza de Esperanza y esa misma grandeza la he visto luego en muchas ocasiones con otras personas y en otras circunstancias.
He sido testigo y sufrí varios de sus desencuentros. ¡Lo que me costó que Ruiz Gallardón desistiese de aceptar que el Auditorio del Escorial llevase su nombre! Ella empeñada en que él aceptase y él en hacerlo. “Te arrepentirás cuando lo que allí se haga no esté a tu altura”, le dije. No fue fácil convencer a ambos del absurdo, porque ninguno quería ceder. La remodelación del Eje Prado, que seguí muy de cerca como afectado, daría para escribir un libro. Claro que Alberto y ella tuvieron diferencias y sus respectivos equipos aún más, ¡si hasta en los cócteles miraban con cuál estabas más afectuoso! Pero cuando Mar Utrera se sintió mal, allí estuvo Esperanza. Quiso el destino que después pasase lo que pasó. El infortunio une y todo cambió.
Lo digo como lo siento: muchos de quienes conocemos bien a ambos tenemos depositadas en ellos nuestras esperanzas de futuro. Dos personas muy diferentes y por ello complementarias que, estoy absolutamente seguro, hubieran sabido trabajar generosamente codo con codo para sacarnos de ésta, con ideas, con planes y con decisiones. Quizá aún tengan ocasión de hacerlo, uniendo intuición, tenacidad, coraje, ambición, inteligencia, tolerancia y ansias de libertad. Gonzalo Alonso
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