Crítica de “Maestros cantores” en Salzburgo
Autor: R. Wagner. Intérpretes: M. Volle, R. Sacca, A. Gabler, P. Sonn, G. Zeppenfeld, M. Bohinec, M. Werba, Wiener Staatsopernchor, Wiener Philharmoniker. Dir escena: S. Herheim. Dir. musical: D. Gatti. Grosses Festspielhaus. 27 de agosto.
Enfrente de la Festspielhaus hay instalados cinco pepinos que delimitan el abierto Furtwängler Park. Son de tamaño humano y tan golosos que algún paseante se atreve a rodearlos con el brazo en un gesto que comienza siendo pudoroso y acaba con la sonrisa forzada. El abrazo al pepino es una consecuencia razonable al trabajo de Erwin Wurm, encargado por la Fundación Salzburgo dentro del ya veterano proyecto de enriquecimiento artístico del espacio urbano, además de un simpático gesto que pone en valor una moda ciudadana ante la que no hay mito que se resista. En Salzburgo son los «Gurken», en Bayreuth los famosos «wagneritos» de colores, ideados por Ottmar Hörl, que en este año del bicentenario del autor de «Los maestros cantores de Nüremberg», han crecido por toda la ciudad para desagrado de algún fundamentalista y alegría de las miles de cámaras telefónicas que por allí caminan dando la mano a las miniaturas.
Sin necesidad de especiales metafísicas, es obvio que el éxito de estas propuestas tiene su origen en el viejo truco de la realidad deformada ante el que no hay sonrisa que se resista. Los viejos cuentos saben mucho de esto pues pueblan el universo de objetos humanizados y animalitos con sentido común. Más o menos lo que ha hecho el director teatral Stefan Herheim al escenificar la única ópera cómica escrita por Wagner para su estreno en el Festival de Salzburgo de este año. Ya no es cuestión de dudar si «Los maestros cantores» es una obra con chispa dentro del riguroso imaginario de un señor tan serio como Wagner, para el que la gracia también era sinónimo de floreados discursos sobre la nobleza del arte y la grandeza de lo patrio. Herheim dice que sí y lo reafirma añadiendo un especial protagonismo a la figura del sabio Hans Sachs, aquí noblemente interpretado por el barítono Michael Volle, a la cabeza de un reparto de mucho mérito.
Todo tiene origen en la casa del «mastersinger», a quien se ve escribiendo la canción que luego ganará el sorteo en boca del joven caballero Walther von Stolzing. Falta poco para que la escribanía crezca y crezca hasta convertirse en el coro de la iglesia de Santa Catalina del mismo modo que otros muebles terminarán por transformarse en el taller del poeta zapatero y en edificios de la ciudad de Nüremberg. Ya sea la realidad aumentada o el espectador empequeñecido penetrando en una casa de muñecas, el resultado tiene sabor de época, fidelidad al relato, abundancia de símbolos cultos con el busto de Schopenhauer a la cabeza y constantes guiños a lo preconsciente. Y en el remate de estos, los sueños en forma de Blancanieves, Caperucita y sus enanitos, el gato con botas, y un escurridizo y fornicante Rey Rana, que atosigan al torpe administrador municipal Sixtus Beckmesser. También el barítono Markus Werba resuelve este papel con autoridad. De ahí que el gran dúo con Sachs en el segundo acto esté entre lo mejor de la representación. Beckmesser canijo, el otro con presencia. A Roberto Sacca, por contra, le falta total estabilidad en la voz aunque aprieta con heroica gallardía para beneficio de Walther. Gran David de Peter Sonn. Entre las mujeres, la Magdalena de Monika Bohinec más hecha que la pusilánime Eva de Anna Gabler. Al concluir la última de las representaciones salzburguesas un solo espectador bufó al maestro Daniele Gatti. No debió valorar el trabajo de fino encaje que hace al frente de la aterciopelada Wiener Philharmoniker y de su formidable coro. Tampoco Gatti es maestro para efusiones epidérmicas ni marcialidades germanas. Para el fuego de «Los cantores» prefiere otro cantar: honrado, directo. En su caso, sin distorsiones. Alberto González Lapuente
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