Aires vieneses
Aires vieneses
He estado varias veces en Viena. En ella dormí, la primera vez como estudiante, en una de las veinte literas de una residencia juvenil, cerrando los ojos en olor a porro y despertándome a media noche porque se movía como en un barco pero por razones bien diferentes que pueden imaginar. Años más tarde en el hotel Imperial, enviado por Jesús Polanco, para realizar una amplísima entrevista a un Plácido Domingo que empezaba a despuntar. Cuatro páginas completas de un diario nacional dedicadas a una entrevista musical. ¡Qué tiempos aquellos! En aquellas ocasiones y en el resto, Viena siempre me pareció una ciudad aburrida.
Los buenos aficionados sabemos que hay una serie de peregrinaciones míticas a superar: Wagner en Bayreuth, Verdi en la Scala, Strauss en Munich, el festival de Salzburgo… y el concierto de Año Nuevo vienés. Éste es de todos ellos el sueño más difícil de cumplir. No sólo porque una butaca cuesta 940€ en taquilla, sino porque hay que solicitarla un año antes y entrar en un sorteo en el que las probabilidades de ser agraciado son escasísimas ya que sólo se ponen a la venta unas setecientas entradas. Es una experiencia que realmente merece la pena una vez en la vida. La belleza de la sala, su decoración, la acústica, el sonido de la Filarmónica… Su audiencia traspasa los ambientes estrictamente musicales. Soy testigo que salir en un plano de la retransmisión conlleva una ruina en llamadas y sms de sorpresa de quienes no frecuentan los conciertos. Pero ustedes ya han leído todo esto de quienes han escrito tras seguirlo por televisión junto a mil millones de personas. Hasta en eso es un concierto especial: el único sobre el que se escriben críticas sin haber estado presentes en él. Por eso les voy a hablar de algo diferente.
Viena en san Silvestre supone un espectáculo aún mayor que el del Musikverein. La ciudad imperial, decorada como si no existiese crisis, con casi todo el interior del Opernring peatonalizado, se convierte en una especie de Puerta de Sol en hora de uvas pero a lo grande. La iluminación de exquisito gusto, las muchas pantallas gigantes, unas retransmitiendo en vivo “El Murciélago” desde la Ópera mientras las de al lado ofrecen un concierto heavy metal o arias de opereta desde otros escenarios contiguos que son seguidos por quienes hacen ordenadas colas para entrar en un restaurante a por un Wiener Schnitzel, etc. causan vivísima impresión. Como lo causa la educación de los muchísimos miles de personas que abarrotan las calles. Hay puestos, no botellones y no se ve una pelea, una borrachera o basura por los suelos. Viena en San Silvestre, sin uvas es cierto, ofrece toda una lección de civismo que da envidia a quienes vivimos en una España cabreada y resquebrajada. Créanme, París bien valdrá una misa, pero Viena bien merece un San Silvestre y, si es posible, un concierto de Año Nuevo. Gonzalo Alonso
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