Mortier impuso sus razones y el Teatro Real las aceptó, incluso al precio de degradar en exceso el trabajo de fondo que había realizado Jesús López Cobos. En su lugar, se nos propuso una especie de dirección colegiada o itinerante, de forma que la orquesta la despachaban los maestros de confianza de Mortier (Cambreling, Currentzis, Haenchen) para que los músicos pudieran exponerse a un aprendizaje polifacético (¿?).
El esquema no obedecía tanto a la pedagogía del foso como al poder absoluto que ejercía el intendente belga. Nombrar un maestro titular suponía compartir las decisiones y pactar el repertorio, motivos suficientes para que Mortier nos distrajera con los beneficios estimulantes que comportaba supuestamente la provisionalidad de la batuta.
Era la doctrina oficial del Teatro Real en estricto mimetismo con la personalidad de Mortier, aunque son escasísimos, por no decir inexistentes, las orquestas y los teatros del mundo que se abstienen de someterse a la autoridad de un director de orquesta fijo. Un caso excepcional lo representa la Filarmónica de Viena, pero se trata igualmente de una orquesta excepcional que se permite aglomerar en la sala de espera del Musikverein a los maestros de mayores galones y ambiciones.
No es el caso del Real ni de ningún otro escenario equivalente, así es que a Madrid, como a Barcelona o como a Roma, le conviene fomentar la identificación entre el director y la orquesta, a cambio de predisponer un criterio inequívoco, pulir los conceptos musicales, conceder una personalidad al sonido que emana del foso.
Por no hablar de las garantías y de aquel viejuno chiste que relacionaba al director de orquesta con un preservativo. Sin él es más divertido, sostienen los músicos. Con él es más seguro, convienen los propios profesores desde la experiencia.
Joan Matabosch acierta en desmarcarse de Mortier, como lo hace en el mérito que supone haber fichado a Ivor Bolton, un director de intachable ejecutoria que ha echado raíces en España porque su mujer es una musicóloga catalana y porque el «clan» hispano-británico frecuenta incluso una casa de veraneo en Granada.
No son estas las razones del nombramiento. Los motivos se relacionan con la sintonía entre Bolton y la orquesta madrileña así como en la autoridad con que el maestro británico destaca extraordinariamente en el repertorio del barroco y del clasicismo.
Es cierto que lo hemos visto dirigir en Madrid una excelente versión de Jenufa (Janacek) como prueba de una versatilidad latente, pero los mayores hitos de Bolton se relacionan entre los extremos del seicento (Cavalli, Monteverdi) y la plenitud de Mozart. De otro modo no le hubieran entregado la Orquesta del Mozarteum de Salzburgo ni hubiera dirigido con tanta asiduidad en el festival austriaco.
El problema es que esta reputación de especialista no podrá prodigarla en exceso en un teatro, como el Real, que se reconoce en los siglos XIX y XX –he aquí la gran duda del fichaje–, aunque Bolton aporta un conocimiento escrupuloso de las voces y conoce que no existe mejor gimnasia musical para la orquesta de la que proporciona Amadeus en la esencia misma de la creatividad y el desafío. Rubén Amón
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