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CRISIS ECONÓMICA Y ÓPERA EN ESPAÑA
Por Publicado el: 14/06/2014Categorías: Colaboraciones

Réquiem para tiempos de crisis

Foto Elena Tropinova
  • Un Requiem de Verdi con sólo doce coristas
  • La huelga en el coro pudo frustrar el debut de Fabio Luisi con la OCNE

Si también en música una misa funeral se oficia en lugar de dirigirse, Fabio Luisi ha oficiado en Madrid un Réquiem verdiano que pasará a la Historia: el que se inscribe como su début en el podium de la Orquesta y Coro Nacionales. Lo de coros es un decir, habrá pensado. De los “Cuatro solistas, doble coro y orquesta” que Giuseppe Verdi reclama para la ejecución de esta obra, aparte de la orquesta, sólo comparecieron en el escenario los solistas, reduciéndose el apartado coral a la mímima expresión. En el espacio destinado a los aproximadamente ochenta miembros que, sobre el papel, integran la plantilla, sólo comparecieron ayer una docena. Doce apóstoles para algunos; doce voces sin piedad para otros: la historia se cuenta según del lado en que se mire, y el mismo Don Pedro el cruel, puede ser, visto desde otro ángulo, Don Pedro el justiciero. Lo cierto es que allí estaban ocho mujeres (siete sopranos y una mezzo) además de cuatro bajos, dispuestos a multiplicarse. Con el esfuerzo añadido de no poder quitar de su cabeza a los compañeros en lucha por sus reivindicaciones. A ese numeroso grupo que, en traje de concierto, sentados en unos escalones frente a la entrada del Auditorio Nacional, mostraban su resistencia ante lo que consideran precariedad en algunos puntos de sus contratos.

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De repente pensé en otra circunstancia curiosa vivida en el mismo lugar y con idéntica obra. Una experiencia que por alguna razón, cada vez que escucho el Requiem de Verdi, como si se tratara del reflejo con que respondía el perro de Paulov a los estímulos que le aplicaban, me viene a la cabeza. Fue en una de las últimas visitas del añorado Carlo Maria Giulini, de cuyo nacimiento se acaban de cumplir los cien años. El maestro de maestros dirigía para un Ciclo de Ibermúsica a la Orquesta y Coros Philharmonia de Londres esta pieza magistral que Verdi escribió para honrar la memoria del escritor y humanista milanés Alessandro Manzoni. Antes de empezar el concierto,  en la sala se comenzó a escuchar un sonido que el público identificó como el del acoplamiento de dos ingenios electrónicos. Se pensó en amplificadores, micrófonos, grabadoras… hasta en la posibilidad de algún sonotone asilvestrado. Pero nadie fue capaz de dar con la fuente generadora de aquel incómodo y taladrante pitido. A la vista del inconveniente, y del retraso que estaba provocando la extraña circunstancia, el organizador, Alfonso Aijón, asumiendo la responsabilidad que le competía, compareció en el escenario para lamentar la circunstancia y ofrecer el reintegro del precio de su localidad a los asistentes que desearan abandonar la sala. No recuerdo ninguno –si hubo alguien hizo poco ruido- que optase por la posibilidad que se les ofrecía. El concierto arrancó, y la destreza de Giulini hizo olvidar el persistente chirrido.

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A quien le correspondió ayer dar explicaciones fue a Miguel Ángel Recio, director general del INAEM, organismo a quien atañe la responsabilidad institucional de reparar el entuerto, según los que afuera protestaban. Comenzó presentando disculpas, entre abucheos de esa parte del respetable que había sido capaz de sortear la tentación de las sirenas convocando al primer partido de la Selección Española en Brasil, y que sólo se acallaron a la mención del nombre de Rafael Frübeck de Burgos, director emérito de la ONE, desaparecido esta semana, a quien se dedicó un minuto de silencio previo a la interpretación del más operístico de los Requiem. Al ofrecer Recio, como en su momento había hecho Alfonso Aijón, la posibilidad de recuperar el importe de su localidad, se produjo una numerosa estampida aceptando la oferta, tal vez convencidos ahora por las ninfas balompédicas. Lo que viene a decir que un buen gestor inspira más confianza que cualquier político.

Restablecida la calma, del resto se encargó otra batuta italiana ahora en el candelero. Su nombre: Fabio Luisi, flamante ganador de un Grammy por su grabación de las dos últimas jornadas de la Tetralogía wagneriana en la nueva producción de la Metropolitan Opera de Nueva York, de la que Luisi es director principal, simultaneando el cargo con el de Director Musical General de la Ópera de Zurich. Heredero de Giulini por la vía de Alberto Zedda, que a su vez se formó con el desaparecido director, Luisi salió victorioso del complicado entuerto, dominando la orquesta y sacando el mejor partido a los solistas. Aunque no es misión aquí juzgar los resultados –de ello se encargarán personas más acreditadas-, sino dejar constancia del arranque de la velada, que para algunos pareció eterno, no puedo dejar de manifestar mi debilidad por la consistente voz de Patricia Bardon y los ecos tenebrosos en la de Paata Burchuladze. Sin olvidar el electrizante alarido de esperanzado dolor con que Anna Markarova, respaldada por el minúsculo pero aguerrido coro, puso el fin con Libera me.

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Tal vez por solidaridad no faltaron espontáneos, cuya voluntad podían haber dejado en casa. Como Dios manda y, expandiendo su doctrina, lo recuerda la megafonía previa al concierto. La referencia es por el móvil que alteró la sala justo antes de que el tenor, Miro Dvorsky, atacase el Ingemisco que le puso al límite de sus fuerzas. O al zumbido de otro teléfono programado en tarea de vibración, que vino a perturbar el impagable Lacrimosa rescatado por Verdi del Don Carlo.

Dos avisos para navegantes. En primer lugar, que el éxito del concierto, aunque no sea lo deseable, puede tener una lectura perversa en tiempos de crisis, si algún avispado toma nota de esta oferta-collage con coro camerístico, y la patente por si cuela. El segundo, que, por si hay que dar alguna explicación a la audiencia, al programar el Requiem de Verdi se añada a la plantilla un recitador u oficiante,

Redondeando la paradoja, a esa misma hora en la sala de cámara del Auditorio, pared por pared con el lugar de autos, el Orfeón Donostiarra, al que Luisi había dirigido hace años este Requiem, interpretaba un programa hermanando coros de zarzuela y canciones vascas.

Juan Antonio Llorente

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