El ocaso de los dioses: derroche visual
DERROCHE VISUAL
De nuevo hemos podido comprobar que la visión que La fura dels baus, en este caso representada por Carlus Padrissa, ha forjado de la Tetralogía de Wagner, tiene poco que ver, en todos los órdenes, con las de otros escenógrafos y directores de escena. El juicio se emite tras contemplar, en el Teatro de la Maestranza de Sevilla, la última jornada del ciclo, Götterdämmerung.
Si algo debemos admirar en los trabajos escenográficos operísticos de este grupo artístico, aun en los más aparentemente estrambóticos o epidérmicos, es, con alguna lógica excepción, su respeto a lo escrito por el compositor. En este acercamiento a la Tetralogía, seguido hace unos años en el Palau de les Arts de Valencia –luego viajó al Maggio Fiorentino- que hoy centramos en la representación de esta ópera, se aprecia, por el contrario, más allá de cualquier fantasiosa ideografía, un servicio a las indicaciones wagnerianas contenidas en el texto –estudiado, por supuesto, con ojos de hoy- y en el pentagrama, al que, en sus propósitos, se adaptan. El imaginativo y aparatoso proyecto escénico, en el que se utilizan las más modernas tecnologías y en el que la proyecciones infográficas juegan un papel determinante, es espectacular. Diríamos incluso que en exceso. El antiguo cinerama se queda pequeño a su lado.
Afirmaríamos incluso que las imágenes son quizá demasiado explícitas, basadas a veces vagamente en antiguas pinturas un tanto naïf. Hay momentos muy bien resueltos, como el del despertar del día tras la aparición bien estudiada de las Nornas colgantes. Padrissa nos guía a través de las distintas peripecias. Creemos, sumando pros y contras, que los valores variados que atesora esta ópera monumental, fin de un mundo, retrato de una sociedad en descomposición, es mejor preservarlos, sugerirlos, indicarlos a través de una inteligente simbología. La manera idónea de que los significados nos puedan llegar más trabajados, más depurados, es el camino de la sutileza, de la finura intelectual, del subjetivismo y de la ambigüedad más elaborados. El exceso de aparato, por deslumbrante que sea, y aunque, como aquí en muchos aspectos, esté juiciosamente trabajado y acoplado, nos parece que, en lugar de acercar, de ayudar a penetrar en la complejidad de factores entrelazados, puede distraer, dispersar la atención y colocar el ángulo de visión fuera de foco.
Hay escenas íntimas, diálogos que definen el material psicológico que sirve de argamasa a la acción y a las reacciones humanas de los personajes, por muy dioses que sean. Una pobre dirección de actores impide que salgan a la superficie, matizados, dotados de los debidos claroscuros, los comportamientos. Las continuas proyecciones, las imágenes con las que se nos bombardea en busca de ese espectáculo ilustrador, el permanente desfile de motivos gráficos, los subrayados, a veces facilones, la estética futurista de las máquinas, aparatos enrevesados, a modo de gigantescas ciudades, factorías o refinerías o de fantásticas naves espaciales, distraen la atención y una escena básica, esencial cual es la inicial del segundo acto, esa siniestra y sombría conversación, en una sugerente duermevela, entre Hagen y su padre Alberich, queda anulada por ese juego esteticista. Ni la música ni el texto abonan una solución escénica como esa.
El coro de gibichungos se mueve acompasadamente cual ejército de probos oficinistas, todos de gris, con manguitos y gafas, y Hagen es un individuo de mala catadura, de movimientos y gestos primarios, poco elaborados y taimados, mientras que Gunther es un debilucho mental, en este caso bien matizado por el barítono MartinGantner. Gutrune es aquí una joven deportista metida siempre en su burbuja. Otro de los elementos fundamentales que maneja La fura en esta producción es la grúa, algo menos presente que en otras óperas del Anillo. Aparece para sustituir al caballo Grane o para llevar y traer a Waltraute. Las poleas se manejan para suspender a las Nornas y a Alberich.Elementos mecánicos, de un simbolismo directo, utilizados con habilidad.
Episódicamente podemos contemplar la efigie de un bebé dorado –clara referencia a 2001, una odisea del espacio de Kubrick- que veíamos en las óperas anteriores de la misma Fura. El oro, recordemos, parecía proceder de óvulos humanos y eran humanoides los que, apiñados, constituían el tesoro dado a los gigantes. Y son hombres los que, al final, como en Das Rheingold, forman una red colgante que representa el Walhala derrumbándose. Imágenes bellas y representativas que no modifican el juicio. Como tampoco lo modifica esa figura corretona de Loge, montado en un segway, que hace su aparición cuando ya todo se está viniendo abajo: fácil representación del viajero, cuya auténtica y profunda naturaleza queda de este modo disfrazada.
Padrissa, y es una admisible manera de verlo, cierra la obra proyectando, con letras de fuego, las últimas palabras cantadas por Brünnhilde en su Inmolación: “Dejad que, en el dolor y en la alegría, exista sólo el amor”. Aunque este mensaje tierno y poético, hasta optimista, pueda a la postre confundir y contradecir lo que realmente nos revela la música, que es cierto que se cierra con el tema de la Redención por el amor, pero no lo es menos que sirve una narración que se remata con una desolada realidad: la destrucción del Walhala, de los dioses y de toda una estirpe. El fin de una civilización.
Desde un punto de vista musical, la representación del día 14 de junio tuvo cosas muy notables. En primer lugar, la orquesta, que, tras unos agitados días amenazando con una huelga, llegó a un acuerdo momentáneo de mínimos con las cuatro administraciones que rigen el Teatro. Fue de las veces que este muy aceptable conjunto sonó mejor: empastado, afinado, con brillo en los arcos y una pátina muy agradable en metales y maderas, sin que se pudieran evitar determinados desajustes y alguna que otra nota falsa en aquellos. La mano de Pedro Halffter, director de la formación y permanentemente discutido por ella, sin duda se dejó notar para bien en esta ocasión. Es director seguro, sólido, de gesto claro aunque monocorde y sabe construir con paciencia y buen sentido de las proporciones, bien que no siempre logre regular sutilmente las dinámicas. Tarda en acoplarse a las voces, a las que, cuando lo consigue, sabe mimar y apoyar.
En esta ocasión Halffter hizo una lectura muy correcta, con casi todo en su sitio. Como en las otras obras de la Tetralogía, da la impresión de que la maduración llegará poco a poco y que en su momento podrá, por ejemplo, buscar acentos más contrastados, inflexiones más variadas que permitan profundizar en mayor medida en los meandros de la composición. Perseguir los claroscuros y la pintura a la acuarela o al óleo, según los casos, de instantes del Viaje de Sigfrido, las gradaciones del diálogo Brünnhilde-Waltraute o los tonos ásperos, raciales y hasta vulgares si se quiere de toda la escena en la que Hagen convoca a sus huestes. Y frasear con un mayor aliento, con un vuelo poético más definido y lograr alcanzar una cima más alta en todo el postludio orquestal que remata la obra. Respirar, jugar con los silencios, alargar, ligar y regular. Los tempi, en general, parecieron adecuados y la Marcha fúnebre, durante la que el cadáver de Siegfried es paseado por el patio de butacas, tuvo contundencia
De las voces concurrentes nos quedamos con dos de las femeninas. La primera la de la protagonista, Linda Watson, una veterana de Bayreuth, que aquí no nos pareció tan destemplada. La voz, de notable volumen, tiene metal y mucho vibrato, menos acusado en esta oportunidad. Es extensa y se eleva con cierta facilidad hacia las zonas del agudo y sobreagudo. No posee un fraseo poético ni deslumbra por su expresividad, pero es consistente y hace personaje por su cuenta. La segunda es la de Elena Zhidkova, ya conocida en la plaza, que es una mezzo lírica aunque con penetración tímbrica. Variada en el decir, flexible en el ataque, incorporó, a falta de un color más oscuro, una muy estimable Waltraute y una interesante segunda Norna. Cumplidora y eficaz Sandra Trattnig como Gutrune y tercera Norna.
Christian Hübner, pese a su vozarrón, su estatura física y su aplicación, dista de ser un plausible Hagen. El timbre es algo mate y la emisión un tanto fija. Afina regular y los graves no poseen sonoridad. Muy parvo como actor, con lo que el maquiavélico y negro personaje se viene abajo. Algo así sucedió con el Siegfried de Stefan Vinke, un tenor lírico con posibles de timbre desagradable, sonidos expelidos sin clase, estentóreos y escasamente modulados. Eso sí, cantó con arrojo y llegó al final bastante bien. Al tinte ingrato de su voz suma la indecisa resolución de la zona aguda. Bien, en cambio, Martin Gantner, que matizó, como más arriba comentamos, la parte de Gunther, aunque la voz es para nuestro gusto demasiado clara, bien que timbrada y de franca emisión. Nada interesante, en exceso bufonesco, Peter Sidhom en su breve intervención como Alberich. Se comportaron con suficiencia Mercedes Arcuri, Aexandra Rivas y AnjaSchlosser como las tres Hijas del Rin, que tuvieron que hacer sus monerías en unas ridículas bañeras de metacrilato. Arturo Reverter
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