Muerte en Venecia: hermosa decadencia
HERMOSA DECADENCIA
Este jueves, y hasta el 23 del mismo mes de diciembre, llega al Teatro Real la última ópera que escribió Benjamin Britten. O lo que es lo mismo, la antítesis del último título que allí se ha representado; una feliz antítesis, diría yo y seguramente conmigo todos aquellos que ven en el espectáculo operístico una razón más para el disfrute estético sensato. El lector/espectador/aficionado al cine/aficionado a la ópera tiene tres referencias acerca de Muerte en Venecia. La primera, el pequeño (pero sustancial) relato de Thomas Mann; la segunda, la película de Luchino Visconti, y la tercera, la ópera de Britten.
Mann sorprendió al mundo literario (y no solo a él, sino a su propia esposa), cuando en 1912, con solo 36 años, escribió esta novela, la historia de un escritor maduro que, agotado síquica y físicamente, se plantea su propia decadencia como creador y decide combatirla buscando nuevos aires, alejados de la fría naturaleza del lugar de donde procede. El asunto plantea una recurrencia por todos conocida y experimentada desde tiempos inmemoriales: el Sur es la vida física, el placer, la sensualidad, etc., frente a la disciplina, el rigor y el trabajo bien ordenado, planificado y realizado. El protagonista del relato, el escritor Gustav von Aschenbach, así nos lo explica en su primera declaración de intenciones. Sin embargo, el bienestar en abstracto (léase la buena alimentación, un clima agradable, la leve laxitud de los caracteres personales en el trato y la toma decisiones en asuntos de mayor o menor trascendencia, etc.) no es el objetivo –ni después, el hallazgo- del protagonista a la hora de emprender su viaje a esa especie de muerto viviente que es la capital del Veneto italiano. El hombre, por delante del creador, busca una justificación para su vida ya vivida, una razón de peso que explique los porqués del esfuerzo intelectual que requiere la creación. ¿Acaso el encuentro de la belleza en estado puro? ¿O acaso la belleza en su estado menos natural y por eso inaceptable? ¿O la belleza como máximo exponente de la disgresión? Alrededor de estas cosas y otras de similar naturaleza escribe Mann su novela. Que acaba sorprendiendo por dos causas sobre todo: por hacerlo tan joven, y por personificar ese ideal de belleza no en una mujer sino en aquel muchacho de clara indefinición sexual que él mismo había visto en el hotel del Lido donde un año antes de escribir la novela se había hospedado con su mujer, Katia, para pasar unas vacaciones. Esta, la madre de sus hijos, encajando sin que se le moviera un pelo ese ataque de homosexualidad de su marido, observó que jamás su esposo había descrito la belleza femenina con tanta propiedad como lo había hecho aquí con el personaje de Tadzio.
Más de medio siglo después, dos homosexuales ilustres, y desde luego algo más que eso, dos creadores de genio, cada uno en su ámbito, vieron en la breve novela de Mann un motivo para la recreación. Luchino Visconti llamó a Dirk Bogarde para encarnar al escritor, que en su película se transformaría en compositor, émulo del que a principios de la década de los setenta arrasaba en el mundo musical anglosajón, no otro que Gustav Mahler (Klemperer y Barbiroilli, con sus irreverentes versiones, nos cautivaron a todos) . El actor londinense, aquel memorable cura enamorado de Ava Gradner en The Angel Wore en plena guerra civil española, o el Listz de Cukor en Song Without End, y, como Visconti, reconocido homosexual, aceptó de inmediato. La película se filmó y obtuvo un éxito enorme, aunque matizado por algún que otro crítico que pensaba que tanto plano veneciano, tanta melena al viento del hermosísimo Tadzio escogido, tanta sobreactuación de un Bogarde en su salsa y tanto Adagietto de la Quinta de Mahler (una obra cuya pretendida carga trascendental ha ido diluyéndose al paso de los años) eran excesivos.
Todo eso ocurría en 1971, dos años antes del estreno de la ópera Muerte en Venecia, de Benjamin Britten y Myfanwy Piper, como ya he dicho, la última ópera que salió de su pluma. Otra vez dos homosexuales (Britten y el tenor Peter Pears), y esta vez una pareja de hecho que tuvo que tragar sapos y ratones en una sociedad a la que no le hacía especialmente feliz que dos artistas reconocidos tuvieran esa opción sexual, se plantearon el asunto. Y otra vez dos creadores maduros, al borde del fin de su carrera. No como Mann. Al grano: la ópera de Britten tiene mucho más interés que la película de Visconti, porque no es el relato de una decadencia hecho desde un ángulo político aun con una puesta en escena de auténtico lujo asiático (el típico modo de operar de Visconti), sino la descripción en carne y hueso de cómo un amor gai puede acabar en ruina. Britten piensa en él y su pareja cuando escribe esta música, que es música hecha del recuerdo de una situación que él y Pears han vivido durante toda su vida. En la ópera de Britten hay mucha más carne que en el film de Visconti. Aschenbach aquí asume lo que ni en Mann ni en Visconti se explicita; dice a Tadzio: “Te amo”, así, sin más. Y se pone bastante nervioso, físicamente nervioso, y culpable, cuando el muchacho exhibe su belleza. Hay, sin duda, un subrelato de la represión que ni al “indefinido” Mann preocupa ni al aristocrático Visconti parece importarle demasiado. Y tal sinceridad expresiva en el relato de su “problema” se ve recompensado por una música absolutamente magistral, y de una modernidad que me parece no se ha subrayado lo suficiente. Especialmente inquietante es el resultado obtenido al introducir materiales de Gamelan en las escenas del muchacho, algo que explica muy buen Luis Gago en sus notas del programa de mano; también el protagonismo de la esposa de Mann y su hijo Golo, quienes, como no podía ser de otra manera , defienden con uñas y dientes la heterosexualidad del escritor.
La producción que se va a poder ver en el Real es la que Willy Decker estrenó en el Liceu de Barcelona cuando Matabosch mandaba allí. Con excelente criterio la recupera ahora, en una decisión que encierra un gesto que le honra y que demuestra que es bastante más que un extraordinario aficionado al bel canto, y minucioso conocedor de sus penas y glorias. El reparto vocal escogido, singular como la propia naturaleza y la propia historia que desarrolla la obra, es más que plausible; en realidad no es lo más importante de la pieza, cuya música determina, de largo, su interés y calidad. Sin embargo, y puesto que es impensable una versión de concierto que justifique la inversión, el haber confiado a Decker la puesta en escena fue otro gran acierto, porque el resultado fue un hermosísimo monumento a la decadencia.
Pocas veces el título de esta sección está tan justificado: Recomendación máxima. Pedro González Mira*
BRITTEN: Muerte en Venecia. John Daszak, Leigh Melrose, Anthjony Roth Costanzo, Tomasz Borczyk, Duncan Rock, Itxaro Mentxaka, Vicente Ombuena, Antonio Lozano, Damián del Castillo, Nuria García Arrés, Ruth Iniesta, Debora abramowicz, Esther González, Oihane González de Viñaspre, Adela López,etc. Actores y bailarines. Coro y Orquesta del Teatro Real. Dirección musical: Alejo Pérez. Director de escena: Willy Decker. 4 de diciembre, 20.00. Próximas funciones: días 7,11,14,17,19 y 23 de diciembre, 20.00 (días 7 y 14, 18.00). Precio: entre 10 y 381 €. (día 4); entre 10 y 213 €. (resto de funciones).
*Este artículo está basado en otro que la revista RITMO publica en su número de Diciembre.
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