Críticas en la prensa: “El público” en el Real
Nuevo estreno en el Teatro Real y con fortuna, según las unánimes críticas. ¡Enhorabuena!
LA RAZÓN, 25/02/2015
Explicar lo inexplicable
Sotelo e Ibáñez penetran en el mundo insondable de Lorca
«El público»
Mauricio Sotelo, José Antonio López, Arcángel. Jesús Méndez, Rubén Olmo, Thomas Tatzi. Josep Miquel Ramón, Antonio Lozano, Isabella Gaudí, Gun-Brit Barkmin… Klangforum Wien. Coro titular. Guitarra: Cañizares. Director musical: Pablo Heras-Casado. Director de escena: Robert Castro. Escenógrafo: Alexander Polzin. Figurinista: Wojciech Dziedzic. Iluminador: Urs Schónebaum. Ingeniero de sonido: Florian Bogner. Teatro Real, Madrid. 24-4-2015.
Enfrentarse a una obra como «El público» es una ardua tarea. La han acometido, gracias al encargo directo de Gerard Mortier, el libretista Andrés Ibáñez y el compositor Mauricio Sotelo, tratando de explicar una historia inconexa que profundiza libremente en el tema de la homosexualidad y examina las dos formas contrapuestas de entender el arte: el teatro al aire libre, convencional, de narrativa lineal, y el teatro bajo la arena, «que pretende revelar lo oculto, lo inconfesable y poner en cuestión los valores establecidos», en palabras resumidoras de Ibáñez. Lo importante es que la realidad viene definida por la idea de cambio perpetuo, una suerte de sueño donde los personajes y las identidades intercambian sus papeles. Un descenso por tanto hacia lo más profundo de la consciencia.
Todo lo que sucede en la escena está muerto; lo realmente importante es el público, pretendía decir Lorca. Es el que está vivo y el que percibe esa «verdad de las sepulturas». Grandes y profundas ideas que Ibáñez ha logrado sintetizar y dejando al madrileño Sotelo (1961) la labor de ponerlo en solfa sabiendo que «El público» resulta imposible de entender simplemente «porque es irreductible a cualquier esquema lógico». El libreto no tiene una ilación y viene estructurado en sucesivas y a veces brillantes escenas, llenas de potencialidades teatrales.
La música está llena de colorido, es cambiante y superpone distintas estéticas, con un eje central apoyado en distintos palos de nuestro flamenco, que se sueldan en ocasiones con fortuna a otros lenguajes. En este sentido no hay duda de que la ópera puede calificarse de ecléctica y extremadamente virtuosa, reveladora de un dominio de la forma y de la materia, conocedora de los secretos de los timbres y de los ritmos. Hay elementos hijos de la tradición, que conectan episódicamente con las técnicas wagnerianas, así el final del cuadro tercero en donde presenciamos un aire de rumba y un sui generis zapateado acompañado de palmas y una ascensión muy bien planificada hacia lo que sin duda es el climax de la composición.
El entramado armónico, que Sotelo explica con claridad en sus notas al programa, parte de acorde espectrales bien pensados y diseñados con enorme lógica constructiva. Se plantean relaciones numérico-simbólicas difíciles de entender y de explicar y que dan cabida con naturalidad a la integración del flamenco, presente a lo largo de la obra en las voces de dos cantaores y de un guitarrista. Secciones microtonales, de refinada instrumentación, conviven con frases marcadas a contratiempo. Resulta de raro efecto el coro a cappella y los efectos vocales, de apariencia tan verdiana en el último cuadro. Con el escenario totalmente vacío fluye al final la música, lenta y acompasada, con un toque fúnebre, sostenida por largos acordes, disonancias y un solemne y discreto coral (un recuerdo a «Los maestros cantores»). La música fluye tranquila, animada por un solo de violín que, como en otros instantes, dibuja una melopea orientalizante. El tratamiento vocal oscila entre la monótona salmodia, el recitativo dramático y el arioso.
Ópera, pues, caleidoscópica, cambiante, bien urdida y, forzosamente, desigual, cuya música no mantiene siempre el mismo grado de tensión, pero que sugiere y puede incluso despedir un cierto poder hipnótico. Para que el empeño se haya visto coronado por un éxito legítimo, sin fisuras, corroborado por la unánime aquiescencia del público del Real, hay, además de compositor y libretista, otros artífices El primero, el director musical, Heras-Casado, absolutamente compenetrado con la nada fácil partitura que, con un gesto firme, seguro, variado, sin batuta, supo aunar los muchos factores de un notable rompecabezas. Magníficos los muy variados y expertos 34 instrumentistas de Klangforum Wien. El segundo, el director de escena, Robert Castro, que dio pruebas de una fantasiosa y a veces enfermiza imaginación en la multiplicidad de acciones, de líneas cruzadas, de simbolismos. Espléndido el cuadro cuarto, con la escena espejeante. Muy adecuados, bellos en sus tonos malvas pálidos, los paneles translúcidos, de Polzin y estupenda la iluminación de Schönebaum. Buena la instalación de altavoces.
De las numerosas voces protagonistas, todas esforzadas, queremos señalar al menos, dada la falta de espacio, las de José Antonio López, recia, baritonal, oscura, con buen metal, flexible y sonora Cantó y actuó como un jabato. Extensa, ligera, timbrada y fácil la voz de Isabel Gaudí, que cantó, con una cierta nasalidad, muy bien su dificultosa aria de coloratura, incluso tumbada en el suelo. Un alarde. Arturo REVERTER
EL MUNDO, 25/02/2015
EL PÚBLICO ACLAMA A “EL PÚBLICO”
Mauricio Sotelo triunfa con su adaptación de la visionario obra de Lorca
Los espectadores que se fugaron esta noche explícita o clandestinamente en el descanso de “El público” se resintieron, sin saberlo, de un merecido castigo porque se perdieron la mejor cara del espectáculo -que era la cara B- y porque el embarazo de las butacas vacías, demasiadas en las zonas nobles, no consiguió deslucir la aplaudida adaptación operística de Mauricio Sotelo, aclamado como compositor de nuestro tiempo a contracorriente de los estrenos fallidos en el templo del Teatro Real.
Suyo ha sido el mérito de trasladarnos al espacio onírico, surreal y descarnado de Lorca. Unas veces con enfático lirismo. Otras con descaro expresionista, introduciendo además una vinculación profunda con el flamenco. Profunda quiere decir que Sotelo elude el folclorismo. Relaciona su música con el cante “jondo” desde las entrañas y desde el latido o el hálito rítmicos, pero evitando la tentación y la amalgama de la fusión.
Por eso resultan tan idóneos y naturales los pasajes en que intervienen los cantaores, sea Arcángel o sea Jesús Méndez. Y por la misma razón la guitarra Cañizares, como la percusión de Agustín Diassera, proporcionan una afinidad estética y hasta telúrica que aportan credibilidad y espasmos la adaptación lorquiana, muy lejos de la pandereta y el cliché.
No sucede igual con la concepción escénica, especialmente en la primera mitad del espectáculo. Y no tanto por la estética gélida de la escenografía de Alexander Polzin, como porque la dramaturgia de Robert Castro parece desvincularse de la palabra. No termina de establecerse una armonía triangular entre la escena, el foso y el texto, aunque la coreografía a medida de Rubén Olmo y el recurso al cine mudo recuperan el interés del espectáculo redundado en la comunión de las artes y en la ambición del teatro total con que Gérard Mortier, difunto director artístico del Real, había encomendado a Mauricio Sotelo esta compleja “regresión”.
El compositor necesitaba ayuda, particularmente para “acomodar” el texto original de García Lorca a las peculiaridades del espectáculo operístico. Recayó el trabajo en Andrés Ibáñez, escrupuloso con el incendiario material lorquiano y sensible con las “convenciones” de la ópera, justificadas en el protagonismo del coro y en un aria de soprano, la de Julieta, en la que Mauricio Sotelo parece recrear un homenaje al belcanto.
Es el trance más lírico de “El público” y el contraste más llamativo respecto al desgarro de la segunda parte del espectáculo. Que evoluciona fabulosamente hacia una dramaturgia corpulenta y audaz, reflejando al público del Real con un gigantesco espejo en el que Robert Castro “escenifica” el inmovilismo y el conservadurismo de los espectadores contemporáneos -los que se fueron, no los que se quedaron- exponiéndolos a la iconclastia de la agonía de un Cristo con chistera y forzándolos a reconocerse en los mismos prejuicios que García Lorca quiso denunciar en 1928 con ocasión de este gran fresco sobre la obscenidad, la poesía, la homosexualidad y el teatro dentro del teatro, incorporando incluso un pasaje incendiario : “el público pide la muerte del director de escena”.
No procedió esta noche el crimen. Al contrario, prevaleció la la generosidad hacia los artistas -José Antonio López, en cabeza- y el consenso respecto al impecable trabajo de Pablo Heras Casado, cuya a agenda internacional no le ha impedido implicarse en un proyecto que reconcilia el Teatro Real con la vitalidad de la vanguardia, esperando que el estreno mundial de “El Público” no tenga que vincularse a la caducidad de unas cuantas funciones. RUBÉN AMÓN
EL MUNDO, 25/02/2015
LA ALARGADA SOMBRA DE LORCA
‘EL PÚBLICO’
Autor. Mauricio Sotelo sobre el texto de García Lorca. / Dirección musical: Pablo Heras-Casado. / Dirección de escena: Roben Castro. / Escenografía: A. Polzin. /Coreografía: Darrel Grand Moultrie. / Intérpretes: José A. López, Arcángel, Isabella Gaudí… Calificación * * *
El público es la obra más compleja de Lorca donde, a través de un rico imaginario surrealista, trata sus obsesiones teatrales y su condición de homosexual. Andrés Ibáñez ha hecho muy bien en no reducir el texto en un libreto sino hacer uno propio partiendo de la esencia lorquiana y así ha servido a Mauricio Sotelo una excelente trama dramática. El compositor tiene ya experiencia operística y una larga ejecutoria en el trabajo con la música más avanzada y su confrontación con el flamenco. Y eso es algo que también se da aquí.
Los caballos, tan importantes en la obra, están encarnados por cante o baile flamenco (Arcángel, Jesús Méndez, Rubén Olmo) y también actúa el guitarrista Cañizares. Pero también hay un despliegue instrumental y coral plenamente actual, muchas plantillas de la ópera de siempre, un despliegue electrónico muy calculado alrededor de la audiencia y un tratamiento vocal hermoso. Todos son mundos que a lo mejor no funden del todo, al menos hoy por hoy, pero sí coexisten y ayudan a una obra tremendamente compleja pero de gran calidad.
No importa que el texto original sea el menos folklórico de Lorca porque tampoco el flamenco es aquí simple folklore. Libretista y músico han proyectado la idea lorquiana a otro ámbito y la sombra de Lorca se alarga y acoge el resultado. Si me apuran, lo menos llamativo es el flamenco dentro de esta grande y bella oleada de gran música instrumental y vocal en la que, a veces, es paradójicamente un anticlímax.
Robert Castro realiza una puesta en escena acorde con lo que le ofrecen pero tiene su propia idea teatral coordinada con la escenografía de Alexandre Polzin, el vestuario de Wodziech Dziedzic, en muchos casos bien bonito, y la coreografía de Darrel Grand Moultrie. Todo funciona perfectamente y, en ocasiones es un producto visualmente muy vistoso y teatralmente eficaz. Y además de eso, todos los cantantes no flamencos, son buenos aunque destaquemos aquí a José Antonio López, Thomas Tazl, Josep Miquel Ramón o Isabella Gaudí. Acertadísimo el Coro Titular del Teatro Real que prepara Andrés Máspero, perfecto el Klangforum Wien y la dirección de sonido de Peter Bóhm. Pero musicalmente, lo que me parece superior es la gran dirección de Pablo Heras-Casado que sabe coordinarlo todo y poner de relieve lo mucho que sonoramente la obra ofrece. El espectáculo es de categoría y fue acogido con un merecido éxito en el que el público aplaudió a todos y muy especialmente a Ibáñez y Sotelo que eran los grandes artífices. No siempre nuestro público reconoce estos méritos y justo es señalarlo. TOMÁS MARCO
ABC, 25/02/2015
El espejo del público
«EL PÚBLICO» ****
Sotelo/lbañez.Intérpretes: J.A. López, Arcángel, J. Méndez. R. Olmo. Th. Tatzl, J.M. Ramón. A. Lozano. G.B. Barkmin, E. Caves, I. Gaudí, J. San Antonio, Cañizares, A. Diassera. Coro Titular del T. Real. Klangforum Wien. Dir. musical: P Heras-Casado. Dir escena: R. Castro. Esc.: A. Polzin. Fig.: W. Dziedzic. Lugar: Teatro Real. Fecha: 24-II
Es fácil entenderla cara de satisfacción que anoche mostraban aquellos que han hecho posible «El público»: ópera compuesta por Mauricio Sotelo sobre libreto de Andrés Ibáñez a partir de Lorca, cuyo estreno patrocina el Teatro Real. El reto era complejo, el esfuerzo se adivina extraordinario y el resultado destinado a enorgullecer a quienes crean en la importancia de una ópera viva, capaz de poner en valor un potencial artístico que no merece el descalabro impuesto por las actuales circunstancias.
La paradoja se ha instalado en nuestro mundo musical: los medios existen pero una extraña enfermedad autoinmune inocula a orquestas creadas y alimentadas por todos, teatros y a alguna otra institución, provocando el rechazo hacia lo actual y 10 español; hacia a un talento formidable sobre el que merecería la pena cobrar conciencia antes de esperar su degeneración. Por eso. este estreno es una noticia importante, posible porque el Real ha asumido un compromiso de la anterior dirección artística del que también formaba parte la ópera de Elena Mendoza anunciada para esta temporada y. hoy por hoy, cancelada.
Sin miedo al vacío, Sotelo e Ibáñez se han apostado en un jardín complejo. El texto de Lorca se abre a mil lecturas que se subsumen en un conglomerado de imágenes difíciles de entrelazar en una narración mínimamente comprensible. Hasta lo evidente se discute y no falta, incluso, algún analista capaz de negar la referencia homosexual de un original que la explicita en palabras y gestos, aquí sutilmente transcritos. Importa lo absurdo y lo onírico que alimenta un misterio que cruza forma y fondo.
Desde ese material, Ibáñez ha forjado un libreto fiel e inmediato, que se crece en una producción alimentada de arquetipos y símbolos. Es indispensable evocar la manera en la que se inscriben el vestuario y la escenografía de Dziedzic y Polzin, capaces, con los medios justos, de alcanzar una visualidad notable en la ordenada y poco clarificadora escena de Robert Castro.
«El público» entra por los ojos y estos acaban por complacerse aprobando lo críptico del mensaje. Es una ayuda fundamental. La ópera contemporánea choca demasiadas veces contra la cuarta pared y la vocalidad. El propio Mauricio Sotelo lo sabe pues se estrenó en el género en 1999 presentando «De amore», un proyecto más camerístico y un punto alabancioso. Desde entonces ha crecido artísticamente rebuscando en el genoma del flamenco, procurando la unidad de lo dispar. En «El público», pese a la heterogénea sucesión de desaparejados «estados mentales», ha logrado una atractiva continuidad. fabricando una música que recoloca su propio es-tilo en una perspectiva dúctil, congruente y sugestiva. Lo hablado y lo cantado, lo teatral y lo cinematográfico (momento importante), lo culto y lo inmediato, músicas recreadas y otras propias.
Todo se fusiona con extraordinaria fortuna en la segunda parte pues, frente a la parcelación de las escenas iníciales, surge una progresión que crece hasta rematarse con la formidable guitarra de Cañizares en un final lleno de elocuencia. Él y la percusión de Agustín Diassera insertan estupendas intervenciones que complementan el baile de Rubén Olmo, y el cante de Arcángel y Jesús Méndez, travestidos de caballos; la electrónica enfocada a una espacialidad que lleva a la sala una suave resonancia del escenario: y, desde el foso elevado, a la vista del público, el importante Klangforum Wien dirigido con perspectiva y claridad por Pablo Heras-Casado.
Muchas cosas se conjugan en «El público», arropadas por una totalidad apenas rota por intervenciones más dudosas. Varias vienen de cantantes con demasiado acento extranjero. Destaca la presencia de José Antonio López quien exhibe compostura y honestidad. Josep Miquel Ramón, Antonio Lozano y Thomas Tatzl. Isabella Gaudí resuelve decorosamente el monólogo de Julieta, allí donde la voz surge más académica. Y todo se asoma al espectador convincentemente. Merece la pena comprobarlo. ALBERTO GONZÁLEZ LAPUENTE
EL PAÍS, 25/02/2015
La realidad y el deseo
Convertir en ópera una obra de teatro, al decir de su autor, “irrepresentable” y, a buen seguro, inacabada, supone adentrarse en el terreno de lo imposible. La idea partió de Gerard Mortier y, con una fe y un coraje encomiables, recogieron el guante el compositor Mauricio Sotelo y el escritor Andrés Ibáñez. La obra en cuestión, El público, es uno de esos frutos del Federico García Lorca más recóndito, silenciados y semiocultos durante décadas. Cuando vio por fin entre nosotros la luz de las tablas en un montaje aún recordado de Lluís Pasqual en el Teatro María Guerrero de Madrid el 16 de enero de 1987, Eduardo Haro Tecglen, en estas mismas páginas, la calificó de un “auto sacramental invertido, una eucaristía laica”. Y ese mundo de polaridades y oxímoros le cuadra a la perfección, porque los temas mayores que en ella parecen abordarse remiten, en última instancia, a la dualidad elegida por Luis Cernuda para titular su propia obra poética: la realidad (o verdad, en contraposición al engaño y las máscaras del teatro) y el deseo (la pulsión sexual, que no el amor).
Ibáñez, muy respetuoso con el irregular texto original, lo ha ordenado y estructurado —sin deformar ni aclarar— para hacer posible su tratamiento musical. Compositor y libretista colaboraron ya en Dulcinea y han demostrado entenderse bien: Sotelo hace incluso un guiño a su amigo cuando cita el recurrente diseño inicial del Scherzo de la Séptima Sinfonía de Bruckner, un autor muy admirado por el escritor, al final del primer acto y en pleno frenesí revolucionario del segundo. Otra clara referencia, en este caso al “Silenzio!” del Conde en Las bodas de Fígaro de Mozart, reclama un entronque con la música del pasado. El escoramiento hacia el futuro llega con la relevancia del flamenco, una presencia frecuente en el catálogo de Sotelo y que puede causar cualquier cosa menos extrañeza arropando un texto de un impulsor, con Manuel de Falla, del primer Concurso de Cante Jondo en 1922. Soleás, seguiriyas, bulerías y tangos brindan muchos de los mejores momentos de esta ópera, con una escritura vocal muy exigente para los cantaores que hace que, por comparación, la elegida para el resto del reparto suene excesivamente convencional y, a ratos, incluso anodina. La mejor excepción es el aria de Julieta, donde Sotelo corre muchos más riesgos, afila su inspiración y logra crear una escena verdaderamente operística para una moderna Zerbinetta. Y la peor confirmación es el insulso dúo del Director y el Prestidigitador, que funciona, en cambio, como un incómodo anticlímax, corregido en buena medida por el soberbio solo para violín que cierra la ópera (con ecos lejanos del que introduce el Erbarme dich bachiano), feliz corolario de una parte instrumental inventiva y minuciosa, reforzada ocasionalmente por la electrónica y con hallazgos puntuales soberbios, como el uso del acordeón en el dúo del látigo, la imitación de la música gagaku japonesa al final del primer acto, las oleadas musicales durante la proyección de la escena de los semidioses o las partes obbligato —en la mejor tradición barroca— para heckelfón y clarinete contrabajo en dos breves saetas del Caballo primero.
Pablo Heras-Casado, granadino como Lorca, concertó con férrea seguridad, sin alharacas, y mostró una empatía admirable con la partitura al frente de uno de los mejores grupos del mundo en la interpretación del repertorio contemporáneo, el Klangforum Wien. Se lucieron muchos de sus solistas, muy especialmente Annette Bik, y justificaron la decisión sin duda más que onerosa de haber hecho de Madrid su sede durante varias semanas. Del reparto anunciado originalmente han caído, por fortuna, varios nombres extranjeros que habrían naufragado sin duda en los pasajes hablados. José Antonio López, buen cantante, pero actor y declamador limitado, compuso un Director monocorde y alicorto. A mucho mejor nivel rayó la Julieta de Isabella Gaudí, una gratísima sorpresa, que cantó con aplomo su endiablada aria. La otra buena noticia del reparto fue Thomas Tatzl, magnífico por voz y empaque, sobre todo en su cometido como Figura de Cascabeles. Y excelentes los dos cantaores, Arcángel y Jesús Méndez, que no se habrán visto en muchas como esta. En las antípodas de todos ellos, la dirección escénica de Robert Castro, huera y banal, sin esos destellos de talento de su valedor, Peter Sellars, y sin iluminar las numerosas zonas de sombra de la obra, aunque justo es decir que se encontró con el pie forzado de una ingrata escenografía blanquinegra y un vestuario atroz —a veces con horribles dejos carnavalescos— perpetrados por dos nombres (Alexander Polzin y Wojciech Dziedzic) habituales en proyectos recientes del Teatro Real (La conquista de México, Boris Godunov, Lohengrin): los resultados han sido ahora tan o más pobres que entonces. El exceso de coreografía acaba por tener un efecto distanciador y los movimientos espasmódicos de los enfermeros en el segundo acto remedaron convulsiones similares de los cadáveres en Alceste o los camareros en Les contes d’Hoffmann. Sotelo ha dedicado su ópera a Gerard Mortier y su espíritu —para lo bueno y para lo mucho menos bueno— sobrevoló el estreno. Luis Gago
La abstracción como refugio secreto
Federico García Lorca trata la sexualidad homoerótica en El público como un hecho trascendente. No se puede entender la reflexión homosexual del poeta en esta obra secreta como un moderno “salir del armario” o simplemente asumir una condición alternativa.
Lorca crea, en primer lugar, un aparato protector tras el que se cuestiona la naturaleza de la identidad, la turbación de lo prohibido y el estatuto de la verdad, auxiliándose en la reflexión sobre el teatro, la máscara y la muerte.
No es fácil situar este conflicto en un plano contemporáneo. Los responsables artísticos de la producción operística El público, que se estrenó el martes en el Teatro Real, plantean conflictos básicos de carácter formal: fundamentalmente, una confrontación entre abstracción y realidad. La puesta en escena de Robert Castro propone un espacio abierto y desnudo que absorbe cualquier peculiaridad. Ese espacio mental del Director de teatro, protagonista de El público lorquiano, es un ámbito huérfano de referencias. Pero los elementos simbólicos, Caballos, Desnudo, Emperador, Hombres, etc., dibujan —con mayor o menor acierto— rasgos figurativos cuya relación con el plano abstracto resulta imposible de especificar.
La música de Sotelo, protagonista de la ópera, obviamente, plantea análogo conflicto: la escritura musical moderna, acentuada por el virtuosismo de los intérpretes instrumentales, cumple con los códigos de la composición actual, más cómoda en los instrumentos que en la vocalidad, pero, frente a esto, surge la contaminación del flamenco, a veces desde rasgos orquestales que evocan, casi, a un Falla, pero en general desde las voces de cantaores implicados en la acción o la omnipresente guitarra de Cañizares. El conflicto entre ambos universos expresivos parece sugerir, aquí también, que la abstracción es la máscara, el refugio que muestra lo que conviene, mientras que el flamenco indaga en las profundidades de un secreto.
No es sencillo suponer que este enfoque sea la solución global a las dificultades de asimilación de esta obra compleja. Pero El público tiene tantos planos de comprensión que siempre es apetecible hincarle el diente. Uno supone que Mauricio Sotelo con la música, Andrés Ibáñez desde el libreto y Robert Castro a partir de la puesta en escena, han disfrutado con el desafío y que han avanzado en el laberinto de abordar una nueva ópera. Pero se me antoja temeraria la pretensión de Gerard Mortier, verdadero mentor del proyecto, de que esta endiablada pieza teatral estuviera pidiendo a gritos la composición de una ópera “española”. Jorge Fernández Guerra
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