Andrea Marcon: “El intérprete tiene siempre un margen de libertad”
Dirige en el Teatro de la Zarzuela Clementina, de Luigi Boccherini
- Comprender los distintos estilos implica un proceso de búsqueda que nunca termina
- Tocar y dirigir es un verdadero placer
- Algunas orquestas precisan de la autoridad del director,
- Con los cantantes españoles comparto la forma de sentir la música
Nacido en Treviso en 1963, la reputación de Andrea Marcon frente al clave o al órgano corre paralela a su fama de director especializado en música antigua, como él denomina el periodo creativo que más gloria le ha proporcionado. Reclamado por grandes orquestas -incluyendo la Filarmónica de Berlín- para defender su repertorio favorito, definido entre el barroco y el primer romanticismo. Fundador de la Orquesta Barroca de Venecia en 1997, en la actualidad simultanea su actividad en ella con la de Director Artístico de la Orquesta Ciudad de Granada y su presencia frente a otros ensembles especializados, como La Cetra o la Freiburger Barockorchestra, con la que dentro de unos días comenzará a dar forma a la Alcina que abrirá el Festival de Aix en Provence. Antes tendrá que despedirse en Madrid de Clementina, la única zarzuela de Boccherini de la que hoy se ofrece la penúltima de las seis representaciones programadas en el Teatro de la Zarzuela. Con tal aclamación de crítica y público, que se espera regrese pronto, ahora que el Teatro ha adquirido la producción.
P. Se habla de la proximidad entre música antigua y contemporánea. A usted, reconocido por sus interpretaciones como solista o director del barroco y el neoclásico ¿Las nuevas creaciones le han tentado alguna vez?
R. Un compositor italiano, Riccardo Malipiero, para inaugurar en la Basílica de San Simpliciano de Milán el primer órgano hecho en mi país a la manera alemana, escribió una pieza para órgano, cornetto, voz, bajo y tuba, y acepté con gran placer. Pero no he insistido en ese camino, aunque hay algo que cuenta a favor de la música contemporánea: que los compositores están vivos, y el intérprete pretende ser fiel a lo que ellos escribieron. En el caso de la música del pasado sólo tenemos la partitura, pero el proceso es el mismo. Porque el movimiento de la música antigua defiende el el hecho de que el intérprete está claramente emancipado como entidad. El intérprete interpreta, partiendo de un papel escrito que debe comprender. Gracias a la música antigua, la manera de pensar en escuelas y en conservatorios ha cambiado radicalmente. No puedes tocar Mozart como si fuese Brahms o éste como si se tratase de Mahler. Comprender los distintos estilos implica un proceso de búsqueda que nunca termina aunque les dediques toda la vida. Lo podemos ver en los trabajos de Harnoncourt. O el propio Abbado. Si comparamos sus sinfonías de Beethoven de hace veinte años con el modo en que las dirigía al final de su vida, comprenderemos claramente cuál es el camino del intérprete. Lo importante es intentar comprender lo que tenemos frente a nuestros ojos. Paseando por el Museo del Prado –lo experimenté hace unos días- reconoces inmediatamente una pintura italiana del siglo 17 de otra española de esa época, o de un francés de un siglo más tarde. Si descifrar el lenguaje de los distintos estilos es tan sencillo en la pintura ¿por qué no va a serlo en el caso de la música?. Y si en la música antigua alguno puede pensar en falsear, con la obra de un contemporáneo no lo puede hacer, porque el compositor está ahí para, llegado el caso, decir que eso no es lo que quiere.
P. Curiosa su apreciación de la obligatoriedad de ser fiel al contemporáneo ¿Le apetece ser infiel al compositor cuando trabaja con barrocos o neoclásicos como ahora?
R. El intérprete tiene siempre un margen de libertad, que puede ser entendido como algo de infidelidad. Pero yo hago todo lo posible por entrar en el espíritu del compositor que estoy dirigiendo. Nunca trabajo a la carrera. No se puede interpretar una ópera sin una indagación previa para comprender el estilo, y eso se debe abordar antes de empezar el trabajo con la orquesta y los cantantes. Si hablamos de Haydn, que tuvo una larga vida, es muy importante saber en qué momento de su carrera escribió la sinfonía que estás preparando. Todo esto, que suponemos bastante obvio para un intérprete, verdaderamente no lo es. Pero esa es mi forma de trabajar. Un ejemplo es esta Clementina. De Boccherini conocía el Stabat Mater, los cuartetos, algunas sinfonías… pero no sabía nada de esta obra, que es su primera zarzuela; su primera creación para teatro. La abordé partiendo de la nada. Si se trata de una ópera de Mozart es distinto, porque hablamos de algo conocido. Aunque la orquesta esté acostumbrada a tocarlo de manera totalmente distinta a aquella en la que yo lo entiendo, en cuyo caso podríamos hablar casi de la restauración de una obra de arte: la materia es conocida aunque el estilo puede ser planteado de forma distinta. Eso se consigue con largos charlas intercambiando pareceres. En este caso, como ocurriría con una obra contemporánea, se parte, como digo, de cero, ya que ni la orquesta la había tocado nunca ni los cantantes la habían cantado, de modo que podemos considerarla un verdadero estreno.
P. Usted ya la había dirigido
R. En 2009, en efecto. Primero en el Teatro Español de Madrid y después en el Arriaga de Bilbao. Dos veces en cada lugar y con la misma producción, en ambos casos con la Orquesta Barroca de Venecia.
P. ¿Le gustó la edición de Miguel Ángel Martín que se encontró o introdujo cambios?
R. Cuando cayó en mis manos en 2009 comprendí que partía de un trabajo espléndido. Sólo ayudé cotejando los errores de transcripción, que corregimos con mucha paciencia, recurriendo a la primera copia del original, porque siempre me apetece trabajar con los manuscritos: si se tiene un autógrafo, mejor. Incluso si toco un pieza muy bien editada, cuando la cotejas con el autógrafo, acabas descubriendo numerosos errores, aunque parezca increíble. O esos problemas de notación que, en este caso se han corregido aceptando mis sugerencias. De modo que la edición definitiva está prácticamente perfecta.
P. Cuenta en el foso con la Orquesta de la Comunidad de Madrid. Hace unas semanas, se le pudo escuchar en los ciclos del CNDM dirigiendo La fida ninfa de Vivaldi desde el clave. ¿Le da seguridad?
R. Es mucho más difícil tocar el clave y dirigir. No lo puede hacer cualquiera, porque supone un largo proceso de trabajo. que no se asimila en pocos meses: ni siquiera años. Aparte de que sólo se puede hacer en aquellas orquestas “emancipadas”, en el buen sentido, del director. Si no está muy implicada, si es muy pasiva, debes dirigir contínuamente y no puedes tocar. En otros casos, como con mi orquesta de Venecia, La cetra o la Freiburger Barockorchestra, con las que trabajo habitualmente, es un verdadero placer tocar y dirigir. Me gusta esa idea de trabajo artesanal si pienso que así lo hicieron Handel y Bach. Por otra parte, dirigir sin batuta me parece más bonito, porque las manos pueden ser más expresivas y te puedes comunicar con los músicos de un modo menos académico, siguiendo más la música y agitándolas lo menos posible. Dependerá de qué orquesta hablemos, porque algunas precisan de la autoridad del director, y eso parece que se consigue mejor con la batuta. Como si por ese simple hecho la música fuese a fluir de manera espontánea. Llegado ese punto, tampoco tengo problema en satisfacer lo que piden.
P. Le ocurrirá sobre todo con algunas orquestas convencionales
R. Con muchas. Cuando he dirigido la Filarmónica de Berlín o más recientemente un programa Mozart a la de la Radio de Baviera, que es una orquesta modélica, casi siento vergüenza de utilizar la batuta. Porque los músicos están tan incardinados, que la función del director no pasa de ser la de primus inter pares encargado de transmitir una idea musical.
P. ¿Cómo se ha sentido estos días en Madrid?
R. Partiendo de que Clementina es una obra fantástica, que me gusta muchísimo, diré que siempre me apetece trabajar en España y con cantantes españoles por los que tengo una particular admiración, ya que compartimos la forma de sentir la música. Y también me gusta el público y su manera de escucharla. Lo puedo constatar en Granada donde, desde mi puesto de director artístico, más que trabajar con la Orquesta y de dirigirle dos o tres programas por temporada, la ayudo por haberme elegido en un momento bastante trágico, cuando acumulaba una deuda inmensa, Nos estamos moviendo prácticamente con nada recurriendo a amigos y conocidos míos. No habremos hecho una temporada maravillosa, pero me gusta la oportunidad que me brinda de estar en España. Además, en Clementina he disfrutado trabajando otra vez con Mario Gas, un auténtico hombre de teatro. Alguien totalmente comprometido con los que le rodean, que en cada ensayo evidencia que nació en un teatro y ama el género. Me lo he pasado muy bien con Manolo (Galiana) y Xavi (Capdet) y claro está, con los cantantes, que además han demostrado ser fantásticos actores. La atmósfera en general del equipo ha sido muy buena.
P. Clementina se estrena un año después del Così Fan tutte. ¿Qué diferencias y similitudes existen entre lo que se lo que se está haciendo en España y en Viena, patria de la ópera en ese momento?
R. Clementina sería lo que se llama en Alemania un singspiel. Como El rapto en el serrallo o La flauta mágica, donde no existen recitativos y se da la alternancia entre partes habladas y cantadas. En cualquier caso puede resultar un poco exagerado establecer comparaciones entre Boccherini y Mozart, lo que no quita que los números de los conjuntos -el rondó a seis, el final del primer acto o el fantástico duo de Clementina y el tenor- para mí tengan una calidad para nada menor que la de Mozart. En el resto de las arias, los italianos, como los españoles, tienen una manera de escribir bastante más sencilla que la mozartiana. Los compositores alemanes son siempre un poco más complicados en el contrapunto y el resto de las fórmulas a las que recurren para que todo esté un poco más construído. Para que al final, los cantantes o el director musical se sientan menos libres a la hora de recurrir a la agógica. En el caso de Boccherini, la sensación de horror vacui que transmite la partitura es un modo de facilitar que el intérprete haga sus aportaciones personales.
P. ¿Dónde radica la calidad del Boccherini madrileño?
R. Lo que más me gusta personalmente en su caso -o el de Scarlatti– es ver hasta qué punto los compositores italianos absorben los elementos castellanos. Como el modo de hacer esos redobles tan especiales que no conocen los creadores de mi país. Esa influencia les permiten crear un lenguaje que, al no ser español ni italiano al cien por cien podríamos denominar itañolo, que siempre me ha interesado.
P. La noche del estreno acudieron muchos de los directores de la Conferencia Ópera Europa que se celebraba en el Teatro Real. ¿Pudo intercambiar pareceres con ellos?
R. Con alguno si, pero estoy bastante seguro de que todos estaban muy impresionados. No solamente por la música, sino por la manera de concebirlo teatralmente. La escenografía, los trajes, el trabajo de Mario Gas… Eso ya no se ve en ninguna parte de Europa. Si se programase en Alemania sería un escándalo. Todos se preguntarían qué es esto, porque la dirección teatral en Alemania, donde siempre se recurre a los conceptos, ha acabado con esa idea de la escena. Todo va de intelectual: no se hace nada que tenga que ver, aunque sea ligeramente, con lo historicista, lo que es un contrasentido. Se trata de contar con especialistas para todo: en el foso tienen un especialista en Handel que intenta conseguir el sonido propio del compositor, mientras los ojos del espectador tienen que soportar esas impresionantes mierdas. Como algunos montajes tremebundos de óperas barrocas que me ha tocado sufrir. A veces he tenido problemas con el director escénico por estas cosas. Como en una ocasión con una propuesta moderna de un Orfeo, fantástico musical y vocalmente. Me enfrenté porque cuando Orfeo regresa llorando del Hades –un momento en que se me pone siempre piel de gallina-, el público se reía porque en un vídeo se les presentaban imágenes irónicas. Pedí que las eliminase, argumentando que me perturbaban las risas, porque todo lo que escucho cuando estoy dirigiendo es música para mí, y aquella no me gustaba. El me replicó con las suyas, y se creó un conflicto. Hasta que le dije que si no lo cambiaba me iba sin problemas, y que trajesen a otro.
P. ¿Cómo acabó todo?
R. Que, finalmente, lo cambió.
P. Ya que ha pisado el Teatro de la Zarzuela, ¿le apetecería volver, con un Barbieri, por ejemplo?
R. Para eso diré claramente que me gustaría muchísimo. Siempre soy muy curioso con los géneros musicales, y las ganas de descubrir no me dejan parar. Pero de darse el caso, debería planificarlo con mucho tiempo, porque necesito en primer lugar comprender y asimilar cada punto. Lo podría hacer, pero prefiero no precipitarme. En estar convencido de dirigir la Pasión según San Mateo de Bach tardé veinte años, y quince para su Misa en Si menor. Si alguien me pregunta cuánto tiempo trabajé esa Pasión antes de decidirme, podría responder que desde que estudio música. Tengo la partitura con mi nombre escrito desde que era un chavalín, pero nunca me sentía preparado para hacerlo. No me gusta precipitarme. Necesito ese trabajo previo para entrar en el mundo de la obra. Claro que una zarzuela de Barbieri no es una de esas obras de Bach. Si me empiezo a estudiar hoy la partitura podría dirigirla mañana. Pero esa no es mi manera de trabajar. No me gusta lanzarme al vacío. Si pensamos en las óperas escritas en el periodo comprendido entre la muerte de Mozart y la llegada de Verdi, constataremos que se toca mal y se canta peor. Porque es un repertorio que no pueden hacer muchos de los cantantes barrocos, con excepciones como Joyce di Donato o Cecilia Bartoli que no son especialistas, pero han desarrollado una técnica que les permite cantar las coloraturas del barroco, algo que ayuda muchísimo en Rossini, por ejemplo. Normalmente, cuando se escucha algo de la primera mitad del siglo 19 se percibe una sensación de pesantez monstruosa. Sin esa levedad que caracterizaría a Rossini. A ese respecto también se debería hacer un trabajo, ahora que directores como Minkowski o Jacobs han empezado a interesarse por Rossini.
P.Aparte de a dirigir su orquesta de Granada ¿Tiene planes para trabajar en teatros españoles?
R. Por ahora no tengo ninguna invitación, pero espero que lleguen.
P. ¿Qué formato prefiere, ámbitos reducidos como la Zarzuela o el Arriaga, que ya conoce, o los grandes coliseos?
P. Me gustan ambas posibilidades: los teatros grandes y los pequeños. Aunque me cuesta trabajo imaginar una ópera barroca en el Metropolitan. Pero todo es relativo, porque en los grandes teatros se cambia la manera de tocar o de cantar. Desde mi condición de organista, puedo decir que es algo obvio: todo consiste en adaptarte a la acústica del lugar: en una iglesia pequeña y muy seca puedes tocar de modo muy cembalístico; si es una muy grande debes cambiar todo, empezando por los tiempos. En teatro es igual: el San Carlo de Lisboa o el de Nápoles son barrocos. Como el de Verona, que se inauguró con La fida ninfa de Vivaldi. O esos espacios para trescientas personas, como la Sala di Manto del Palacio Ducal de Mantua, donde se estrenó el Orfeo, en el que no caben más de 70 personas. En ellos se debe cantar de manera totalmente distinta. No es lo mismo que en una sala con un aforo de mil. A este respecto, aunque la idea de la interpretación tampoco es absoluta, puede servirte como base a partir de la cual adaptarás las articulaciones o los tempi de ejecución, de acuerdo con el lugar donde van a ofrecerse al público. Juan Antonio Llorente
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