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Bayreuth: Benditas ratas lohengrinescas
Quincena: notable Tosca de Ainhoa Arteta
Por Publicado el: 15/08/2015Categorías: Crítica

Bayreuth: Orquesta y maestro, lo mejor del Anillo

FESTIVAL DE BAYREUTH 2015

Orquesta y maestro, lo mejor del Anillo

Wagner: El Anillo del Nibelungo (Siegfried. El ocaso de los dioses). Catherine Foster (Brunilda), Stefan Vinke (Siegfried), Wolfgang Koch (Wanderer), Albert Dohmen (Alberich), Andreas Conrad (Mime), Andreas Hörl (Fafner), Nadine Weissmann (Erda), Mirella Hagen (Pájaro del bosque), Stephen Milling (Hagen), Alejandro Marco-Buhrmester (Gunther), Allison Oakes (Gutrune), Claudia Mahnke (Waltraute y Segunda norna), Anna Lapkovskaja (Primera norna), Christiane Kohl (Tercera norna), Mirella Hagen (Woglinde), Julia Rutigliano (Wellgunde), y Anna Lapkovskaja (Flosshilde). Dirección de escena: Frank Castorf. Escenografía: Aleksandar Denić. Vestuario: Adriana Braga Perertzki. Iluminación: Rainer Casper. Vídeo: Andreas Deinert, Jens Crull. Coro y orquesta del Festival de Bayreuth. Dirección musical: Kirill Petrenko. Lugar: Festspielhaus de Bayreuth. Entrada: 1974 espectadores (lleno). Fechas: 12 y 14 de agosto de 2015.

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Como era previsible y razonable, el ciclo de El Anillo del Nibelungo presentado en Bayreuth por el controvertido director teatral Frank Castorf y Kirill Petrenko concluyó el viernes con una monumental bronca al primero, que contrastó con la unánime y estruendosa salva de bravos que escuchó Petrenko al salir a saludar en solitario tras dirigir una orquestalmente excepcional versión de El ocaso de los dioses, la jornada que cierra la inmensa Tetralogía wagneriana. Las 1974 personas que abarrotaban el legendario Festspielhaus fundado por Wagner en 1876 reconocían así el intenso, cuidadoso y apasionado trabajo concertador del próximo director musical de la Filarmónica de Berlín y actual director de la Ópera de Múnich, quien abandona Bayreuth tras esta edición y deja el timón musical de tan polémica producción en manos del veterano Marek Janowski, que en 2016 dirigirá en Bayreuth por primera vez.
​La sucesión de tonterías y provocaciones que vierte Castorf en este a todas luces escénicamente fallido Ring contrasta con la fabulosa materialización musical de Petrenko. El empeño por desmitificar la iconografía y la simbología wagnerianas aniquilan la riqueza de ideas y maestría teatral que despliegan Castorf y su muy competente equipo. Si El oro del Rin está ambientado en una gasolinera en Texas, y La Valquiria en los contaminantes pozos petrolíferos de la Unión Soviética, en Siegfried fusiona ambas culturas –capitalismo y comunismo unidos por el deseo del petróleo, del poder- y traslada la acción a Dakota del Sur, donde las gigantescas esfinges de los presidentes Washington, Jefferson, Roosevelt y Lincoln en el Monte Rushmore aparecen transfiguradas en las de Marx, Lenin, Stalin y Mao.

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​Tan monumental escenografía se basa en una sofisticada plataforma giratoria, que al rotar deja ver en su parte posterior el ambiente sórdido y marginal de la noche en la berlinesa Alexander Platz, centro neurálgico del antiguo Berlín Este, por la que deambulan personajes marginales que, victimas del sistema, sucumben al alcohol, a la publicidad, al consumo, a las drogas y al sexo. ¡La decrepitud del terrible capitalismo! Nada nuevo bajo el sol.
Castorf establece un fallido paralelismo entre el instinto primario del sexo y la codicia del poder. La felación de Erda –diosa de la sabiduría- al dios Wotan; el antiwagneriano encuentro sexual entre el puro Siegfried y el aún más puro Pájaro del bosque; el “trío” entre Wotan con su esposa Fricka y la hermana de ésta, Freia, o, ya en El ocaso de los dioses, el orgiástico “quinteto” que a bordo de un espectacular Mercedes descapotable se montan Gunther y Siegfried con las tres Hijas del Rin son detalles que emborronan la propuesta escénica. Como la ridiculez de hacer aparecer en escena a devoradores cocodrilos que lo engullen todo como símbolo de la despiadada voracidad del capitalismo salvaje, o la absurda proyección de un paseo de Hagen por un frondoso bosque tras matar a Siegfried, que no hace sino distraer al espectador en un fragmento tan emotivo como la dramática “Música fúnebre” de El ocaso de los dioses.

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Estupideces tan evidentes colisionan con algunas ideas interesantes. Como la de presentar el Reichstag berlinés con la famosa “envoltura” de Christo, y que tras ser descubierto revela en su interior la pétrea fachada neoclásica de la Bolsa de Nueva York: como si todo estuviese controlado, dominado y determinado por el capital y la especulación. En medio, en la inmensa plataforma giratoria, entre la fachada de la Bolsa y la escena que recoge la noche marginal berlinesa, en la que un mendigo (víctima del capitalismo, ¡por supuesto!) dormita entre cartones en un cajero automático, Castorf y su escenógrafo Aleksandar Denić emplazan la inmensa escalinata de Odesa, cuna de la Revolución soviética e inmortalizada por Eisenstein en El acorazado Potemkín. Es esta escalinata la que precisamente acoge el en esta ocasión fallido final, con una rutinariamente resuelta escena de la Inmolación de Brunilda falta de garra, entidad, dramatismo y emoción.

Kirill Petrenko ha concluido una versión del Anillo musicalmente superior a la que estrenó en 2013. Todo lo positivo se ha potenciado. Su realización se percibe ahora aún más intensa, con gradaciones dinámicas extremas, de fortísimos casi inusitados en Bayreuth -¡cómo ha sonado y resonado la maravillosa caja acústica que es el prodigioso foso del Festspielhaus!- y pianísimos que se extendían hasta el silencio. Las métricas, vivas en general, se explayaban con regusto, idioma y pasión lírica en los momentos de mayor elocuencia, como los ‘Murmullos del bosque’ de Siegfried o, ya en El ocaso, el ‘Viaje de Siegfried por el Rin’ o la más que dramática ‘Música fúnebre’. Y siempre, siempre, pendiente de los cantantes y de sus puntuales circunstancias. Raro es encontrar hoy día un maestro que conozca, cuide, mime y atienda con tal generosidad a los cantantes. ¡Qué maravilla! Petrenko deja en el podio de Bayreuth la memoria de uno sus últimos grandes servidores.

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La pareja vocal protagonista de estas dos últimas jornadas estuvo encarnada por la británica Catherine Foster –Brunilda- y el tenor alemán Stefan Vinke. Si en Siegfried bordaron una versión vocal que por su fortaleza y estilo remitía a gloriosos tiempos pretéritos, en El ocaso de los dioses sus actuaciones descendieron al mundo de los mortales, con bondades y apreturas que se emplazaban en el presente.
Vinke, que sustituía al estadounidense Lance Ryan, llegó como una rosa al dúo final de Siegfried, después de haber derrochado fortaleza, vigor y una línea de canto poderosa, templada y tan valiente como estilizada. Encontró una Brunilda que desde las primeras palabras [“Heil dir, Sonne! Heil dir, Licht!” (¡Salve, oh sol! ¡Salve, oh luz!)] se mostró tan pletórica de voz y de fuste artístico como él. La tercera y última escena de Siegfried, con ambos en plenitud, mimados por el genio de Petrenko y con una orquesta volcada e insuperable en estas lides wagnerianas, fue uno de los episodios más emocionantes que se recuerdan en la historia reciente de Bayreuth.
Sin bajar a las catacumbas, uno y otra se vinieron abajo en El ocaso, donde apenas fueron sombra de lo que habían sido dos días antes. Lo que en Siegfried fue asombro, maravilla, sorpresa y admiración, ahora era rutina y correcta mediocridad. Nada quedaba apenas del deslumbrante fuelle, ímpetu y fuego emocional. La sublime escena final de Brunilda pasó sin pena ni gloria, como días antes concluyó La Valquiria. Mucho, muchísimo más vuelo alcanzó el impresionante y muy rodado Hagen del siempre admirable bajo danés Stephen Milling, en un papel que le viene como anillo al dedo escénica y vocalmente.

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A destacar también el agudo y embaucador Alberich de Albert Dohmen, el Wanderer de Wolfgang Koch, el Mime de Andreas Conrad (Mime) y el crecido Fafner de Andreas Hörl. Nadine Weissmann como Erda, Mirella Hagen (Pájaro del bosque), Allison Oakes (Gutrune), Alejandro Marco-Buhrmester (Gunther) y Claudia Mahnke (insuficiente Waltraute y Segunda norna) apenas consiguieron mantener el tipo en sus diferentes roles.
Huelga casi señalar que el coro de hombres del segundo acto de El ocaso sonó como sólo se escucha en Bayreuth, en las voces del siempre excepcional Coro del Festival, y que la orquesta, refugiada en el foso invisible, continúa siendo un conjunto de primerísimo rango. Atronó el Festspielhaus cuando al final del ciclo, sus músicos, en sandalias y pantalones cortos, se hicieron visibles sobre el escenario para recibir, junto a Petrenko, el calor del público. ¡No era para menos!: ella y el maestro ruso han sido, con diferencia, lo mejor de este zafio y esquizofrénico Anillo. Justo Romero

 

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