Las críticas a “Flauta mágica” en el Real
Una vez más, las críticas en la prensa de difusión nacional a “Flauta mágica” en el Real a fin de que ustedes se hagan una idea más exacta de las cosas. Opinión generalizada sobre lo entretenido de la producción, una mirada fresca y distinta aunque se queden muchas cosas sin explicar, un reparto satisfactorio y diversidad de criterios respecto a la dirección musical.
El Mundo, 17/01/2016
EN LA BARRACA DE FERIA
‘LA FLAUTA MÁGICA’
Autor: Mozart. Director musical: Ivor Bolton. Director de escena: Barrie Kosky. Reparto: Joel Prieto, Ana Durlovski, Sophie Bevan, Joan Martin-Royo, Ruth Rosique, Mikeldi Atxalandabaso. Producción de la Komishe Oper de Berlin. Coro y Orquesta titulares del Teatro Real, 16 de enero.
ABC, 17/01/2016
EL TEATRO DEL GESTO
La fama persigue a «La flauta mágica», una ópera popular que ha vuelto a instalarse en el Teatro Real de Madrid. La de anoche fue la primera función de las doce previstas y para las que ya es muy difícil conseguir entradas. El fenómeno social es lógico y la historia del título lo demuestra. Pero es que además la producción que aquí se presenta, estrenada en la Komische Oper de Berlín en 2012, ha llamado la atención en todos los lugares donde se ha visto. La firman Suzanne Andrade, Paul Barrit y Barrie Kosky, y en su realización tiene mucho que decir la compañía 1927 dedicada a reconstruir y jugar con la vieja estética del cine mudo. Hay guiños y constantes referencias al viejo cinematógrafo, empezando por la propia transformación de los personajes en iconos de la pantalla, por ejemplo la acertadísima transformación de Monostastos en el Nosferatu de Murnau, pero no menos la evidencia de una portentosa imaginación por parte de quienes logran trascender el medio y recolocarlo desde el punto de vista gráfico y conceptual en una perspectiva contemporánea.
El vértigo del riesgo es algo apasionante cuando se adivina encima de un escenario y esta producción lo tiene, pues tras la apariencia de lo elemental hay un trabajo de relojero que obliga a una coreografía perfectamente ajustada hasta conseguir que las animaciones que se desarrollan sobre la pantalla interactúen con los cantantes. Más aún, «La flauta mágica» ha sido una ópera de escenógrafos y la producción, en contra de lo que se ha escrito estos días, lo es también, con el aliciente de ver reducidas a sólo dos dimensiones ingeniosas soluciones espaciales, como las trampillas por donde aparecen y salen los intérpretes en distintos puntos de la pantalla. El añadido de cuadros de texto en sustitución de los diálogos acaba por redondear la idea agilizando el ritmo de la representación.
A partir de ahí todo es disfrutar, descender al terreno de lo llano, de lo directo y de lo vivo, aun estando también presentes elementos irreales y otros más crípticos. La sorpresa de lo mágico desde la perspectiva visual es tan evidente que incluso consigue hacer olvidar el garbanzo negro de una lectura musical que se queda muy en lo corriente. El foso que dirige Ivor Bolton emana poca personalidad y es difícil apreciar un momento de singularidad, ya sea desde la consideración tímbrica o narrativa, en una ópera que puede llegar a convertirse en una emotiva sucesión de novedades. Todo es correcto, todo está bien dicho, todo en su sitio, pero nada trasciende el aseo del medio a no ser el Coro Titular del Real cuyo nivel de exigencia siempre es encomiable.
Ante esta circunstancia es muy difícil tropezar con un detalle de gloria, una frase capaz de reventar, en un reparto tras el que se adivina un extraordinario potencial. Sería injusto nombrar a cualquiera de los participantes, pues la calidad media es formidable (apoyada por la cómoda proyección de la voz que facilita la pantalla), todas son voces frescas y es muy correcta la adecuación de cada uno al papel que representa. Sucede así en el primer reparto escuchado ayer y, leyendo los nombres, es fácil intuir que también ocurrirá en el segundo que se anuncia para próximos días.
Pero tampoco hay que ser injustos. Apurando, apurando, se alcanza algún momento de particular emotividad: quizá el encuentro final entre Tamino y Pamina, paradójicamente sobre una pantalla con sólo dos focos iluminando a los protagonistas. Para entonces han transcurrido casi dos horas de representación, la Reina de la noche convertida en enorme araña ha desplegado su maldad, Monostatos ha perseguido con sus perros a Pamina y Papageno, los terroríficos ayudantes de aquel han bailado en una escena que lleva a la sonrisa, Papagena y Papageno han llenado la casa de hijos… Algo escribió Goethe sobre «La flauta mágica» y merece la pena recordarlo: «La mayoría de los espectadores sólo disfruta de lo que se ve, el sentido más elevado no escapará al iniciado». A estas alturas de la temporada, disfrutar con lo que se ve es todo un regalo.
EL PAÍS, 18/01/2016
El flautista de La General
Quién lo iba a decir, pero la cancelación del recital de Jonas Kaufmann el pasado domingo ha permitido que los actos del así llamado Bicentenario —mucho más simbólico que real— del Teatro —aquí sí— Real hayan comenzado no con un recital convencional al uso, sino con un espectáculo operístico de enorme atractivo, empaque y originalidad que quizá quepa interpretar también como una linterna que nos alumbra en la dirección en que quiere avanzarse en los próximos años. Si este es el caso, estamos doblemente de enhorabuena.
La flauta mágica es una ópera multiuso: a uno y otro extremo, sirve bien como un sencillo cuento protagonizado por variopintos personajes, bien como una honda reflexión filosófica sobre la sabiduría, la virtud, el amor, la fraternidad, la luz y la oscuridad. Uno y otra —más algunas de las posibilidades intermedias— se hallan presentes en esta propuesta conjunta de 1927 (un número o año tras el que se esconden los talentos del animador Paul Barritt y la escritora Suzanne Andrade, cuyo Golem pudo verse en diciembre en los Teatros del Canal) y el director de escena australiano Barrie Kosky. En ella, sin escenografía alguna, los personajes cantan y se mueven sobre la proyección casi ininterrumpida de una película animada de tintes oníricos que fantasea, explica y glosa la acción. La confluencia e interacción milimétricas de imágenes y cantantes (que no pueden verlas, pues las tienen a su espalda) constituye un enorme reto pero, si encajan todas las piezas del puzle, el espectador sigue absorto y fascinado la representación.
La ópera —arte sonoro por excelencia— se hermana así con el cine mudo, con un homenaje explícito a Buster Keaton (transmutado en Papageno) o al Nosferatu de Murnau, que inspira la apariencia y la gestualidad de Monostatos, aunque es mejor trascender lo anecdótico y dejarse llevar por el derroche permanente de ingenio —visual y humorístico— que desfila ante nuestros ojos. Los larguísimos pasajes hablados originales del Singspiel mozartiano han sido suprimidos por completo (siempre suelen cercenarse en mayor o menor medida) y sustituidos en parte por concisos diálogos proyectados, también a la manera del cine mudo. Un fortepiano amplificado les pone la banda sonora, y no con cualquier música, sino con las fantasías en Re menor y Do menor de Mozart, a veces debidamente transportadas para no chirriar tonalmente con su entorno inmediato. También se prescindió del dúo de los dos Sacerdotes del segundo acto, una omisión menor pero más difícilmente justificable.
Un espectáculo así no admite divos, ni siquiera destellos, y el reparto tiene la enorme virtud de su compacidad: nadie destaca sobremanera, ni nadie desentona tampoco ostensiblemente. Joel Prieto se sobrepuso a los nervios iniciales y nos regaló un Tamino fresco y juvenil, pero también noble y resuelto. Joan Martín-Royo compone un Papageno perfecto, inspirado en el Johnnie Gray de El maquinista de La General o el proyeccionista de Sherlock Jr.: se ha empapado de las películas de Keaton y, con muy pocos gestos, dibuja un Papageno nostálgico, nada hiperactivo ni histriónico, como suele ser la norma, sino más bien cabizbajo y melancólico, y corona su caracterización con una voz tersa y ágil y una excelente dicción alemana. Sophie Bevan, magnífica, alcanzó su cenit en Ach, ich fühl’s, una de las más grandes arias de Mozart, igual que Christof Fischesser dio lo mejor de sí en la no menos portentosa In diesen heil’gen Hallen. Ana Durlovski no posee el más bello de los timbres, pero puede con la vertiginosa coloratura de sus dos arias, lo que no es poco. Y ver convertida a su estática Reina de la Noche en una inmensa araña no podía por menos de recordar a otra reina, la inglesa Isabel I, de similar guisa en el Roberto Devereux que inauguró esta temporada.
Ivor Bolton dirige con su brío y entusiasmo habituales, si bien se rozó el exceso en al menos dos momentos: la obertura, que sonó a ratos confusa y poco articulada, y en la escena de los dos Hombres Armados, un postrer e inequívoco homenaje a Bach —de quien tanto contrapunto imitativo había aprendido— por parte de Mozart, que la marcó claramente Adagio y que aquí perdió buena parte de su solemnidad y trascendencia. Por lo demás, Bolton ha hecho un gran trabajo estilístico con la orquesta, con mención especial para la flauta de madera de Aniela Frey y el fortepiano dúctil, dramático y teatral de Luke Green, que ya fuera un excelente continuista al clave enAlcina.
Volviendo al principio, el Teatro Real parece hallarse en un interesante punto de inflexión. Si, por resumir, se trata de optar entre Barrie Kosky y Warlikowski (nombre y apellidos casi homófonos), la elección indudable es el australiano. O, recordando el desaguisado del huero y pretencioso Alceste del polaco dirigido también musicalmente por Ivor Bolton hace dos años, si la disyuntiva estriba entre resucitar a Lady Di o a Buster Keaton, la respuesta solo puede ser exclamativa: ¡Buster Keaton forever!
La Razón, 17/01/2016
MOZART EN UNA PROYECCIÓN DE CINE MUNDO
MOZART. “La flauta mágica”. Christoph Fischesser (Sarastro), Ana Durlovsky (Reina de la Noche), Joel Prieto (Tamino), Sophie Bevan (Pamina), Joan Martín-Royo (Papageno), Ruth Rosique (Papagena), Mikeldi Atxalandabaso (Monostatos). Coro (Intermezzo) y Orquesta (Sinfónica de Madrid) del Teatro Real. Dirección escénica: Suzanne Andrade, Barry Kosky. Dirección musical: Ivor Bolton. Teatro Real, Madrid, 16 de enero de 2016.
Sin duda, la producción. El conglomerado fílmico –no tanto escénico-, concebido y organizado por la británica Suzanne Andrade y el australiano Barrie Kosky, se adueña de la sala desde que termina la obertura de la penúltima ópera de Mozart, “La flauta mágica”, la que más apela a la imaginación y a la magia. La producción es un gran homenaje al cine mudo, y a muchas otras cosas, en donde hasta los diálogos originales han sido sustituidos por rótulos en la pantalla que suple por entero al escenario. A modo de acompañamiento a esos diálogos silenciosos se escuchan, amplificadas, las Fantasías en Do menor y Re menor del creador de Salzburgo. Filmaciones visualmente atractivas, algunas muy divertidas, llenan la mampara de sombras chinescas, dibujos animados de las “Alice Comedies” de Walt Disney en los años 20 y proyecciones caleidoscópicas. Los intérpretes se convierten en reencarnaciones del “Nosferatu” de Murnau (Monostatos), Buster Keaton (Papageno) o Lilian Gish (Pamina). Pero además Sarastro y sus sacerdotes son clones de Abraham Lincoln, y la Reina de la Noche, subvertida en araña gigante es, desde su primera aparición “telaráñica”, la mala de la película (nunca mejor dicho). El movimiento escénico no existe, es cero, y los cantantes apenas actúan, subidos la mayor parte del tiempo en incómodas (y seguramente peligrosas) plataformas en mecanismo de puerta giratoria, pero en el cinematógrafo Mozart no dejan de pasar cosas. El conjunto es un ‘totum revolutum’ entretenido, insolente, disparatado en ciertos momentos, que no sólo no aburrió a la audiencia, sino que la llevó al entusiasmo al término de la función.
Los cantantes mantuvieron, con un reparto de mayoría española -¡qué contraste con la etapa previa del teatro, en donde los artistas nacionales sólo conseguían un papel de relieve previa humillante audición probatoria!-, un listón de competencia inatacable. La macedonia Ana Durlovsky fue la recipiendaria de las mayores ovaciones individuadas de la sesión, negociando la temible coloratura de la “Reina” con solvencia y brillantez. Muy bien el madrileño Joel Prieto, “Tamino”, que fraseó con elegancia y magnífica dicción. También estupenda la “Pamina” de la inglesa Sophie Bevan, convincente y emotiva. El barcelonés Joan Martín-Royo fue un estupendo “Papageno”/Keaton, con magníficos momentos de humor canoro, el bilbaíno Atxalandabaso recreó con viveza e ingenio su Nosferatu/”Monostatos”, y la gaditana Ruth Rosique fue una pizpireta “Papagena” en forma de starlette hollywoodense. Vocalmente competente el germano Fischesser en su doble papel de “Orador” y “Sarastro”, pero actoralmente átono en su revestimiento de Lincoln, aunque de esto sean más responsables los responsables de la producción que el intérprete.
Ivor Bolton marcó también un nivel excelente: frente a producciones previas, en donde el, eficiente y seguro, director inglés se mostró tedioso y propendió al aburrimiento, el artista se volcó con sus cantantes, a los que acompañó con mimo y efusividad, y desde luego con la orquesta, de la que obtuvo una respuesta calurosa. Las referencias a la masonería, explicadas en excelente artículo del programa de mano por Andrés Ibáñez (que también afrontaba en su texto las contradicciones de un libreto en ocasiones delirante del “hermano” de logia del compositor, Schikaneder), brillaron por su total ausencia, pese a que son manifiestas desde la misma obertura. Las preocupaciones de Andrade y Kosky iban por otros derroteros, que buscaban la diversión, la animación y, en no poca medida, la complicidad del público: no cabe duda de que consiguieron sus objetivos. José Luis Pérez de Arteaga
No estoy de acuerdo con que se ponga música enlatada que además no es de la Flauta mágica, aunque sea de Mozart.