Parsifal y el Pelele: El tamaño no importa
El tamaño no importa
Este fin de semana Madrid se acicala con sus más vistosos trajes operísticos. En dos lugares tan emblemáticos para la música clásica como la Fundación Juan March y el Teatro Real, tan constantes en sus empeños como distintos en los objetivos perseguidos, tienen lugar sendos acontecimientos operísticos, y naturalmente por razones bien diferentes. A ese templo de la buena programación que es la Fundación llega un muy interesante programa doble, modelado por músicas de esas que nunca se escuchan en los teatros de ópera convencionales, y que también por variadas razones se constituyen en reclamo indispensable; razones más localistas en un caso (para nosotros los españoles), o de repaso histórico de la obra escénica de un grande del siglo XX. Se trata de El pelele, de Julio Gómez, y Mavra, de Igor Srravinsky, cuya juntura en un único programa encierra no solo excelentes motivaciones estéticas sino un ejercicio de irrefutable lógica: las dos nacen casi a la vez en tiempo, y las dos giran en torno al principio neoclásico sobre cuyo carro algunos reaccionaban al desate vanguardista de los años 20 del siglo pasado. Sin duda a unos todo esto les interesará muchísimo, pero también es probable que otros muestren su escepticismo, particularmente ante la obra de Stravinsky, una maravilla para los primeros, una pieza irrelevante para los segundos. El programa de mano con el que se van a encontrar los que asistan a las funciones les explicará con todo lujo de detalles la gestación de las piezas, así como su extracción estética. A mí desde aquí solo me queda recomendar esa asistencia, y diría que con razones de mayor peso para el caso de la obra de Gómez, un compositor hacia el que profeso una enorme admiración. El pelele es una obra que indaga en los orígenes de la tonadilla barroca desde un punto de vista investigativo pero también que se enfrasca entre los perfumes nacionalistas que exhala la música española de ese período. Como Mavra, es obra de cámara de pequeño formato, y guarda con esta importantes similitudes argumentales (ambas con protagonista femenina); las dos son adecuadísimas para el recinto que las propone.
El Teatro Real, por su parte, propone un título que se enmarca sin complejos dentro del concepto de ópera como espectáculo grande: la última obra de Richard Wagner, Parsifal. No hace mucho (temporada 2012-2013) se pudo escuchar allí una espléndida versión de concierto, pero la única vez que ha subido a escena en este teatro desde su reapertura fue en la temporada 2000-2001, en versión escénica de Klaus Michael Grüber y musical de García Navarro, cuya interpretación se convirtió en una especie de testamento musical. De manera que Parsifal vuelve a casa, tras el intento fallido de Lissner de que fuera la obra escogida para la reinauguración tras las largas obras de transformación en sala de ópera, una condición que el Real había perdido en los años de la Dictadura.
Parsifal es una de las páginas operísticas más difíciles de calificar de todo el periodo romántico, aunque su autor sí dejó esc rita una definición para ella, más allá de su condición operística: Bühnenweihfestspiel, es decir, festival escénico sacro. Y de ahí todos los males que arrastra, de ahí la reticencia con que se siguió, se sigue y se seguirá recibiendo cada vez. Sin embargo, nadie, ni siquiera los más feroces enemigos del wagnerismo, dejan de reconocerla como probablemente la más excelsa música salida de la pluma del autor de Tristán. Pero además de eso, que es una obviedad, es necesario enfrentarse a determinados aspectos de la obra que resultan indispensables para hacer un juicio cabal sobre ella. A mi entender hay uno crucial, que es la relación existente entre su espiritualidad y su adscripción ideológica a los postulados más fundamentalistas de la religión católica. Su espiritualidad tiene que ver directamente con la belleza infinita de sus notas hasta el extremo de que ambas cosas, notas y alma, alcanzan una fusión milagrosa. Su catolicismo filosófico, o sea, su liberto, es, por el contrario, un deleznable ejercicio filosófico, seguramente el propio de un hombre ya totalmente apegado al ensimismamiento que atravesó toda su existencia, elevado ahora a un grado terminal. O en otras palabras, las últimas consecuencias poéticas de un poeta que lo fue en un grado muy menor, y desde luego a años-luz de su impronta como músico. Parsifal no es una obra crucial por su mensaje; pero sí por la técnica que alcanza su compositor en el manejo de los motivos conductores, caballo de batalla en toda su producción. Aquí esa técnica concluye en resultados más limpios, menos retóricos, más redondos que en ocasiones anteriores, sobre todo en la Tetralogía, en la que a pesar de poder encontrar momentos sublimes en la aplicación de esa técnica, hay también una reiteración y sobreabundancia excesivas. En Parsifal las notas fluyen con una naturalidad que a veces parece venida de otro mundo. ¿Una sinfonía con voces que como tal debe de escucharse olvidándose del texto? Pues no. La obra es la obra en el todo, y en eso radica precisamente la dificultad que presenta su acercamiento. Cada que vez que sus intérpretes intentan salirse del raíl, intentando la delectación sonora romántica a la que su discurso parece invitar, el fracaso es memorable.
La solución a esa dicotomía entre lo que se dice y lo que suena la resuelven los directores de escena de manera no muy salomónica: descontextualizando, desubicando, ´decostruyendo´, etc. Prácticamente se ha convertido en norma. En el caso de la versión que mañana subirá a escena en el Real, también sucede: aquí el director de escena, Claus Guth, sitúa la acción (por decirlo de alguna manera, pues lo que se dice ´acción´ hay poca en la obra) en el período de entreguerras, un sanatorio inspirado en La montaña mágica, de Thomas Mann, una especie de espacio desolado, habitado por unos seres perdidos que buscan su identidad, reclamándola en su búsqueda desesperada de un líder, un loco, un ´puro´, un redentor. ¿Queda alguna duda acerca de la procedencia del director de escena? El reparto parece solvente: Christian Elsner y Klaus Fliorian Vogt se encargarán de Parsifal; Detlef Roth será Amfortas; Franz Josef Selig, Gurnemanz; Evgeni Nikitin, Klingsor, y Anja Kampe, Kundry. La dirección musical correrá a cargo de Semyon Bychkov, del que hace poco escribí que esperaba mucho, para después recibir más bien poco (Vida de héroe, de Richard Strauss, temporada de Ibermúsica), y que para su Parsifal espero que me recuerde más a la Eelktra que dirigió en el mismo Real para inaugurar la temporada 2011-2012. Pedro González Mira
GÓMEZ: El pelele. STRAVINSKY: Mavra. Susana Cordón, Marina Makhmoutova, Anna Moroz. José Manuel Montero. Dirección mjusical y piano: Roberto Balistreri. Dirección de escena: Tomás Muñoz. 3, y 9 de abril, 12.00; 6 de abril, 19.30. Entrada libre.
WAGNER: Parsifal. Christian Elsner (2, 6, 9, 12, 15, 27 y 30), Klaus Florian Vogt (resto de funciones); Detlef Roth, Franz Josef Selig, Evgeni Nikitin, Anja Kampe , Ante Jerkunica, etc. Coro y Orquesta del Teatro Real. Dirección musical: Semyon Bychkov. Dirección de escena: Claus Guth. 2, 6, 9, 12, 15, 18, 21, 24, 27 y 30 de abril. 19.00; 18.00 (domingos). Entre 11 y 382 €. (día 2); entre 11 y 214 €. (resto de funciones).
“y su adscripción ideológica a los postulados más fundamentalistas de la religión católica”
Es evidente que Pedro González Mira no ha comprendido en absoluto el mensaje de Parsifal. Wagner dudó mucho sobre si dedicar su última obra al personaje de Buda o al del cristianísimo Parsifal. La obra trata sobre la redención desde la compasión, que había sustituido a la redención desde el amor, del resto de sus obras, como sentido de la existencia humana.