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Por Publicado el: 08/08/2017Categorías: En vivo

La Maestranza: La Boheme, retrato impresionista

La Maestranza: La Boheme, retrato impresionista

El Teatro de la Maestranza de Sevilla ha cerrado su temporada 2016-2017 con La bohème de Puccini, representada por última vez a finales de 2010. Quizá, antes de repetir una obra en un espacio de tiempo no demasiado largo, fuera preferible abordar otros de la misma mano que aún no han pisado el escenario andaluz; o buscar en el amplísimo repertorio aquellos de otros autores que pudieran aportar una mayor novedad a la programación que, aun considerando lo meritorio que fue estrenar escénicamente en España El rey Kandaules de Zemlinsky el pasado curso, parece que ha perdido algo de gas.

La mano de Pedro Halffter, ha aflojado un tanto y perdido aquellos ímpetus que nos trajeron Doktor Faustus y Turandot de Busoni, El sonido lejano de Schreker, La mujer silenciosa de Strauss o El enano del citado Zemlinsky. Claro que tampoco es fácil mantener ese tono de búsqueda, de sorpresa, de original olfato cuando el Teatro se alimenta de un presupuesto, notablemente inferior al de hace años, que tarda en salir. Algo que es incluso más preocupante para la ROSS, orquesta que ocupa el foso y que mantiene ahora mismo una colorista programación ideada por su actual titular, el norteamericano John Axelrod. Los músicos viven en una permanente duermevela.

Mientras, las cosas van funcionando, gracias en parte a las personas que laboran desde dentro año tras año, entre ellas la arrostrada Directora de Relaciones Externas Rocío Castro, alma máter del Teatro desde su fundación hace ya más de 25 años, y la Jefa de Producción Ana Esteban, trabajadoras sin límite. Son las que impulsan y mantienen la llama y las que propician, junto a denodados compañeros, el fluido que permite, por ejemplo, que puedan subir a escena producciones como la que hoy glosamos.

En La bohème, pese a ciertos toques algo blandos, herencia del operismo de Massenet, y determinadas faltas de rigor escénico –como toda la secuencia a la intemperie, en una fría noche invernal, del Café Momus-, Puccini alcanzó a crear, a través de ese característico verismo diluido, en el que lo realista queda subsumido en lo poético y en lo cordial de las situaciones, una serie de personajes entrañables, salidos en origen de la paleta costumbrista de Murger y dotados de especial vida gracias a la pluma del compositor. Estamos ante un ejemplo de economía y sabiduría expresiva. Las partes scherzantes que abren los actos extremos están trabajadas según la técnica de breves temas superpuestos –algunos a modo de motivos conductores- que Verdi había elaborado en su reciente Falstaff. Pero el lirismo y melodismo puccinianos y su espléndido tratamiento armónico y refinada instrumentación aparecen muy bien estructurados y movilizados para crear atmósfera y trascendencia en las secciones más lentas, con algunas de las frases más célebres de la historia del género.

Parte de estos rasgos han sido captados en esta producción de Davide Livermore que se estrenó en el Palau de les Arts de Valencia en 2012 y que ha sido aquí repuesta por Emilio López. La puesta en escena es realmente atmosférica, envuelta en un ropaje escénico colorista y evocador, moderna, estilizada y bonita de ver. El regista italiano ha creado un espacio en parte onírico, en parte realista por el que discurren los personajes y figurantes. Hay un planteamiento poético que requiere una mirada cómplice del espectador: todo nace de las pinturas que Marcello va plasmando en su lienzo y que automáticamente se proyectan en una gran pantalla generalmente fraccionada situada a la izquierda del escenario. Algo irreal pero sugerente.

Se van ilustrando y animando de esta manera las distintas secuencias de la narración que aparece así muy coloreada y animada con la poderosa imaginería de cuadros impresionistas. Reconocimos a Van Gogh, Renoir, Pissaro, Monet… Lo que vemos va habitualmente en concordancia  con lo que sucede y en paralelo a la música destilada por el compositor, tan ceñida a los sentimientos. Lo real y lo imaginado, lo que se puede tocar y lo onírico se dan la mano sin solución de continuidad, efecto del que a veces se abusa sin rubor. Sobre la escena, en todo momento, incluso en el acto de Momus, un techo inclinado en perspectiva con una enorme lámpara, que da idea de la época y del lugar. Vestuario netamente parisino, de finales del XIX.

Hay detalles nimios que se apartan de la narración original. Por ejemplo, es Mimi y no Rodolfo quien esconde la llave en el primer encuentro de los dos jóvenes, que, al final del acto I, no se van, sino que permanecen besándose en el sillón; Parpignol no vende nada, sino que va ataviado como un payaso… Pero el meollo de la historia queda reflejado, con un segundo acto bien movido, pero excesivamente sobrecargado, con antinaturales desplazamientos laterales. En el tercero choca un poco, y parece un recurso bastante fácil, el juego de ilustraciones nevadas, que, en todo caso, proporcionan el deseado ambiente. Y el simbolismo algo rudimentario del final: muere Mimi y el lienzo proyectado se resquebraja irremisiblemente.

Pedro Halffter puso desde el foso mucho orden, aunque, como suele suceder en él, no reguló siempre con finura, con clarividencia, los planos. Los movimientos scherzantes del primer y cuarto acto, sobre todo de aquél, no tuvieron en ocasiones el deseado engarce, precisión y las voces de los cuatro amigos se confundieron más de lo deseable. La escena, de acción algo confusa y embarullada, no ayudó a ello. Pero la batuta anduvo firme y exacta para distribuir cometidos y clarificó líneas dando seguridad a los niños y a los conjuntos en el acto del Momus. Y se apoyó en una orquesta con reflejos, presta y compacta y en un coro, estupendamente preparado por Íñigo Sampil. Sorprendentemente cumplidora la Escolanía de los Palacios.

Del reparto destacamos en primer lugar la prestación de las damas. Mimi fue la rumana Anita Hartig, discípula de Ileana Cotrubas, lo que se nota en la exquisitez a la hora de planificar los reguladores y de buscar sensibles medias voces, aunque tiene una cierta propensión a dejarse ir en largas sfumature, lo que puede ocasionar algún desequilibrio en la cuadratura (como en el final de Donde lieta uscì). El timbre, de lírica, es fresco, agradable y la emisión a veces en exceso fija, lo que, en la zona aguda, quita belleza y redondez al sonido. Musetta fue servida sin problemas por María José Moreno, que ha ganado en armónicos y dotado de un mayor cuerpo al instrumento, cálido y refulgente en la franja superior. Quedó bastante perjudicada por la falta de tacto dinámico de la batuta.

No nos parece que la de José Bros sea una voz idónea para Rodolfo, que precisa un lírico pleno, no un lírico-ligero como él, de emisión en punta, picuda, exenta de la necesaria calidez, aunque con timbre. Es artista entregado, un punto plano, bien que diga con gusto. Salvó honorablemente su racconto. No posee la anchura, la pasta, el cuerpo adecuados. Juan Jesús Rodríguez, ya se sabe, es cantante algo rudo, un tanto primario, pero goza quizá del mejor instrumento baritonal de nuestro país: timbrado, oscuro, igual, extenso, con agudos muy bien colocados, de los que abusa a veces.

En Marcello brilla de manera especial. El personaje no tiene dobleces ni matices; es directo como su canto. Fernando Radó es un bajo muy lírico, puede que en demasía, lo que priva a Colline de la sesuda gravedad que lo caracteriza, aunque dibujó con sentido y estilo la Vecchia zimarra. David Lagares, producto local, es un barítono aún en formación, animoso y valiente, de tinte atractivo, que debe eliminar radicalmente esos non sanctos apoyos en la gola. Eficaz, aunque poco natural en sus excesos –quizá mal orientado- como Benoit, mejor como Alcindoro, el barítono Alberto Arrabal. Arturo Reverter

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