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Diálogos de Besugos de 2002 otros
Diálogos de Besugos de 2001 otros
Por Publicado el: 28/12/2002Categorías: Diálogos de besugos

Diálogos de Besugos de 2002

Lean el artículo firmado por Tomás Marco publicado en ABC Cultural y la carta enviada al director de ABC por Fernando Peregrín.
Lean las críticas de Enrique Franco y Gonzalo Alonso al concierto de Rostropovich para Juventudes Musicales. Clara discrepancia. Y una observación: ¿por qué Franco no escribe de la “Quinta” más que una generalidad al fina? Simplemente porque tras el descanso no vi a Franco en el Auditorio. Tan triplemente bueno no sería el concierto. Digo yo…
El último recital de María Bayo en la Zarzuela no ha gustado a los críticos.
Una ópera, El Trovador, nos revela que estos de la crítica se presta al cuento. Miren, ¿cómo es posible que un crítico no distinga un “do” de un “si bemol” ? Con lo fácil que es sabiendo música y teniendo oído. Claro que se puede tener oreja, pero no oído y, por si fuera poco, ni saber leer una partitura ni siquiera donde encontrar un sólo “do” en un piano. Me consta que Pérez de Arteaga sabe música, toca el piano y tiene oído…
Enrique Franco, vicepresidente de la Fundación Albéniz, frente a Arturo Reverter al juzgar el concierto inaugural de la Escuela Reina Sofía que depende de la FUndación Albéniz. ¿Será por algo en particular?
No puede haber más desacuerdo entre Leopoldo Hontañón y Gonzalo Alonso respecto al recital de Barenboim en Santander. Lo que para uno fue sublime, fue para el otro una cursilada y viceversa.
¿Por qué será que las críticas de Banús y Vela del Campo a un mismo espectáculo salzburgués, “Las Bodas de Fígaro”, son tan diferentes? ¿Será acaso por la amistad de Vela con Mortier? Pues Ruben Amón, en El Mundo, coincide con Banús. También hay sustanciosas diferencias entre Amón y Vela para el “Cossi fan tutte”.
Como estamos en verqano me salgo de la música para traerles el dialogo entre los diversos diarios nacionales sobre sus respectivas situaciones económicas. ¡Cuánto se quieren! Sus dialogos de besugos recuerdan esas escenas líricas en las que se llaman “brujas, zorras y putas”. No se lo pierdan
Todos han coincidido más o menos en sus juicios críticos a “La vida breve” repuesta en el Real: una lectura desleída y sin tensión y unos añadidos que rompían el ritmo.
Pues, por una vez, casi todos de acuerdo: el concierto de Barenboim con la Staatskapelle no fue para tirar cohetes.
Reciente se encuentra aún la columna de Gonzalo Alonso en la que abogaba por evitar las prisas a la hora de escribir las críticas, dejando mediar una noche. Pues bien, todos los críticos acordaron que las únicas críticas que se harían en la misma noche del evento serían las de aquellas óperas del Real que terminasen antes de las 23,30. Vela del Campo incumplió el pacto y escribió la del primer recital de Hampson aquella misma noche y así le fue. En una frase escribe “La interpretación de barítono y tenor fue absolutamente sensacional”. Las prisas son malas compañeras.
Gonzalo Alonso y Juan Angel vela del Campo coinciden en su juicio sobre “Pan y Toros”, aunque el primero es mucho más duro que el segundo. En cambio Antonio Iglesias parece haber estado en otro espectáculo. Sobre gustos es evidente que no hay nada escrito. Otro tanto cabe decir de la crítica al “Concierto para chelo” de García Abril. Un dato: el propio compositor acaba de adelantar que lo va a revisar. ¿Será tras la sugerencia de Alonso?
Unanimidad para “Los Cuentos de Hoffmann” sevillanos: una soberbia producción. En cambio, Gonzalo Alonso se lía la manta a la cabeza y pone casi a parir “La paloma herida”. Otros críticos la alaban sin reservas y otros apuntan su problemática. ¡Viva la discrepancia!.
En pocas ocasiones como ésta existe una compenetración tan sustancial entre el título de esta sección y su contenido. Lean el email que recibí de Juan Cambreleng y mi respuesta. Gonzalo Alonso, a quien le pasé este emilio, me ha enviado su contestación con su autorización para publicarla. Como comprobarán Cambreleng ha perdido el juicio. Esperemos que sea temporalmente, sólo un arrebato. Aunque ustedes ya saben que la gente se pone nerviosa cuando ve su silla peligrar. ¿Será ese el caso?
Llegó “la señorita Cristina”. Del clan duro de los autores españoles ya sólo queda uno por estrenar en el Real. Las críticas han sido unánimemente elogiosas. La que más me ha gustado ha sido la de Álvaro Guibert en “La Razón”, pero no se la puedo ofrecer a ustedes por la misma razón que tampoco la de Antonio Iglesias en ABC. Porque, desde el punto de vista de Internet, los periódicos consideran la ópera en el Real un espectáculo menor y no publican las críticas. En cambio sus críticos bien que tienen que salir a toda pastilla del teatro para escribir y que salga en el papel al día siguiente. Pero sí les doy mi opinión muy brevemente. Todo el foso es soberbio, con una orquesta llena de colorido, de fuerza y que apoya magníficamente la acción. Encinar y la OSM brillan por todo lo alto. Otra cosa es “arriba”. La ópera falla desde un punto de vista vocal, ya que declamatoriamente se trata igual que alguien pida un vaso de agua que diga que va a morir. Existe una uniformidad propia de los compositores más sinfónicos que líricos. Y es una pena porque por eso no resulta una obra redonda. Nieva cumple con algún acierto y algún que otro fallo.
“El hijo fingido” en La Zarzuela logra cierta unanimidad en la crítica: gran despliegue para una obra discreta, aunque hay una voz discrepante en ABC.
Hemos de admirar el oído absolutísimo de Juan Ángel Vela del Campo -o absolutísimamente admirable o piensa que todos somos tontos o…- por su capacidad para distinguir y diferenciar el sentimiento con el que cantaban los miembros del Orfeón Donostiarra frente a la técnica con que lo hacían los otros coros en el Requiem verdiano de Abbado en Berlín. Abbado desde luego no colocó los coros por procedencia en vez de por cuerdas y los puso un cartelito. Su crónica no tiene desperdicio.
Más o menos acuerdo en “I Puritani” del Liceo.
Opiniones variadas para “La Flauta Mágica”, aunque la que a mí más me gusta es la crítica de Arturo Reverter en LA RAZÓN. Brüggen estuvo realmente aburrido y algunos momentos, como la entrada de los sacerdotes, fueron como para levantarse y marcharse, pero pocos se enteran y es que pocos de los que han firmado las críticas han visto buenas “Flautas” por ahí fuera.
El Trovador levanta polémica entre el público, no así entre la crítica que se muestra más o menos unánime.
CEREBRO, MENTE, SENSIBILIDAD
El doctor Persaud, psiquiatra del Maudsley Hospital de Londres, la ha armado no pequeña con su afirmación de que la demencia o la degradación de la masa cerebral afectan al gusto musical redundando en la tesis del neurólogo italiano doctor Frisoni sobre la necesidad de una mayor masa cerebral para apreciar la música clásica que para la comercial popular.
No es mi propósito echar a pelear a los géneros ni abundar con el flagrante ejemplo del éxito, no sólo comercial sino político, de recientes operaciones porque tampoco tengo excesiva fe en la cantidad de masa cerebral que poseen muchos presuntos aficionados clásicos que conozco.También ha habido quien ha afirmado que «se oye con el corazón», en un sorprendente hallazgo sobre las capacidades auditivas de esa víscera. Aunque, si de aficionados madrileños se trata, más que con el corazón o el cerebro escuchan con la glotis a juzgar por las jubilosas y rotundas toses con que amenizan los conciertos.
Claro que hay músicas más complejas que otras; claro que hay que implicar al cerebro en la escucha. Pero la cuestión no es sólo que oigamos con el cerebro a través del oído ni que las músicas sean mejores o peores sólo en razón de su complejidad, sino que para crear arte hace falta que el cerebro ponga en marcha la mente, algo que se soporta en él pero va más allá porque implica a la sensibilidad. Y, desde luego, a que para que exista arte musical importante no basta oír, hay que hacer algo más activo como es escuchar. Está más que claro que ni la música ambiental que nos atormenta desde los restaurantes a los ascensores o a la espera telefónica de las compañías tecnohorteras, ni la música de consumo de masas tienen que ver con la escucha ni, probablemente tampoco, con la sensibilidad. Y es que la confusión entre arte y diversión no beneficia a nadie porque si el arte no tiene necesariamente que ser aburrido, la simple diversión no es de por sí arte. Ni tampoco el consumo, el puro espectáculo, el negocio o la sociología. Lo que Persaud o Frisoni proponen ahora es muy viejo pero siempre muy candente. Sin ser reconocido como neurólogo el gran Leonardo ya lo había enunciado: «L´arte è cosa mentale». Tomás Marco
LAS NEUROCIENCIAS Y EL SEÑOR MARCO
Sr. Director:
Leo esta semana que Tomás Marco en su columna del suplemento de cultura se hace eco de una curiosa noticia sobre la neurología y el gusto musical. Para empezar, un reproche metodológico: si se citan ensayos y conjeturas con la vitola de la seriedad y el prestigio de que gozan las ciencias naturales, hay que dar información sobre las fuentes, cosa que el señor Marco soslaya. Puede que para evitar que sus lectores se den cuenta de que la noticia no es reciente, ni mucho menos. De hecho, apareció en la BBC Music Magazine allá por el pasado mes de junio, y armó entonces– no ahora, como parece indicar el columnista– cierto revuelo.
También conviene, si se va a escribir sobre neurociencias, instruirse algo para no meter la pata. Escribe Tomás Marco sobre “la tesis del neurólogo italiano doctor Frisoni– publicada, por cierto, en el Journal of Neurology, dato que no se nos ofrece en la columna que comento– sobre la necesidad de una mayor masa cerebral para apreciar la música clásica que para la comercial popular”. Esto es un disparate, ya que hoy ningún neurólogo habla de “masa cerebral”, un concepto obsoleto que abundaba en la literatura seudo científica del darwinismo social y otras corrientes de pensamiento claramente racistas. Leyendo el artículo del neurólogo italiano y la información que sobre él dio en su momento la BBC, y como era de esperar, nunca aparece el concepto de “masa cerebral”. El trabajo del doctor Frisoni se centra en cómo puede afectar al gusto musical las lesiones que ciertas clases de demencias patológicas causan en los lóbulos frontales. Cierto que llega a conclusiones curiosas, como que la apreciación o el gusto por la música clásica parece compartir circuitos neuronales– al menos, localización cerebral– con el habla, el pensamiento abstracto y el procesamiento de juicios de alta complejidad.
Ajeno a la opinión del doctor Frisoni expresada en el citado artículo de que el gusto musical es una cuestión extremadamente compleja y que depende de los individuos y de su entorno social y cultural, Tomás Marco bromea con frivolidad y desprecio sobre la “la cantidad de masa cerebral que poseen muchos presuntos aficionados clásicos” que él conoce, reprimiendo a continuación y a propósito de las vísceras humanas, a los aficionados madrileños en general, de los que dice que escuchan, más que con el cerebro o el corazón, con la glotis, “a juzgar por las jubilosas y rotundas toses con que amenizan los conciertos”.
Me sorprende que el señor Marco diga, a continuación, que “el arte no tiene necesariamente que ser aburrido”. ¿Necesariamente? Yo diría que en ningún caso el arte puede significar aburrimiento– el origen principal de las toses de las audiencias de las salas de conciertos–, cosa que no siempre han tenido en cuenta muchos compositores a la hora de crear lo que algunos entienden por arte musical culto y complejo. Claro que la culpa de la falta de apreciación de la música de tantos ilustres compositores de la música de conservatorio española, parece que no la tengan ellos, sino el público, que no hace nada para estimarla, como parece desprenderse de la afirmación categórica del señor Marco de que “para que exista arte musical importante no basta oír, hay que hacer algo más activo como es escuchar”. De acuerdo, mas siempre que lo que se pretende escuchar merezca la pena de ser escuchado. Fernando Peregrín Gutiérrez

EL PAÍS: La generosidad de un tenor
Enrique Viana aparca el papel de tenor resignado y se lanza con La locura de un tenor (se estrenó en El Escorial el día 24 y actualmente está en gira) a un ejercicio de prestidigitación, que demuestra lo ya sabido: la generosidad de un artista transgresor, con la locura creadora como único equipaje.
Viana no es un tenor encasillable en la normalidad. Ni siquiera tiene uno de esos timbres de voz que encandilan nada más abrir la boca. Pero Viana es un profesional cuyos méritos no se estancan en la consecución impecable del agudo. Busca otras dimensiones artísticas y, afortunadamente, las encuentra. Los precedentes de su coraje abundan. Ha cantado en ingratas iglesias, desde el punto de vista acústico, infinitos recitales de Donizetti, con todos los recitativos, arias y cabalettas; ha desafiado todas las convenciones de los espacios abiertos para lanzar a las montañas de Robles de Laciana los más milagrosos Pescadores de perlas que uno puede imaginar; ha posibilitado con sus alumnos en Aranjuez un recital belcantista asombroso. En fin, Viana es un caso aparte. Su virtuosismo de cantante se enriquece con su faceta de extraordinario pedagogo y con sus habilidades de ingenioso fabulador. Viana ha querido reunir todo ello en un mismo espectáculo, y de ello ha surgido este insólito La locura de un tenor. El éxito ha hecho justicia a la ambición del proyecto.
Casi dos horas de espectáculo, con más de diez números musicales, es una apuesta al alcance de mentes generosas. Viana sale airoso pero el esfuerzo es agotador. Y el cansancio a veces hace acto de presencia, y también los altibajos. La genialidad de muchas de las situaciones se impone, en cualquier caso, y Viana sabe mantener un equilibrio entre lo conceptual, lo alocado, lo actual, lo revisteril, lo rigurosamente musical y lo sencillamente sorprendente.

LA RAZÓN: Juventudes Musicales. TODO TSCHAIKOVSKI
Obras de Tschaikovski. T.Vassiljeva, chelista. Orquesta Sinfónica del Estado de la Federación Rusa. Director: M.Rostropovich. Auditorio Nacional. Madrid, 6 de febrero.
Volvió Rostropovich a un ciclo en el que es habitual, el de Juventudes Musicales, para el primero de sus dos conciertos de este año. Vino desde Valencia, en donde ha establecido una extensa colaboración no exenta de críticas por el elevado monto de honorarios que han de abonar las arcas locales. Con él vino la Orquesta Sinfónica del Estado de la Federación Rusa, una de las más de veinte agrupaciones que malviven en la capital moscovita. Se trata de un conjunto de nivel medio, muy similar al de muchas de nuestras orquestas, en el que lo más destacable en su presentación fue la cohesión y disciplina de la sección de cuerda. Director e instrumentistas plasmaron una suite de “Cascanueces” en la que todo estuvo en su sitio y hasta crearon belleza en la “Danza del Hada Bombón” y la “Danza rusa”. Rostropovich también quiso brindar a esta sección la primera de las propinas concedidas.
En el programa figuraba también una obra con la que el propio director ha triunfado muchas veces como solista: las “Variaciones sobre un tema rococó”. No las interpretó él, sino que lo hizo la ganadora de su último concurso parisino, la joven y aún estudiante Tatjana Vassiljeva. En ella admiramos la delicadeza con la que expuso los pasajes más líricos, mientras que los más briosos, final incluido, quedaron algo faltos de fuerza. El público aplaudió los méritos de la joven promesa y ésta correspondió con una propina.
Cerró la tarde la muy tocada “Sinfonía n.5”. Para quien está cansado de escucharla es difícil disfrutar si no es con una orquesta de primera línea o una batuta de personalidad arrolladora. No era el presente ninguno de ambos casos, pero Rostropovich planteó una versión calmada sin caer en cursilería alguna, potente en los momentos apasionados, aunque sin lograr mantener la tensión interna de forma permanente. El público se comportó, no aplaudió antes de la coda, pero sí lo hizo generosamente al final. Hay artistas cuyo sólo nombre aumenta un cincuenta por ciento los méritos de una versión. Gonzalo ALONSO
EL PAÍS: UNA INTERPRETACIÓN TRES VECES MAESTRA
Como otros grandes virtuosos, el inmenso violonchelista Mstislav Rostropóvich simultanea su trabajo magistral de concierto con la dirección, un arte que sobre atractivo, incluso apasionante, encierra algo de vicio a juzgar por el continuo ceder a la tentación de su práctica.
Vino Mstislav Rostropóvich, una vez más, al ciclo de conciertos extraordinarios de las Juventudes Musicales Madrileñas, fundadas ahora hace medio siglo en la capital por un reducido grupo emprendedor, entre el cual contaba Fernando Ember, recientemente fallecido, y al que se dedica en el programa de mano un justo recuerdo.
El programa, enteramente dedicado a Chaikovski, centraba su interés en la actuación de una violonchelista siberiana, Tatiana Vassilieva (Novosibirsk, 1977), último premio del Concurso Rostropóvich de París (octubre, 2001). Desde sus 16 años, Tatiana Vassilieva acumula premios y triunfos, lo que se explica por todos sus valores, tanto los virtuosísticos como los de pensamiento y estilo.
Tener como colaborador en el podio a Mstislav Rostropóvich, una cima en la historia del violonchelo, representaba que las Variaciones sobre un tema rococó op. 33 iban a gozar de una interpretación tres veces maestra: por la solista, la batuta y la orquesta, que era la Sinfónica del Estado de la Federación Rusa, fundada en el año 1936.
La perfección de cada uno de sus miembros, la afectiva expresividad de los arcos, la belleza de las maderas y la seguridad de los metales hacen del conjunto una pieza digna de la historia del sinfonismo europeo del Este. Con serena naturalidad en la exposición del tema y el dibujo y coloración de cada una de las variaciones, recibimos la obra toda como una dramaturgia perfecta y humanísima, a partir del sonido de Tatiana Vassilieva, de una afinación exactísima y de un mordente hondamente sugestivo. El triunfo fue total para todos y se prolongó para la joven intérprete en una propina de Juan Sebastián Bach.
Músicas tan familiares como Cascanueces y la Quinta sinfonía nos dijeron a través de la sustancial fidelidad de las versiones, algo o mucho del genio de Chaikovski, como creador de fantasías-gesto y color en estrecha fusión y unificador de una casi narración sinfónica tan potente, apasionada y directa como la denominada sinfonía prepatética. En el concierto hubo lleno absoluto y éxito total. Enrique Franco.
LA RAZÓN: UNA TARDE INDISPUESTA
Esta es una de esas críticas, que siempre acaban dándose en una larga trayectoria informativa, que uno desearía haber podido evitar. Tarde o temprano, aunque uno lo evite, acaban conociéndose y encontrándose críticos y criticados, puesto que el mundo de la música no es grande como pueda parecer. Las críticas positivas nunca se discuten; las negativas suelen ser mal asumidas. También hay que decir que normalmente son mal asumidas en relación inversamente proporcional a la talla del artista que es objeto de ellas. Por eso confío en que María Bayo, que es una gran cantante, no sólo respetará esta opinión, sino que quizá incluso la comparta, porque los grandes artistas son los primeros en saber cómo han estado cada día.
El mundo de María Bayo es más la ópera que el lied y cuando aborda éste no puede evitar una cierta tendencia a la interpretación excesiva, a la sobre dicción. Y se trata de frasear bien, con claridad, sin llegar a la afectación. Bayo analiza y estudia incluso el logro de esa naturalidad que parece inmanente a ella. En la ópera acierta, en el lied no siempre. Esa es una característica general en la soprano de Fitero.
En el recital del Ciclo de Lied del Teatro de la Zarzuela hubo además algún problema adicional que desconozco. Tras la interpretación del «Morgen» sufrió una breve indisposición -¿emoción?, ¿vocal?- que la obligó a retirarse durante unos momentos del escenario. En alguna otra ocasión manifestó dificultades respiratorias y le sobrevino la tos. Sirva ello como posible justificación a una velada en la que nuestra soprano no pudo brillar a la altura habitual que ella lo sabe hacer. Dijo bien las cuatro canciones mozartianas, aunque con el defecto previamente apuntado. En las seis de Strauss, donde se produjo la interrupción, bajó un punto el nivel. No deja de ser lógico puesto que este repertorio precisa en general de voces que sean más amplias y carnosas. Así la traducida como «Dedicatoria», que en realidad es «Agradecimiento», incluye en su final un registro grave que es impropio de una soprano de voz tan lírica como la de María Bayo.
Con excesiva frecuencia utilizó el inicio en piano de agudos para crecerlos después, recurso bonito pero del que no ha de abusarse. La segunda parte nos trajo a Granados y Toldrá en interpretaciones personales, entre lo popular y lo sofisticado, pero siempre dichos con calidad y expresión. A veces se diría que el problema mayor de María Bayo es poseer una voz tan bella, tan limpia y pura. Llegaron las propinas y en el «Lascia ch io pianga» de Rinaldo, sin apenas variaciones, alcanzó su nivel habitual. Seguro que María es consciente de ello. G. ALONSO
ABC: María Bayo, aplaudida en la Zarzuela
VIII Ciclo de lied. María Bayo, soprano. Veronique Werklé, piano. Obras de Mozart, Strauss, Granados y Toldrá. Teatro de la Zarzuela. 12 de noviembre.
María Bayo, esa magnífica soprano que viene defendiendo con tanto éxito nuestro pabellón por esos mundos operísticos de Dios desde hace unos cuantos años, se ha convertido de nuevo en la única representante de nuestra «liederística» en la presente edición de ese ejemplar ciclo que, por octava vez ya, brinda a los no pocos madrileños enamorados del género el Teatro de la Zarzuela y Fundación Caja Madrid. Me duele sobremanera reconocerlo por razones que no son del caso; pero no tengo más remedio que declarar a seguido que buena parte de lo que me toca comentar, iban siendo impresiones y pareceres no del todo positivos.
Resumo. Ya un Mozart que nada tenía que ver con la claridad expositiva que exige la línea del de verdad, unido a un Richard Strauss traducido con supuestos interpretativos nada diferenciados, me dio la impresión de que María había prefabricado todo un mundo de hacer y de decir, unas estereotipadas fórmulas de general aplicación, eso sí, de límpida emisión, de dulzura emocional cautivadora y de entonación perfecta permanente. Ello aplicable a la totalidad de los ejemplos seleccionados de uno y otro compositor -«Dans un bos solitaire», «An Chloe», «Ridente la calma» y «Un moto di gioia», de Mozart, y «Morgen», «Allerseelen», «Meinen Kinde», «Die Nachf», «Zueignung» y «Cäcilie», de Strauss-, excepto, quizás, a estos dos últimos, más centrados en su auténtico carácter.
Pero lo que más siento es no poder hacer excepción tampoco, dentro de ese monocorde modo de entender el canto acompañado por parte de María Bayo -con idéntica postura de la pianista acompañante-, a la hora de juzgar sus traducciones españolas de la segunda parte. Cuidado máximo también en que lo ejecutor constituya una prodigiosa sucesión de hermosura físico/sono-ra de inatacable perfección. Pero, como pago, se resiente la fonética. Por otro lado, la innata elegancia de las «majezas» de Enrique Granados se sacrifica en exceso a unos acentos casticistas un tanto forzados, mientras que la íntima y sutil severidad de las «Canciones castellanas» de Eduardo Toldrá cede también ante las preocupaciones ejecutoras. En cualquier caso, hubo éxito suficiente para tres propinas. Leopoldo HONTAÑÓN
EL PAÍS: EL MIRAR DE LA MAJA
Los cantantes españoles se han desenvuelto siempre con más comodidad en el mundo de la ópera que en el del lied. Hay excepciones, como la malograda Montserrat Alavedra, que falleció en 1991, y hay un punto de referencia absoluto en Victoria de los Ángeles, que en su categoría de símbolo intervino en el primero de estos ciclos de la Fundación Caja Madrid y el Teatro de la Zarzuela. Los organizadores insisten en invitar cada año a una voz española destacada (Teresa Berganza, Isabel Rey, Ana María Sánchez) tratando de animar la creación de una tradición española y también para no olvidar las canciones propias, muchas de ellas de indudable encanto. Es un criterio culturalmente acertado, más que un impuesto revolucionario como a veces se comenta malévolamente.
La soprano María Bayo repite en estos ciclos después de su actuación en marzo de 1998, con pianista diferente (¿por qué cambia la soprano navarra tanto de acompañante en un mundo que requiere total compenetración?) y un programa bien construido dividido en dos partes claramente delimitadas, una de autores centroeuropeos (Mozart, Richard Strauss) y otra de españoles (Granados, Toldrá).
Las bazas de María Bayo para el mundo del lied son el cuidado de la palabra (la visión, el fraseo) y el lado llamémosle interpretativo o expresivo. En cualquier caso su dedicación a la ópera se nota. Ello facilita y hasta predispone la creación de climas muy particulares. Ayer, su Mozart estuvo lleno de frescura y espontaneidad (excepcional su Ridente la calma), su Granados alcanzó un equilibrio entre lo castizo y lo elegante (especialmente modélico El mirar de la maja) y su Toldrá venía impregnado de un atractivo entre literario y popular, con una voz de tierra y una elevación espiritual desde el lenguaje. Con Mozart, con Granados, con Toldrá, María Bayo consiguió universos propios a partir de una recreación suelta de lo propuesto por los autores.
La sensación de naturalidad se imponía desde la base de un trabajo depurado. En esos terrenos se movía como pez en el agua María Bayo, y también en los Turina (Cantares) o Montsaltvatge (Punto de Habanera), ofrecidos como propina, pero donde su sello y su personalidad se impusieron con más firmeza fue en una emocionante Lascia ch’io pianga, aria de Almirena en Rinaldo, de Händel. La ópera, de nuevo.
Las limitaciones de la cantante se centraron en el universo liederístico de Richard Strauss, un autor que, por desgracia, aún no ha frecuentado en el terreno escénico. Y en María Bayo, una cantante que consigue cada pequeño detalle a base de mucho estudio y familiaridad con los pentagramas, eso se nota. Apuntó, que duda cabe, detalles líricos de clase, pero no acertó a crear una atmósfera sugerente, evanescente, straussiana. Fue un Strauss sin vuelo. Bayo abusó del melodismo moroso, de una delectación a lo Barbra Streisand, y la sombra del manierismo se volvió amenazante. Lo más conseguido estuvo en Morgen, Zueignung y, en cierta medida, en Cäcilie, donde tuvo las frases más straussianas (y quizá las menos). El Strauss de María Bayo está haciéndose todavía. Es como un vino de crianza que puede llegar a ser un gran reserva con una dedicación más continuada. Necesita reposo, un pianista de más fuste y, sobre todo, una mayor identificación con estos pentagramas tan peligrosos estilísticamente y tan llenos de dificultades a la hora de crear una determinada sonoridad.
No fue la de ayer la gran noche madrileña de María Bayo, aunque, como en ella es habitual, desplegó una enorme simpatía y se vistió con gran elegancia. Es algo de agradecer estas ganas de gustar. J.A.VELA DEL CAMPO

LA RAZÓN:
«Il trovatore»: casi todo en su sitio. J. L. Pérez de Arteaga
Si al inicio de la pasada campaña fue el Teatro Real quien abrió temporada con «Il trovatore» (al igual que La Scala o el Metropolitan), en el que iba a ser el último Verdi escénico del desaparecido García Navarro, el Teatro de la Maestranza ha inaugurado la serie 2001-02 con la misma partitura, en producción debida al Teatro de la Òpera de Roma. Se trata de un montaje escénico «tradicional» en el menos laudatorio sentido del término, con movimientos de figurantes acartonados, que en algún momento bordea la payasada, como en el célebre coro de gitanos del Acto II, que con su penosa coreografía más bien remedaba el serrallo de un sultanato venido a menos. Así, la dirección escénica de Fassini se limita a hacer que cosas y personas estén en su sitio, sin buscar mayores honduras.
El triunfo de los «malos»
Tres cuartos de lo mismo sucede con la rectoría musical del veterano Mauricio Arena, que deja sutilezas en la cuneta y se limita a procurar que todo esté, de nuevo, en su sitio; bueno, casi todo, porque a poco de empezar el mentado Acto II, coro, orquesta y yunques marcharon, durante unos compases, cada uno por su lado. Arena tiene, además, una peculiar tendencia a pisar el acelerador en «strettas» o codas que, en vez de generar tensión, sólo ponen en peligro la concertación de orquesta y cantantes. En su sitio estuvo poco el coro, en noche que no pasará a la historia. Más enjundia hubo en el elenco solista, aunque no deja de ser llamativo que los grandes triunfadores de un «Trovador» sean los «malos», o sea, El Conde de Luna y la gitana Azucena. Esta volvió a encontrar valedora de excepción en Luciana d Intino, una zíngara a la que Groucho no se habría atrevido a hacer burla. Roberto Frontali no es Piero Capuccilli, pero en el «Il balen del suo sorriso» lució una hermosa línea baritonal en estado puro que habría agradado a su ilustre predecesor. No siempre estuvo a gusto la joven búlgara Svetelina Vassileva con los «tempi» que el foso marcaba, pero hay en ella una soprano de grandes posibilidades. Dario Volonte apechugó con la difícil parte de Manrico, quizá obsesionado por pasar el Rubicón del «Di quella pira» como fuese: voceó el aria, canto sólo media «Pira» (como es costumbre) y llegó justito pero altanero a su Si bemol: no he escrito Do por razones obvias. Pero donde cantó con calor e intimismo fue al final de la obra, en el poético dúo con Azucena que precede al tremendista desenlace. Aquí, ¿oh milagro de los pentagramas verdianos!, hasta Arena hizo música.
EL PAÍS:
Atasco en la ópera imposible JUAN Á. VELA DEL CAMPO
La recta final del Año Verdi en España se encuentra especialmente animada. Las iniciativas son de signo bien diferente. Por un lado, la programación de óperas habitualmente poco representadas. A Coruña, por ejemplo, acaba de presentar una encantadora producción de Pier Luigi Pizzi de un título de juventud tan singular como Un giorno di regno, mientras Bilbao prepara con mucho tino las siempre peligrosas Vísperas sicilianas. En otra dimensión, noviembre es el mes de las estrellas de la batuta. Riccardo Muti y Lorin Maazel dirigirán Macbeth y Luisa Miller, respectivamente, en Barcelona y Valencia, en versiones de concierto. En contraste con este panorama, Madrid y Sevilla han optado por inaugurar sus temporadas líricas este mes con apuestas de alto riesgo. Porque si arriesgado es Rigoletto, más todavía lo es El trovador, la ópera imposible por sus dificultades vocales.
Además, el Maestranza de Sevilla le ha cogido el gusto a eso de las dificultades al límite en las jornadas inaugurales, tal vez crecido por el éxito arrollador de Los puritanos (otra ópera que se las trae) el pasado año. Sevilla ha querido hacer lo del más difícil todavía con El trovador, y no es que se haya estrellado, pero al menos se ha atascado. En cualquier caso, terminar hoy una obra como ésta sin bronca tiene mérito, y ahí está el recuerdo de las recientes experiencias en Madrid o Milán para confirmarlo.
Decía Toscanini que para hacer El trovador había que reunir a los cuatro mejores cantantes del mundo. En Sevilla no estaban, desde luego, pero hay que reconocer que mantuvieron el tipo, a pesar de los desatinos y embestidas de una dirección musical del veterano Maurizio Arena tan confusa como atropellada, tan vulgar como anárquica en los tiempos. El clima poético no existía, y así, lo de parar, templar y mandar es muy complicado.
Pero ahí estaba Luciana d’Intino, para dar temperamento, pasión y sentido dramático al personaje de Azucena, el fundamental de la ópera, según Verdi. Y Dario Volonté delineando un ‘Ah, sí,ben mio’ lleno de elegancia y musicalidad y mostrándose seguro posteriormente en el do de ‘La pira’, aunque a su voz le falte proyección y se quede a veces algo estancada. Registro central precioso el de la soprano, con una actuación irregular pero salpicada de detalles de clase. Y poderoso el Conde de Luna de un Frontali en plena forma.
La dirección de escena de Alberto Fassini, procedente de la Ópera de Roma, fue irrelevante, y el trabajo con los actores, prácticamente inexistente. Todo muy old fashion. Algún momento escenográfico contenido, como el cuadro segundo del segundo acto o la escena final, elevó el nivel plástico. Otros, como la increíble escena coreográfica del campamento de los gitanos en Vizcaya del segundo acto (con palmitas incluidas), eran dignos de un programa de variedades de Sábado noche.
El público se lo pasó bien y aplaudió a todos sin reservas, aunque los bravos los reservó para Luciana d’Intino.
EL PAÍS: La lección de un concierto
El curso musical madrileño comienza con actividades tan atractivas e importantes como el concierto conmemorativo del 10º aniversario de la Escuela Superior de Música Reina Sofía, un empeño largamento acariciado por Paloma O’Shea que se hizo realidad en 1991. Entre los primeros profesores del centro, todos ellos figuras internacionales, estaban el pianista Dimitri Bashkirov y el violinista Zakhar Bron, concertistas y docentes de primera línea.
Con la Orquesta Nacional, dirigida por Antoni Ros Marbá, protagonizaron un concierto académico que tras las muy bellas fanfarrias de Manuel de Falla y de Maurice Ravel nos depararon magníficas versiones de dos conciertos de Beethoven: el Nº 1 para piano y orquesta y el En Re mayor, para violín y orquesta, para concluir brillantemente con la Obertura académica, de Brahms. La calidad sonora y el pensamiento musical de los dos virtuosos de la escuela rusa quedaron patentes y contrastados a través de los dos mensajes beethovenianos, auténticas lecciones de quienes desde hace una década forman en sus aulas madrileñas un gran número de intérpretes de excelencia. El éxito acompañó a todos, organizadores e intérpretes. Enrique FRANCO
LA RAZÓN: Camino por andar
La Escuela Reina Sofía es, a los diez años de su creación, una excelente realidad, que no hay duda de que funciona y de que está prestando magníficos servicios a la causa de la música. Diferentes patrocinios, bien administrados, han contribuido al fortalecimiento del proyecto, del que se benefician cada vez más alumnos, españoles y extranjeros.
Para este concierto, el protagonismo lo han tenido dos profesores, Bashkirov y Bron. No se ponen en duda sus méritos docentes, pero aquí estamos para hablar de su actuación como intérpretes, que no merece una nota alta. El pianista, siempre nervioso, azogado, fluctuante, que tocó el «Concierto n° 1» de Beethoven, evidenció cambios bruscos en la velocidad, pasajes borrosos, como el de la presentación del refrán del Rondó, sonido sin encanto y una concepción general reñida con el muelle acompañamiento de Ros y la ONE.
El violinista, que tañe un magnífico Guarnerius del Gesù, mostró, pese a ello, en el «Concierto» de Beethoven, un espectro tímbrico lleno de durezas, casi agresivo, un fraseo falto de vuelo y por momentos dislocado, una ejecución sucia, con notas no dadas, una falta de aseo en las agilidades y una afinación desigual. Por lo demás, pudimos escuchar dos breves y jugosas «Fanfarrias» de Falla y Ravel y una exposición brillante, no muy matizada, de la «Obertura Académica» de Brahms. Arturo REVERTER
EL MUNDO: María Bayo sobrevive a un tedioso «Così fan tutte». Ruben Amón.
La memoria de Mozart ha encajado un nuevo golpe en el Festival de Salzburgo. Esta vez, la culpa corrresponde a Lothar Zagrosek, cuyo Così fan tutte cae peligrosamente en el aburrimiento. Al menos, María Bayo salva el tipo.
Mozart, Salzburgo, Filarmónica de Viena. Las coordenadas presuponían un Così fan tutte de relumbrón, pero el maestro Lothar Zagrosek convirtió la partitura en un monumento funerario, irreconocible, impropio de la ciudad natal de Mozart e inaceptable en un festival de semejante tradición musical.
La culpa la tiene Gerard Mortier. Entre otras razones porque el ideólogo de Salzburgo se ha enemistado con los grandes directores de referencia -Abbado, Harnoncourt…- y ha descuidado la obligación de interpretar a Mozart de acuerdo con el estilo, la imaginación y la audacia.
Así se explica el desfile de cantantes inadecuados. Y así se entiende que el talento segundón de Lothar Zagrosek pueda consentirse un espacio de honor en el Festival de Salzburgo, cuya presente edición ha convertido la figura de Mozart en un pelele, o en una broma, o en un solemne aburimiento.
El Così fan tutte representa una prueba irrefutable. Es verdad que Las bodas de Fígaro habían sonado caprichosas e irreverentes, pero el trabajo de Zagrosek pertenece a la categoría de los crímenes musicales. Especialmente porque la monotonía y la inexpresividad pusieron en entredicho la reputación de la Filarmónica de Viena. Pobre Mozart.La versión salzburguesa de Così fan tutte, en efecto, resultó insensible a los matices, a la dinámica, a los contrastes. Más bien se trataba de buscar un sonido corpulento y uniforme, incluidos los pasajes contemplativos, los recitativos y las grandes arias del segundo acto.
Menos mal que la referencia mozartiana de María Bayo concedió una tregua al aburrimiento. Hubiera sido un acierto otorgarle el papel supremo de Fiordeligi, pero resolvió su papel con gracia, sensibilidad y una línea de canto inasequible a la mayoría de compañeros de reparto.
Por ejemplo, Catherine Naglestad, cuya voz homogénea y atractiva apenas le sirvió de ayuda para desentrañar los principios del estilo mozartiano. Era una diva wagneriana. O una prima donna en estado de trance belcantista.
El montaje escénico de Hans Neunfels apenas redimió la velada del tedio y el sopor. Esta vez no se dieron escándalos ni orgías. El director germano se atuvo a la idea de concebir cada escena con un sentido independiente. Unas veces, mediante el uso de ingredientes obvios y simplones. Otras, a través de recursos algo más abstractos y herméticos.

EL PAÍS:MARÍA BAYO REVALIDA SU CONSAGRACIÓN EN SALZBURGO.JUAN ÁNGEL VELA DEL CAMPO
En la prensa centroeuropea se ha escrito que es la ‘perla del espectáculo’. Y, en efecto, lo es.En primer lugar, por los recitativos. De un fraseo claro, matizadísimo, con un exacto equilibrio entre el lenguaje hablado y el cantado, marcando cada acento, con una definición pasmosa de la pronunciación. En segundo lugar, por la caracterización teatral. Hans Neuenfels la mima (como Herbert Wernicke, como Luca Ronconi: una habilidad diabólica de la soprano navarra). Despina es, así, el personaje más lucido de la obra. Podría serlo don Alfonso, pero Franz Hawlata es plano, monocorde, se le va el papel de las manos. A María Bayo no solamente no se le va su papel, sino que hace una creación magistral del mismo. Luego está la línea de canto, la seguridad en la resolución de arias, conjuntos y situaciones; y, sobre todo, la transparencia. Hace María Bayo fácil lo difícil, y la música de Mozart sale de su voz como un torrente de agua fresca.Únicamente Vesselina Kasarova (Dorabella) le aguanta el tipo. Con otras armas: el hechizo de su timbre vocal, una técnica deslumbrante al servicio de la expresión controlada. No se gana en las sustituciones respecto al año del estreno. Catherine Naglestad (Fiordiligi) no mejora la actuación de Karita Mattila, y los chicos -Rainer Trost, Natale de Carolis- están un tanto apagados. La dirección musical de Lothar Zagrosek, al frente de la Filarmónica de Viena, es lenta y enérgica. Es correcta, desde luego, pero no engancha.
La puesta en escena biológica o alucinada de Hans Neuenfels es entretenida. Tiene poco que ver con la trama o, para ser más precisos, ofrece una versión muy particular, una interpretación, por así decirlo, del desarrollo de la especie humana. Es una excusa para un bombardeo de imágenes poderosas, personajes extraños de estilos de animales o plantas, jardines exuberantes o baldosas de baño a lo Porcelanosa. No da tregua Neuenfels en un ritmo teatral lleno de recursos. Emociona poco, aunque su trabajo está muy elaborado.
Otra ópera que se repone este año en Salzburgo es Don Carlo. La transformación que ha sufrido, respecto a ediciones anteriores, es radical. Lorin Maazel dirige a la Filarmónica de Viena con fuego y pasión. Un reparto vocal de lujo le secunda: Neil Shicoff, un vibrante don Carlo; Thomas Hampson, un elegante marqués de Posa; Marina Mescheriakova, una sensible Elisabetta; Olga Borodina, una sublime princesa de Éboli; Ferruccio Furlanetto, un reflexivo Felipe II; Anatoli Kotscherga, un poderoso gran inquisidor.
Si la dirección musical ha experimentado un progreso espectacular, la escénica no se ha quedado atrás. Incluso ese lado tan discutible del tópico (los sombreros, la Inquisición) se percibe más como la visión alemana de Schiller que como un retrato de pandereta. Las columnas, los espacios, los pasillos, la permanente violación de intimidad, la opresión de la arquitectura, imprimen a este Don Carlo una visión austera, sobria, nada decorativa y afín a las fuentes literarias originales. Es grandioso aunque no grandilocuente, distante pero no frío, esquemático pero no simple.
ABC: Barenboim, mucho más que un recital
No sólo el colofón apoteósico, con nueve bises de lo más variado y aclamaciones interminables. teñidas de connotaciones de cariño y de apoyo hacia recientes posturas, sino también unos prolegómenos de expectación auténticamente desatada que obligó a llenar de sillas supletorias el propio escenario, nos conduce a afirmar que con la presencia el pasado martes de Daniel Barenboim en El Festival Internacional de Santander se acababa de producir su cita estrella. Verdad es que cualquier comparecencia del grandísimo músico argentino, ya sea como director o como pianista, concita interés máximo. Pero datos como la apuntada reciente postura político-musical; el de que este concierto iba a ser el único en España de una gira en la que volvía al teclado tras largo lapso dedicado en exclusiva a la batuta y, finalmente, el de que en él ofreciera en vivo y en directo sus versiones de los dos primeros cuadernos de la «Iberia» albeniciana, recientemente grabada por él mismo, creo que avalarían por sí mismos tal afirmación.
Pero es que luego, claro, están los resultados ejecutores y, sobre todo, los interpretativos. Clarísimos y delicademente esplendorosos en lo físico-sonoro, los primeros, y sólo obtenibles los segundos por quien, a la condición de milagroso músico nato y del todo respetuoso con los creadores, añade una inteligencia y una capacidad de invención fuera de serie a la hora de enriquecer con sus personales concepciones tanto las grandes líneas como los episodios concretos y las subpropuestas internas.
Daniel Barenboim, según comentarios que oí por los pasillos, había sabido producirse así a lo largo de toda su actuación venciendo una tendinitis en su mano izquierda, que incluso estuvo a punto de suspender su concierto. A lo largo de toda su actuación, digo; aunque, como no quiero quedarme con nada dentro, deba aludir a la excepción que hasta me asustó en los comienzos. Me sentí por completo distante de la exagerada afectación, las retenciones fraseantes abusivas y la excesivamente relamida línea «cantabile» del «Andante» de la «Sonata K330», de Mozart, que abría la sesión. Luego, ya el resto del programa resultó asombroso en letra y en espíritu. Desde una escalofriante versión de la sucesiva «Appassionata» beethoveniana que completaba la primera parte hasta ese increíble primer acercamiento a «Iberia» en el que se alcanzan resultados incontestables en la cohonestación expositva de las dos específicas características de la obra por las que el argentino se siente fascinado: «su envergadura y su sutileza». En cuanto a las piezas regaladas -Scarlatti (tres), Villalobos, Resta (dos), Chopin (dos) y Lizst-, que sea la delicadeza casi intangible con la que se abordaron las tres «Sonatas» de Domenico Scarlatti y la riqueza enorme de intencionalidades expresivas con las que se explicó la «Paráfrasis» lizstiana sobre «Rigoletto», otro «simple» par de detalles de lo que terminó siendo, en efecto, más que un recital. Leopoldo HONTAÑÓN
LA RAZÓN: El cuaderno de Mozart
Lleno hasta la bandera en el Festival de Santander para el recital de uno de los más grandes pianistas del presente. Daniel Barenboim es un divo que no lo parece, un artista que sabe comunicar con el público, crear con él intimidad y una confianza sin caer en la pérdida de respeto. Es el heredero de Rubinstein en el favor del público español. Y éste verdaderamente vio recompensado su cariño en el último recital del pianista.
Tocó una soberbia sonata n.23 de Beethoven. Conoce a éste como nadie, no en vano ha grabado todos sus conciertos para piano, dos veces sus 32 sonatas y nada menos que tres veces –tocando o dirigiendo- los cinco conciertos para piano. Supo reflejar todo el sentimiento de esa sonata tan hermanada con la Quinta sinfonía a partir de la explotación de las increíbles posibilidades expresivas del semitono. Intensidad y lirismo corrieron a la par y supo concluir con una sabia y estricta atención a los tempos marcados por el autor.
El plato fuerte eran los dos primeros cuadernos de “Iberia”, de los que ya conocemos su grabación discográfica. Desde una “Evocación” poco evocadora a fuerza de estar excesivamente cortada en sus ritmos, supimos que estábamos ante una interpretación “distinta”. Es bueno que los grandes nombres aborden nuestras grandes músicas y por ello todo mi agradecimiento a Barenboim, sin embargo no puedo aplaudir sin reservas su visión de la obra cumbre de Albéniz. No se trata de que no pueda con esas “notas en demasía” de las que hablaba Ravel. El ya citado Rubinstein decía que no tocaba “Iberia” porque hubiera necesitado un negro para recogerle las notas que se dejase por el camino. A Barenboim quizá le bastase un magrebí, pero a su visión le falta colorido y reposo. Hay demasiada lucha cuando estamos acostumbrados a la naturalidad de Larrocha, a la desenvuelta agresividad de Esteban Sánchez o al equilibrio admirable de Orozco. Las muchas buenas ideas presentes aún han de madurar.
El recital terminó con 45 minutos dedicados a propinas de Scarlatti, Chopin, piezas argentinas y hasta la célebre paráfrasis de “Rigoletto”. ¿Fue quizá una indirecta o la forma de que algunos enlazásemos con el “Rigoletto” que hoy presenciaremos en San Sebastián? Formidable todas ellas y qué fáciles parecieron tras el parto de “Iberia”. Dejo para el final el comentario a la “Sonata KV 330” de Mozart, porque su tiempo lento fue de lo mejor que he escuchado en años. No grité “bravo” por el absurdo prurito de que un crítico no debe mostrar sus emociones en un concierto, pero desde aquí que suene bien alto: ¡Bravo señor Barenboim! Esos diez minutos quedarán en la memoria de bastantes espectadores. Gonzalo ALONSO

LA RAZÓN: Bodas de Fígaro. Rafaél Banús
Gerard Mortier tenía en su currículum haber conseguido el peor Mozart de la historia del Festival de Salzburgo con el «Così fan tutte» de Erwin Piplits y Christoph von Dohnányi. Sin embargo, para demostrar que no hay nada absoluto, aquí están estas «Bodas de Fígaro», que han logrado caer aún más bajo. El extravagante Christoph Marthaler, que había alcanzado un gran impacto con su «Katia Kabanova» de Janáceck en 1998, sitúa la comedia de Beaumarchais en un registro civil de hoy, donde varias parejas acuden a casarse y las novias se prueban sus trajes. Allí se supone que está también el Palacio de los Condes de Almaviva, unos «pijos jóvenes» que tras varios años de matrimonio necesitan nuevos estímulos para superar la monotonía.
A partir de aquí, nos encontramos con una versión llena de lugares comunes y de inverosimilitud, de detalles de un humor grueso y hasta de mal gusto, con unas pausas eternas que ralentizan la acción de manera insufrible y supuesta «originalidad», como el hecho de sustituir los recitativos al clave por un músico callejero que tocaba el casiotone y la armónica de cristal.
La representación podría haberse salvado con una buena realización musical. Pero lo menos malo que puede decirse de la dirección de Sylvain Cambreling es que estuvo a la misma altura que el aspecto escénico. El maestro francés ofreció una lectura gris, aburrida en los concertantes y sin la menor imaginación en las arias, al frente de una Camerata Académica sorprendentemente llena de desajustes, haciendo que algunos de los pasajes más sublimes de la partitura sonaran con una aplastante vulgaridad. En el reparto es indudable que había nombres de peso, pero no se alcanzó un equipo homogéneo. La mejor fue Christine Schäfer que, aunque poco creíble en un Cherubino a lo Jodie Foster en «Taxi Driver», dejó al menos constancia de su madera de artista. Christiane Oelze fue una Susanna sin el menor atractivo, aunque Lorenzo Regazzo se impuso como un sanguíneo Fígaro. Peter Mattei no alcanzó todo lo esperado como el Conde, y Angela Denoke fue una Condesa sugerente pero con una emisión gutural y muy poco mozartiana. Lo mismo les ocurrió a los papeles menores, a excepción de la Marcellina de Helene Schneidermann, que cantó con mucha decencia su dificilísima y casi siempre suprimida aria, a pesar del rídiculo «numerito» impuesto por el director de escena. A éste y a su colega en el foso habría que haberles llevado a un juzgado, pero de guardia.

EL PAÍS: Marthaler y Cambreling realizan una corrosiva versión de ‘Las bodas de Fígaro’ en Salzburgo. Encendida división de opiniones, con más defensores que detractores, en el estreno de la ópera de Mozart.J. Á. VELA DEL CAMPO, ENVIADO ESPECIAL | Salzburgo
La última nueva producción de una ópera de Mozart, Las bodas de Fígaro, en la década de Gérard Mortier, no ha defraudado las expectativas de una fuerte polémica. Con los mismos directores artístico y musical de hace unos años en Katia Kabanova, pero con una propuesta mucho más radical, el espectáculo levantó un animado debate al final, aunque de menores proporciones que en la ópera de Janácek, al ser ahora mayoría los defensores. Irreverente, corrosiva, irónica, demoledora, la lectura de Marthaler y Cambreling está ambientada en una tienda de trajes de novia.
Manifestaba Gérard Mortier en un artículo publicado el pasado sábado en EL PAÍS que había vivido una evolución personal sustancial durante su estancia en Salzburgo. Una frase era particularmente explosiva: ‘El dogma de la intangibilidad de la obra ya no tiene validez y puede romperse tanto en la interpretación como en la forma’. Es lo que ocurre precisamente en estas Bodas de Fígaro. El espectador de ópera ha asimilado la multiplicidad de enfoques teatrales de un mismo título. Le es más complejo aceptar las variaciones de la estructura musical.
En Las bodas de Salzburgo, magníficamente dirigidas por Sylvain Cambreling al frente de la Camerata de Salzburgo, lo primero que choca es la supresión del clavicémbalo en los recitativos y su sustitución por un órgano electrónico llevado por un personaje en escena que ejerce de testigo mudo de la representación e incluso puede convertir visualmente un trío en un cuarteto al ponerse en fila con los cantantes aunque no abra la boca. El órgano en funciones de clavicémbalo hace, además, sus pinitos variados, que, en general, despertaron cierta complicidad en la sala a juzgar por las risas. Pero el personaje en cuestión da una vuelta de tuerca increíble en el comienzo del cuarto acto, cuando deja el órgano y sale con una fila de vasos de agua (¿se acuerdan de E la nave va, de Fellini?), con los que interpreta un lied de Mozart. Un par de escenas más tarde vuelve a salir con los vasos, con los que se acompaña para cantar el mismo lied. En una escena anterior ya había utilizado el sonido soplando en dos botellas de cerveza como insólito apoyo musical.
EL MUNDO: Una caricatura de Mozart hecha de chistes baratos

El director suizo Christoph Marthaler se estrella con un grotesco y gratuito montaje de «Las bodas de Fígaro».RUBEN AMON

Christoph Marthaler estrena unas «Bodas de Fígaro» abiertas a la carcajada fácil y cerradas a la esencia de Wolfgang Amadeus Mozart. El rendimiento musical del foso no redime el espectáculo. Tampoco la mayoría de las voces.
La gestión de Gerard Mortier al frente del Festival de Salzburgo tiene pendiente una deuda co n Mozart y Las bodas de Fígaro. El montaje de Luc Bondy languideció aburrida y convencionalmente hace tres años, mientras que la apuesta histriónica de Marthaler naufraga de manera patética entre los gags, los chistes baratos y la comicidad aleatoria.
El director de escena suizo se abstiene del libreto y de la música en beneficio de la carcajada elemental. Tanto, que el argumento de Lorenzo da Ponte y la ironía de Mozart degeneran bajo el pretexto de una comedieta. Incluidos los chistes de un clown urbano, la parodia de un tartamudo y la persecución de unas novias en medio de la acción.
El problema es que Gerard Mortier, ideólogo del festival salzburgués, ha declarado que estas Bodas representan la quintaesencia del proyecto reformista. Hubiera sido más barato llamar a Mr.Bean, o desempolvar los capítulos de Lina Morgan. Porque aquí sobra Mozart. Mejor dicho, molesta Mozart entre las bromas elementales de Marthaler.
El padre del proyecto ha extrapolado la acción original de Beumarchais a unos almacenes horteras contemporáneos. El conde de Almaviva desempeña el papel de empresario, mientras que Fígaro, Susanna y el resto de coprimarios trabajan dentro de las galerías mientras se fraguan la nupcias.
Nada que objetar a la idea ni a la envoltura temporal. El conflicto viene cuando Marthaler desarrolla la acción sin escuchar la música ni el libreto. Es decir, que el tipo prodiga recursos ajenos y extravagantes para despertar las carcajadas en el espectador neófito. Como si fuera un espectáculo de José Luis Moreno. O como si el material a disposición le resultara decididamente inapropiado.
El desprecio a la obra explica que Marthaler haya eludido resolver las complejísimas escenas de confusión y malentendido implícitas en Las bodas. El delfín de Mortier las afronta despreocupada y desordenadamente.
La historia que le interesa a Marthaler es la suya. O sea, la caricatura de la horterada, las coreografías al estilo Macarena y el ajetreo de un hombre orquesta que ameniza los recitativos con el recurso de un organillo portátil.
Ningún maestro de foso hubiera aceptado las intromisiones de Marthaler en el texto, los acompañamientos y la música, pero Silvain Cambreling tiene que avenirse a la disciplina de Mortier, que para algo le ha consentido ocupar el puesto de los grandes directores despechados en Salzburgo (Harnoncourt, Muti, Abbado, Chailly…)
La propuesta del maestro francés tiene un aspecto caprichoso, extravagante, pero obtiene momentos inspirados. Especialmente cuando aparece en escena el memorable Cherubino de Christine Schäffer, convertida en chulesco y verosímil adolescente. El resto del reparto confirma que a Mortier le interesan poco los equilibrios vocales. No tanto por el rendimiento de Peter Mattei, arrollador en el papel del conde, como por la elección de Angela Denoke, cuya condesa recuerda a una heroína wagneriana.

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