Adiós, maestro
Adiós, maestro
Debió suceder en 1972 o 1973. Fue por esas fechas la primera vez que oí pronunciar el nombre de José Luis Pérez de Arteaga, en boca de un amigo que todavía hoy lo sigue siendo y que, sin embargo, ya no habla de José Luis con la misma admiración e incondicionalidad (él sabrá por qué). Por aquel entonces solía decir: ´como dice JLPA´ o ´dice JLPA´ o ´pues JLP dice´… La primera vez le pregunté a mi amigo: ´y quién es ese tal José Luis Pérez de Arteaga´, su respuesta fue: ´pues un tío que tiene más o menos nuestra edad -veinte y no muchos- , habla inglés perfectamente (sic.) y que sabe un huevo de música´. Veinte y pocos, sí, pero un señor al que ya llamaban en Europa para votar en representación española en los grandes premios discográficos, tan plagados de viejecitos y venerables críticos. Para mí, una cima inalcanzable, en un momento en el que me estaba empezando a pasar por la cabeza ingresar en el gremio de ´opinadores´ musicales. Un lustro (o así) después, tomada ya la gran decisión, pero todavía con plena dedicación a la enseñanza de las matemáticas, que es lo único que supe hacer hasta ese momento, comencé a asistir a las reuniones de redacción de la revista RITMO. Las dirigían su director y su subdirector, respectivamente Antonio Rodríguez Moreno y Ángel Fernando Mayo Antoñanzas, y allí estaba, entre otros, José Luis, que se encargaba de un asunto tan delicado como el reparto de discos para la crítica. Ni que decir tiene que por entonces conseguir el honor de ser elegido para hablar de tal o cual interpretación fonográfica no tenía precio. En realidad, el problema crucial de los redactores allí presentes no residía en dar opinión o soluciones a los arduas cuestiones que planteaba Ángel Mayo para elaborar la escaleta de la revista, sino pillar el mayor número de discos, a ser posible de intérpretes en el ´top´. Eran unos maravillosos tiempos; esos en los que los discos formaban parte de nuestras vidas como si fueran elementos de nuestra propia familia. En una de esas reuniones tuve mi primer encuentro directo con José Luis, que ya era un discófilo a tiempo total, además del único crítico de música clásica en discos conocido en Europa. Recuérdese que eso sucedía cuando España todavía no era Europa.
Siempre venía cargado de discos a aquellas reuniones; el asunto era que recibía del extranjero muchos por suscripción, pero algunas veces le enviaban títulos que ya había adquirido por otros conductos. Lo que hacía entonces era ofrecérnoslos a un módico precio de subasta. Una vez trajo una segunda de Sibelius por Ormandy, y como siempre dijo: ´¿a quién le interesa?´ Largo silencio. Tras otras dos interminables pausas, yo dije: ´a mí´. Lo que le causó mucha sorpresa: `¿a ti?´ ´¿pero qué sabes tú del Sibelius de Ormandy?, me dijo. Lo que estaba haciendo, indirectamente, era diciéndome que a pesar de mi obvia inexperiencia en materia de crítica musical, servidor sabía lo que se escuchaba. Era su manera de decir las cosas; su manera de piropear. Y fue algo que se repitió en años sucesivos al valorar mis críticas acerca de música o intérpretes que a él le interesaban especialmente o en los que era un especialista de primera magnitud; su generosidad con los colegas no tenía límites. Sucedió con varios autores, de los que él ya lo había dicho todo antes de que yo me metiera en el asunto: Beethoven, Vivaldi, Shostakovich, Mahler… Para mí JLPA fue un maestro, mi maestro; porque cuando, por ejemplo, yo escribí por primera vez algo sobre Mahler, ya me había empapado de lo que él había dicho al respecto. La primera vez que escribí algo curioso acerca del bohemio me espetó: ´Pues sí, oye, tienes razón´. Es otro ejemplo: lo que me estaba diciendo era: ´lo haces bien, eres un buen alumno, chico, sigue así´. Lo que, evidentemente, saliendo de quien salía, hinchaba mi ego hasta reventar.
De manera que –de haberla, que creo que sí- la leyenda urbana extendida entre el gremio sobre un José Luis de rango superior, ensimismado en su enciclopédica sabiduría acerca de algo tan elemental como el repertorio musical o las interpretaciones discográficas es una falsedad total. Pura envidia. A mí siempre me pareció un tipo muy cercano, y siempre, cuando me trasladó una opinión acerca de algo sobre lo que yo había opinado antes, me trató con una finura encomiable. O sea, era un individuo intelectualmente generoso, que actuaba así con sus compañeros de profesión, y sin embargo amigos.
Para mí, pues, glosar la figura de José Luis es más pensar en él como maestro que como amigo. Nuestra relación, continuada pero esporádica, nunca llegó a cuajar como una amistad próxima y repetida; quizá por falta de oportunidades, o quizá porque cuando teníamos la ocasión nuestra propia timidez nos imposibilitó la profundización. Sin embargo, a gentes tan acostumbradas a valorar la muerte a través del Arte mortuorio (eso que llamamos hacer crítica; que si un requiem de tal o cual autor, que si una música para un funeral, que si la obra póstuma de no sé quién, etc.), cuando se nos presenta aquélla delante, fuera de tal parafernalia literaria; cruda y real, en la carne de alguien por quien sentimos afecto o admiración, se nos hunde el mundo. Es lo que me ha pasado hoy al conocer la noticia de la desaparición de José Luis. Cuando a uno le sucede una cosa así, todo a su alrededor adquiere una realidad diferente. Cuando lo que se nos ha ido es un amigo/maestro o viceversa, a uno se le quitan las ganas de escuchar música; le entran deseos de llorar, ante un recuerdo que se aleja quilométricamente de los sofisticados sentimientos que emanan nuestras músicas fúnebres favoritas y que tantas veces hemos compartido con la gente. La muerte es del color amarillo de la piel ajada, una dimensión radical de la pena, de la compasión y el sufrimiento, sentimientos todos ellos tan presentes en nuestras músicas más queridas y que tantas veces, repito, hemos compartido. Pero no; el poder emocional de toda esa música ahora se derrumba; resulta insuficiente para llenar nuestros corazones al pensar en la persona que se ha ido, por pura inmersión en una realidad incontrolable, injusta y tremenda. Un baño salvaje. De dolor.
La última música que yo compartí con José Luis Pérez de Arteaga, separados por un par de filas de butacas fue la Quinta de Mahler. Fue una gran versión. Pero no oí llorar a José Luis a la salida del concierto. Sí le vi llorar, sin embargo, cuando, hace ya muchos años, murió su gatita. La muerte, lo sabemos, está en la Música, en nuestras músicas más sentidas. Pero cuando la otra muerte, la de verdad, llama a nuestras puertas, hasta la Música, nuestra vida casi, se nos queda corta para encontrar consuelo.
Adiós, maestro: gracias por todo lo que pude aprender de ti. Pedro González Mira
¡Maravilloso, Pedro! Simplemente maravilloso… Un abrazo emocionado de tu amigo Jesús