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Por Publicado el: 19/10/2018Categorías: Recomendación

Recomendación: Bartoli, agradablemente inteligente

Agradablemente inteligente

La última vez que se pudo ver en Madrid una representación rossiniana fue en la temporada 2013-2014 del Teatro Real; una puesta en escena de El barbero de Sevilla,  repuesta de la coproducción con el Teatro de San Carlos de Lisboa que se había estrenado en 2005. Y la penúltima, una Italiana en Argel  en la temporada 2009-2010. Es decir, dos ´rossinis´ en (casi) la última década. Este solo dato ya invita a hacerse alguna que otra pregunta.

Por ejemplo: ¿es verdad que el ´caso Rossini´ está ya cerrado? ¿Interesa poco el juego que da Rossini a los actuales directores de escena? ¿El público actual muestra menos sensibilidad a la obra del de Pésaro que hacia la de otros maestros del género, más, digamos ´teatralizables´ para los tiempos que corren?  ¿Hay crisis de voces en este repertorio? Etc.

Releo estos días el reivindicativo texto de Richard Osborne, escrito a principios de los años 80 del siglo pasado, y que en buena medida supone el principio del resurgir de las óperas de Rossini después. Y me entran muchas dudas, a pesar del indispensable, laborioso y fenomenal trabajo que Alberto Zedda,  y la misma fundación pesaresa  pusieron en marcha luego. Ya parecía que el compositor había entrado en el mismo salón donde habitan otros belcantistas ´más serios´ y sobre todo los Verdi, Wagner, Richard Strauss, etc., y hablar con cualquiera que tuviera un ápice de sensibilidad y conocimiento de la historia de la ópera, suponía  ponerse enseguida de acuerdo acerca de la genialidad indiscutible de Rossini. Sin embargo, al comprobar lo relativamente poco que se sigue programando, surgen las dudas; las mismas que se planteaba Osborne en 1982: no está nada claro que Rossini ocupe el puesto que se merece en el repertorio operístico de su contexto. Nadie lo discute, pero no son suficientes los que lo reclaman. Y se sigue entendiendo mal algunas cosas. Por ejemplo, en el Teatro Real no ha subido a escena nunca Il turco in Italia; naturalmente, de Guillermo Tell sigue sin haber noticias. Y desde el 97, solo han visitado el teatro La Cenerentola (2000-2001), Semiramide   y Viaggio a Reims (2003-2004), el mencionado Barbero, La pietra del paragone  (2006-2007), Tancredi ( 2009-2010), La italiana en Argel ( 2009-2010) y otra vez Barbero. Aunque no lo parezca,  es poco; muy poco para lo que merece este auténtico gigante del género.  Y menos, si comparamos esa presencia con la reiteración de ciertos títulos. Sigue habiendo ´caso Rossini´, o lo que es lo mismo, las óperas de ese señor, que hace del humor un objetivo, algo poco vendible en los tiempos que corren, y de muy poca fluidez para las enquistadas venas de la crítica más circunspecta, se programan poco. O menos de lo que se debería.

La segunda cuestión que a uno le da que pensar es la actual situación de las puestas en escena en los teatros de ópera de hoy. Es evidente que el asunto se ha convertido hace ya tiempo en materia discursiva tóxica a la hora de valorar un espectáculo operístico: se sitúa sin ningún pudor en el eje fundamental de una producción operística, alcanzando un grado de especulación acerca del contenido de la propia obra que a veces asusta. Y eso a Rossini le sienta particularmente mal. Por la sencilla razón de que el teatro rossiniano está contenido de lleno en la propia escritura de su música, que explica, desmenuza y exprime al infinito todo lo que sucede en la historia, de manera breve, concisa y clara,  sin necesitar más apoyos o ayudas externos. La gran maravilla de las óperas (cómicas, mayormente, pero también serias) de Rossini es que no se necesita nada más que unos señores que canten y una  orquesta que toque (todos ellos con buen criterio musical, es decir que comprendan la transparente sencillez de las fórmulas que emplea el compositor) para que todos nos enteremos de lo que se  nos quiere transmitir. Rossini encontró suficientes procedimientos musicales (las oímos en sus óperas repetidamente) para desentrañar no solo lo que se aprecia fácilmente en el exterior sino en la parte más oscura del ser humano, a través de un tratamiento del sentido del humor que solo tiene parangón en unos pocos; en Haydn, por ejemplo, autor, todo sea dicho, en el que Rossini se fijó mucho en más de una ocasión. Humor e ironía, una mezcla intelectualmente efectiva  para descender hasta las amplias y hondas profundidades del pensamiento humano, para colocar en su sitio a cada uno sin necesidad de recurrir a la complejidad del drama. En una memorable charla a un grupo de jóvenes, Leonard Bernstein se refería a eso, al humor en la música, y a Rossini como ejemplo, para llegar al fondo del alma sin que a uno se le tenga que encoger el corazón; al contrario, aprendiendo el valor de la risa a través de una sonrisa emitida al bies.

Con estos mimbres, a mí me parece que una ópera de Rossini puede dar un buen resultado sobre el escenario sin necesidad de grandes elementos teatrales externos; con un par de puertas por donde se salga y se entre; algún elemento más o menos teatral (una mesa, una lámpara, un sillón) y poco más, es más que suficiente. Porque los fondos de la cuestión están (y muy detalladamente escritos) en los discursos de los personajes, siempre un  cúmulo de sabiduría humana. En conclusión, no es descabellado que vengan unos señores a la escena a cantar y a hacer música, en una justa semiescenificación, como sucede en este caso; y seguramente mejor que contratar a un director de escena con ganas de pensar (que no se llame Ponnelle, pongo por caso, autor de la memorable puesta en escena que arropó en Montecarlo a Zedda y prácticamente los mismos cantantes que veremos aquí este lunes a finales de 1917). No quiero dar ideas, pero quizá a más de uno se le podría ocurrir la imaginativa propuesta de ver Cenerentola como la historia de dos ninfómanas en busca de sexo de calidad, guiadas por un maltratador que las quiere vender al mejor postor, en la ´obstrusa´ ceguera que le impide ver la realidad: que la hembra que más juego da es la que parece menos posibilidades tiene. O en otras palabras, convertir en explícito (las ideas de un señor que no tiene ni pajolera idea de música) lo que en la música está meridianamente implícito. Y muy claro.

En el espectáculo de este lunes, creado hace un par de años, rodado ya por algunas capitales europeas (Montecarlo, Versalles y Amsterdam, además del último Festival de Salzburgo), en principio para conmemorar el bicentenario del estreno de La Cenerentola, y que se repetirá en Barcelona tres días después, un grupo de excelentes cantantes, comenzando por la mentora principal del  mismo, Cecilia Bartoli, se plantean las cosas así,  una versión semiescenificada de una de las, sin duda, mejores óperas cómicas de Rossini. Y si no la mejor, sí seguramente una pieza de contenido muy actual y sabia humanidad. Sabemos que en ocasiones anteriores el espectáculo ha tenido un éxito clamoroso. Hay pues, a priori, buenas razones para avalarlo. Y la primera de ellas sería el entusiasmo y la experiencia con que los principales protagonistas de la pieza afrontan sus trabajos. El grupo es sólido, pero es de justicia destacar en primer lugar al alma del proyecto, no otra que la de la propia protagonista, una señora que lleva 25 años triunfando como Angelina. Seguramente su vocalidad no será la misma que la que nos deslumbró en su debut con Chailly, pero también su experiencia y madurez ahora serán factores importantes en la evolución de la teatralidad del personaje. Otro tanto se podría afirmar del Don Magnifico de Carlos Chausson, que ya cantó en el Teatro Real hace casi dos décadas, con Carlo Rizzi. Chausson, que ya interpretó el Taddeo de La italiana en Argel, en 1994, en el Teatro de la Zarzuela, con Zedda; y en el Teatro Real, en 2009, con López Cobos, es un rossiniano de libro. Lo acredita día a día desde aquel glorioso Bártolo de 1992 que le dirigió Zedda en el Teatro de la Zarzuela. Es, con toda seguridad, el bajo rossiniano no italiano más importante de las últimas décadas. Así, su composición del papá de las tontitas chicas (¿ o no?) de Cenerentola  es sencillamente perfecta. Como Bartoli,  se trata  de una voz veterana, pero su forma de posicionarse en la escena guarda mucha relación con las entusiastas maneras de la mezzo romana: una vitalista y minuciosa expresión gestual para una vocalidad canónica que gana con el tiempo. Es, por supuesto, necesario resaltar igualmente la presencia de Alessandro Corbelli como  Dandini y del elegante Edgardo Rocha como Don Ramiro, así como de la soprano Martina Janková y la mezzo Rosa Bové como hermanas ´chonis´.

Este espectáculo tiene todos los ingredientes para para pasar un rato muy agradable. Agradablemente inteligente. Pedro González Mira

 

 ROSSINI: La Cenerentola. Cecilia Bartoli, Carlos Chausson, Edgardo Rocha, Alessandro Corbelli, Martina Jankova, Rosa Bove, José Coca. Coro de la Ópera de Monte-Carlo. Les Musiciens du Prince. Dir.: Gianluca Capuano. Versión semiescenifica. Dra.: Claudia Blersch. Auditorio Nacional de Música, Sala sinfónica. Lunes 22, 19.30. Entre 45 y 160 €.

 

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