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Contratos y cachondeo
Por Publicado el: 03/12/2020Categorías: Colaboraciones

Algunas cosas que me chirriaron del montaje de Rusalka de  Christof Loy

Algunas cosas que me chirriaron del montaje de Rusalka de  Christof Loy

* La taquilla de cine claramente visible la izquierda del salón por la que se asoman de vez en cuando, en plan de cotillas, las tres ninfas

* La bruja o hechicera “Jezibaba” vestida, lógicamente, de taquillera con vulgar traje de chaqueta de provincias y pelo emblanquecido, repeinado y moldeado como un casco.

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Escena Rusalka en el Teatro Real

* “Rusalka” como  bailarina lesionada y con muletas, tumbada en una cutre cama de hospicio en medio de un salón neoclásico típico de clase media. Se la presenta desde el principio como humana y no como ninfa que quiere ser humana por amor a un hombre. Así todo pierde su sentido dramatúrgico y fabulesco. Absurdo, en suma.

* Las secas y feas rocas, en forma de lava gris solidificada que caen por algunas parte de las escaleras del salón sin relación alguna con la naturaleza vegetal propia de un cuento feérico de náyades.

* La selenofobia enfermiza de Loy, de la que ya hizo gala en Capriccio. La palabra “luna” aparece 11 veces en el libreto en el primer acto, 4 en el segundo y 13 en el tercero (incluyendo su importante función en las indicaciones escénicas). Peor aún teniendo en cuenta que uno de los momentos más célebres de la ópera es “La canción de la luna” de “Rusalka”.

* Reducir toda la flora propia de los bordes de un lago lleno de fantasías y mitos, especialmente los nenúfares (“Rusalka” canta “Estoy prisionera en estas olas/ enredada entre los nenúfares”; “Vodnik”, “el señor de las aguas en un reseco interior de un salón”, también canta: “¡El blanco nenúfar / te hará compañía sobre las aguas / puesto que las rosas rojas no florecerán / para tu lecho nupcial!”. Y en el tercer acto, “Rusalka” canta: “¿Dónde está la magia de las noches de verano/ cuando permanecía adormecida sobre los nenúfares? / ¿Por qué no puedo perecer en tus frías ondas?”); reducir, repito esa exuberancia vegetal a un raquítico ramo de flores rojas que alguien esparce por el suelo junto a “Rusalka”, es incomprensible y un grave error.

* La escalera de mano de pintor con la que se pretende hacer una escena cómica entre el “Guardabosques” y “El pinche de cocina”, propia de un patoso y nada original gag del cine mudo.

* El baile chabacano, de pésimo mal gusto, con escenas de sexo—incluyendo un detalle homosexual—en plan de orgía de un burdel, histérico, confuso, enloquecido, cuando Dvorak lo acompaña con “Slavnostní Hudba” (música solemne de ballet). Que por allí, perdidas en el aquelarre de comparsas saltimbanquis descamisados aparezcan dos o tres bailarinas de ballet, hace todavía más ridícula e inapropiada la escena del salón de baile del castillo del príncipe.

* El cadáver de una pequeña cierva en el suelo (si al menos fuese blanca, tendría cierta relación con la ópera), que al parecer sólo sirve para que casi tropiece con él el pinche de cocina.

* La falta total de separación entre interiores y exteriores, entre el mundo de suelos y paredes artificiales, secas, rectas y pulidas de los humanos y el acuático, ondulado, floral y lacustre de “Vodnik” (“Señor de las aguas”, repito). Todo el sentido etéreo y poético y la magia de la fábula aparecen capados por un realismo aggiornado, que carece de todo simbolismo y encanto y que no sirve ni para acompañar a un mal espectáculo de cabaré.

Si al menos todos estos caprichos del regisseur hubiese tenido un cierto valor estético, aunque equivocado, fuera de lugar y sin relación alguna con la música ni con el canto de los personajes, tendría una cierta disculpa. Pero lo expuesto fue de una vulgaridad, de un convencionalismo, de un tradicionalismo hortera sin traza alguna de imaginación ni valor artístico.

Se podrá argüir que para poner en escena Rusalka, como hicieron artistas geniales como Josef Svovoda y el dúo Otto Schenk y Günther Schneider-Siemssen hay que creer en cuentos de niños y leyendas; en náyades y espíritus de las profundidades acuáticas, en hechizos en noches de plenilunio, en los efluvios mágicos del amor imposible entre mundos reales y sobrenaturales que se desarrollan en dos planos paralelos. Puede ser.

Eso me recuerda la anécdota de un célebre ensayo de Carlos Kleiber de la obertura de Der Freischütz. Como no conseguía que los músicos lograran el sonido que él quería, paró el ensayo y preguntó a los instrumentistas con una sonrisa casi infantil: “¿Ustedes creen en los espíritus, en los brujos, en los hechizos, en el mundo mágico de los bosques? ¿No? Pues es necesario que mientras toquemos esta obertura ustedes crean en todas esas cosas.”

Tras escribir esto, me doy cuenta de que tal vez mi gusto por la escenografía de la lírica sea de otros tiempos, de otros planteamientos dramáticos y estéticos.

La culpa, creo, no es mía: la tienen, en este caso, Svovoda, Schenk y Schneider-Siemssen. ¡Qué anticuados debemos parecer a algunos! Pero ellos sabían lo que era una ópera, conocían y amaban Rusalka. Christof Loy, empero, la confunde con un espectáculo de cabaré de provincias. Fernando Peregrín Gutiérrez

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