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Por Publicado el: 13/05/2022Categorías: Colaboraciones

Aquella mano de Teresa Berganza

Aquella mano de Teresa Berganza

Pocas veces me ha pasado. Y esta es una de ellas. Quedarme en blanco, vacía de tan llena, y no saber qué escribir. Ella era y es una señora. Mujer fascinante. Artistaza. Cantante espléndida. Todo esto es sabido, está en libros y hemerotecas. La Historia ya lo ha recogido. Me cuesta porque duele, pero yo solamente puedo hablar de ella como una mujer de extrema generosidad. Memorizo con torpeza ahora, rápidamente, cada una de nuestras conversaciones en las que no rehuyó jamás ninguna pregunta. Llamaba a su casa bien entrada la mañana y hablábamos de ópera, de zarzuela, de viajes. De la vida, de sus achaques. Jamás pude tutearla, me infundía un respeto inmenso. No quise franquear esa barrera. Tampoco puedo llamar de tú a Plácido Domingo como nunca lo hice con Montserrat Caballé. Eran de otra galaxia dentro de este mundo tan loco.

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Teresa Berganza

Ella reía y contagiaba su buen humor. Tenía una voz preciosa, dulce, fuerte, porque lo era. De remilgos, nada. Solamente en una ocasión no quiso contestar a una pregunta. Fue el 19 de agosto de 2019. La cuestión eran las denuncias por presunto acoso hacia Domingo: “Lo siento, Gema, pero no opino sobre la vida privada de nadie”. Zanjó el tema.

Hace unos años, cuando yo trabajaba en LA RAZÓN, se decidió entregarle un premio a toda su carrera. Era el año 2013. Hablé con su hijo y no hubo problema. Era otro galardón más de los mil que atesoraba. Para mí resultaba especialísimo. Recuerdo como si fuera ahora mismo el encuentro: nunca la había visto en persona, siempre habíamos hablado por teléfono, siempre. Y verla tan cerca me impresionó. Se mostró cariñosa, cercanísima, divertida y generosa hasta el límite. Le costaba ya un poco moverse y me pidió que le diera el brazo: “Anda, Gemita, ven aquí que te agarro y parece que voy más segura estando contigo”. Me lo decía ella a mí. Pensé entonces, medio atolondrada, y sin saber cómo reaccionar porque era ella quien se estaba asiendo a mi brazo, ella la que me pidió seguridad, que lo recordaría durante toda mi vida. Que aquel instante lo llevaría dentro siempre. Y he vuelto a ese momento mágico un montón de veces. Vestía tan desenfadada, con sus pantalones anchos, su pelo disparado, tan perfectamente colocado. Lucía unos collares divinos. De colores. Nació elegante. Y pisó la vida con clase. Quiso, me confesó, haber recogido el premio que le daba el periódico vestida de rojo, con el vestido que lució en la boda de los Reyes Felipe y Letizia, pero se decidió al final por un dos piezas negro. Elegantísima. “Me siento más cómoda con mis pantalones”. Parecía que flotaba.

No puedo olvidar la calidez de su mano. Y lo agradecida que estaba de caminar a mi lado. Se equivocaba: era yo quien deseaba que aquel momento efímero se convirtiera en eterno, que nunca dejara de llevarme cerca. Puse mi mano encima de la suya y me guiñó un ojo. Queda para mí aquel instante. No sé cómo pude escribir aquella crónica. Pero lo hice, sí. “Se lo dedico a toda la gente anónima que se despierta cada mañana con ganas de ser cada día una persona mejor». Fueron sus palabras al recogerlo. Un día me dijo que no cantaría nunca subida en un andamio, buena era para transigir con tontunas y arbitrariedades injustificadas. Esa Carmen que querían que enseñara de más, el papel que cantó en todo el mundo, no era para ella. “Le puse al director de escena en su sitio”, me contó. Si había algo que no podía soportar era “la luz que entraba por las ventanas de los hoteles y me despertaba. Le pedía a mi madre que me cosiera una telas para colocarlas en los cristales y con ellas viajaba”, decía en otra ocasión. No pudo ser ni Floria Tosca ni Violeta Valery. Pero fue tantísimas otras mujeres, se reencarnó en tantas. Vivió ella tantas vidas. Fue una Carmen y cientos. La mejor cigarrera del pasado siglo, porque en este XXI ya había decidido apearse de los escenarios. Ella, ya lo saben, es Teresa Berganza. Gracias siempre. Gema Pajares

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