Aria del Catálogo de los Horrores del Don Giovanni del Teatro Real
Aria del Catálogo de los Horrores del Don Giovanni del Teatro Real
Antes de nada, quisiera advertir que esta aria no es novedad aquí. La dejé expuesta encima del cartel de horarios y trayectos de autobuses interurbanos en la parada del Pinar de Las Rozas de Madrid, la noche que volvía de ver la función del 23 de diciembre de Don Giovanni en el Teatro Real, plagiando una estupenda idea del “Leporello” de Claus Guth, quien en el escenario del Real coloca en lugar parecido de una rústica parada de autobuses de pueblo, seguramente de la provincia de Burgos, el catálogo “delle belle che amò il padron mio” en la cual espera pacientemente sentada, maleta de cartón en mano, una vulgar, triste y provinciana Doña Elvira.
Pero antes incluso de esta advertencia, debería haber dejado constancia de que esa noche me convencí de que decir que el Don Giovanni de Mozart-Da Ponte es inmortal no es hiperbólico. Causa asombro como la mítica figura del Don Juan salió con vida del alevoso, pertinaz y premeditado intento de descuartizarlo que llevó a cabo el regisseur Claus Guth, además de con crueldad, con una generosa exhibición de pésimo mal gusto.
No recuerdo exactamente cómo empezaba el aria del catálogo de los horrores que espero siga expuesta en la parada de autobuses mencionada, para escarnio de este imitador, mutatis mutandis, de Jack el Destripador. Pero da igual. Por alguna estrofa habrá que comenzar ahora.
Tal vez por una de las que demuestran el desprecio absoluto de este caprichoso provocador director de escena. Bien sabido es que Don Giovanni es pillado en el intento de seducir a “Donna Anna” por su padre el “Comendador”. Consecuentemente, ambos se baten en duelo con espadas, como corresponde a personas de su alcurnia. Mozart, que como se dice vulgarmente, no daba puntada sin hilo, describe, con sonoras onomatopeyas musicales, el entrechocar de los aceros y los lances del combate hasta que “Don Giovanni” lanza su certera estocada mortal, momento en el que hay un clímax orquestal.
Sin justificación alguna como no sea por gusto a tomar el pelo a los espectadores desapercibidos, la pelea se lleva a cabo con una pistola en mano del “Comendador” y un garrote, que parece sacado del famoso cuadro de Goya, que empuña “Don Giovanni” y con el que golpea a traición la testa del Comendador causándole la muerte. Pero hay un par de detalles inesperados que rematan este horror. Por un lado, antes de morir, el “Comendador” hiere en el vientre con una bala de su pistola al pérfido caballero que intentaba violar a su hija, mientras que “Don Ottavio”, que andaba por allí, al oír que el “Comendador” pide socorro, finge tomar su teléfono móvil y con gestos muy ostentosos, parece intentar hacer una llamada de urgencia a la policía o a una UVI móvil, ¡vaya usted a saber!
El enfoque del bodrio de Herr Guth queda bien claro desde el principio: se trata de narrar las últimas horas del libertino galán de fina estampa (en esta escenificación, un desaliñado gañán), tras ser herido de muerte por su rival en tan desigual duelo, pues parece que al director de escena le corre mucha prisa en recordar a los espectadores que el título principal de la ópera es “il dissoluto punito”, siendo “Don Giovanni” un “ossia” determinante y aclaratorio, por lo que decide castigarle desde el principio, tal vez por su germánica y fatalista Lutheran-Weltanschauung de la condenación eterna e inspirado en el carácter religioso-fanático que le dio Zorrilla.
Para mostrar a los espectadores que la obra es una trágica agonía de un vividor, todas las escenas se desarrollan en un enorme y oscuro bosque de coníferas nórdicas que crecen en terreno rocoso y agreste por el que tienen que caminar, haciendo malabarismos para no caerse, las tres protagonistas femeninas, ora con zapatos de tacón, ora descalzas y con pasos vacilantes para no herirse en los pies con piedras y astillas de los árboles del bosque que cubren todo el piso del escenario. Una verdadera crueldad para las pobres sopranos, sin razón alguna.
Seguimos con otra estrofa de esta aria tomada al azar. Uno de los momentos más célebres de esta ópera y de todo el melodrama italiano es la llamada aria del Champán, aunque como es sabido, Don Giovanni piensa en el “vino del paese” y no en el exclusivo y aristocrático espumoso francés. Sea como sea, es una tradición que nunca faltó, según T. W. Adorno, en un montaje clásico de esta ópera en Alemania y Francia durante los siglos XIX y XX. Incluyendo la rotura final de la copa estrellándola contra el suelo con una sonora carcajada. Cierto que muchos de los registas modernizadores, que hoy están de plena moda, desprecian este ritual y desnudan ese gran momento del significado del clamor vital de un vividor refinado.
Puede aceptarse ese criterio. Pero con una admonición, pues se pierde así un breve y asombroso instante que es una cumbre del gran repertorio lírico de la alta cultura europea. Rara vez la combinación de un compositor genial, Mozart, de un libretista esclarecido, Da Ponte, y de una certera tradición interpretativa ha dado lugar a mostrar al espectador la ligazón perfecta de lo apolíneo con lo dionisíaco que está en la raíz del mito español del Don Juan, uno de los más preclaros símbolos del cortejo sexual de la humanidad.
Mas en el caso de Claus Guth no sólo hay que lamentar la pérdida de esta escenificación paradigmática de incalculable valor y verdad artísticos, sino que hay que condenar el escarnio, la burla que hace de ella al sustituir la copa de champán por una lata roja de refresco cuyo contenido esparce sobre su cabeza, con chabacanos gestos, un zaparrastroso y vulgar histrión al concluir su aria.
En línea con esta zafiedad está la última cena de un moribundo y apagado vividor que se parodia con un picnic nocturno al pie de un enorme y oscuro tronco de uno de los árboles del tétrico bosque. El suntuoso banquete, consistente en comida basura envasada, lo saca con bufonescos gestos “Leporello” de una bolsa de plástico de supermercado. Y el vino, un marzemino, se transmuta de nuevo en un refresco enlatado.
Por razones personales, esta befa vinícola me indignó sobremanera. La historia de mi rabia, contada con tintes eruditos con el permiso del lector, es como sigue. Con ocasión del soberbio y ya mítico montaje del añorado Giorgio Strehler de Don Giovannien el Teatro allá Scala con el que se inauguró el 7 de diciembre de 1987 la temporada 1987/1988, con dirección musical de Riccardo Muti, un grupo de amigos scaligere fuimos la víspera en una peregrinación de homenaje a Mozart y Da Ponte al Trentino para comprar algunas botellas de marzemino, vino que es difícil de encontrar fuera de esa región. Se trata de un vino denso, muy oscuro y ligeramente afrutado, hoy poco conocido pero que estuvo de moda en los ambientes cortesanos y aristocráticos de la Viena en los años en los que se compuso esta ópera. Este detalle se ha considerado siempre un ejemplo del refinamiento, ilustración, alta cultura y hedonismo del poeta, que conocía los vinos más selectos de sus días. Sólo a un director de escena que sienta odio y desprecio a esta ópera se le puede ocurrir este horror de mal gusto e ignorancia de la historia de la lírica.
La escena anterior, la que transcurre en el cementerio, es un insulto al espectador que conozca, siquiera sea superficialmente esta joya de la trilogía Mozart-Da Ponte. Herr Guth debió pensar que la mejor metáfora visual de un camposanto en el omnipresente y agobiante decorado boscoso era un claro aparecido en medio de árboles truncados, uno de cuyos troncos partidos representa la estatua de mármol del “Comendador”. En verdad que fue uno de los momentos en los que la parodia invitaba a las carcajadas.
Otra cuestión que se me escapa totalmente. ¿Por qué esa moda de hacer transcurrir toda la trama en un mismo espacio escénico, cuando los grandes teatros de ópera, como es el caso del Teatro Real (y no digamos La Scala) disponen de una moderna maquinaria escénica que permite prácticamente cualquier cambio de escena sin interrupción? Si se piensa en que Don Giovanni tiene nueve cuadros de muy diferente ubicación y escenografía y que se compuso para un escenario de reducidas dimensiones y de muy rudimentaria tramoya como era el del Teatro Estatal de Praga (conocido durante la época comunista como el Teatro Tyll), ¿se imaginan el desborde de fantasía y riqueza escénica de Da Ponte si hubiese contado entonces con un escenario moderno como el del Teatro Real? Se trata sin duda de un desperdicio incomprensible de recursos de moderna y precisa mecánica teatral.
El aria del Catálogo de lo Horrores de este montaje de Herr Claus Guth tiene aún muchas más estrofas. Pero no voy a ponerlas todas aquí, ni siquiera aquellas que por su espanto merecerían un da capo. Tan sólo algunos detalles de aria pagliacescca como la danza gimnástica brazos en alto que se vislumbra al fondo del escenario mientras suena el Minueto de Don Juan; las fumatas yacentes de porros de los invitados a la fiesta de “Don Giovani” o los obscenos simulacros de actos sexuales en mitad del bosque, vengan o no a cuento.
Por otro lado, Don Giovanni es una joya de tantas y tan ricas facetas que hasta un patán puede acertar en un par de escenas, como la de “Zerlina” con vestido blanco de novia balanceándose en un columpio, claramente inspirada en la icónica pintura de Fragonard.
Reflexionando con pensamiento crítico sobre esta dura diatriba mía contra la producción del Teatro Real, he recordado el consejo de un conocido crítico de un diario nacional de prestigio. Aconseja el experto que antes de ver el espectáculo, conviene leer dos breves artículos incluidos en el programa de mano. Uno lleva la firma de Joan Matabosch, Director Artístico del Teatro Real, y se centra en la propuesta concreta del regista alemán; el otro presenta una visión del mito de Don Juan de un conocido crítico literario con el que he compartido aluna vez las páginas de Revista de Libros. Por mucho que he intentado encontrar una senda que me llevara de estos escritos a lo que presencié en el escenario del Real, especialmente en el caso del escritor Daniel Ibáñez (que presenta un enfoque completamente diferente al que utiliza Claus Guth), he sido incapaz de encontrarla. Quizá sea mi escasa capacidad de entendimiento, sobre todo en el caso del breve apunte del señor Matabosch, del que no he entendido nada. Mas tengo para mí que es posible que si no he entendido nada es porque no hay nada que entender. Fernando Peregrín Gutiérrez
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