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BeethovenBeethoven: La soledad amante
Por Publicado el: 29/12/2020Categorías: Colaboraciones

Beethoven. Música de cámara

BEETHOVEN. MÚSICA DE CÁMARA

En el rico y variado catálogo beethoveniano, en el que se contienen, entre las consignadas por el propio músico y las agrupadas por investigadores como Kinsky y Halm con las letras WoO, en torno a 350 partituras, las camerísticas ocupan un lugar muy importante. Aquí vamos a hablar, lógicamente, de las principales situadas en la parcela de los cuartetos, de los tríos y de las sonatas para violín y para violonchelo y piano. Daremos una visión general y, en algún caso, entraremos en detalles cuando la ocasión lo aconseje. Comenzaremos por el proceloso mundo de los cuartetos.

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Ludwig van Beethoven

Cuartetos de cuerda

Es donde se aprecian en mayor medida, dentro de lo que cabe, las distintas etapas creadoras de Beethoven, una fragmentación que realmente no se ajusta con exactitud al proceso evolutivo general del músico. Partiendo del esquema sugerido por Fétis y fijado por Wilhelm von Lenz, se pueden establecer tres períodos en este universo concreto: de 1798 a 1802, en el que se componen las seis obras de la op. 18; de 1806 a 1810/12, que ve el nacimiento de cinco partituras para esta formación de arcos, las tres de la op. 59, la op. 74 y la op. 95; de 1822 a 1826, en donde se producen los cinco últimos cuartetos, op. 127, 130, 131, 132y 135, más la Gran fuga, desgajada como op. 133 de la op. 130.

En total, diecisiete magníficas composiciones que permiten seguir con bastante nitidez la evolución del compositor de Bonn, aun cuando, como se ve, haya no pocas interrupciones y lagunas temporales en ese proceso creativo. El músico francés Vincent d’Indy, autor de un riguroso estudio sobre estas creaciones beethovenianas, indicaba, en paralelo con esta división cronológica, tres estilos o modos de expresión igualmente distintos: imitación, exteriorización y reflexión, que suponen tres grados sucesivos de ese fenómeno evolutivo en el que queda marcado el tránsito de lo imitativo –las reglas establecidas en el clasicismo puroa lo personal, primero, con el alumbramiento de nuevos hallazgos formales, y a lo más recóndito del alma, después, con la depuración y ardiente estilización de los años postreros de la atribulada vida del compositor alemán.

Estas tres épocas son a veces reducidas a dos teniendo en cuenta que, en realidad, el auténtico salto cualitativo, la ruptura más acusada, la disparidad más clara se da entre los primeros once cuartetos y los restantes, después de un largo silencio de doce años durante los que Beethoven recapacita, medita y se entrega a la creación de obras de otro tipo. Así lo confirmaba Jean Escarra –siguiendo una vieja teoría defendida por Liszt- en su introducción al soberbio trabajo sobre estas partituras firmado por Joseph de Marliave, publicado en París en 1925, cuando consideraba –sin discutir las apreciaciones estéticas de Von Lenz– que lo más justo era dividir la producción general de Beethoven en dos grandes períodos, con 1817 como año pivote o bisagra. Porque las nuevas y más revolucionarias tendencias que venían agitando la mente del compositor no cristalizan realmente hasta 1818 en lo que se podría denominar una segunda manera (que sería tercera según Von Lenz).

Nuestro músico tenía ya casi 30 años cuando empezó a escribir cuartetos. Aunque en 1795, gracias a un encargo, finalmente no cumplimentado, del conde Apponyi, hubiera podido iniciarse en este supremo género. Cuando lo hace es bastante fiel a las pautas de Mozart y Haydn, sus grandes antecesores, bien que, en lo más literal, siga los esquemas de Emanuel Aloys Föster, de cuyos cuartetos –al parecer muy beethovenianos– el genial sordo se sentía deudor. Sin duda la atmósfera cuartetística que se vivía también en casa de Förster, en la que intervenían músicos e instrumentistas tan importantes como Schuppanzigh, Weiss, Linke, Mayseder, Hummel y el propio anfitrión, debió de influir no poco en el joven compositor, que, de todas formas, siempre admitió que debía mucho a Haydn y Mozart o a músicos menores como Albrechtsberger. Tampoco, en este período creador, deben descartarse otras influencias como las de Carl Philipp Emanuel Bach o Friedrich Wilhelm Rust, éste fundamentalmente por lo que respecta al desarrollo de la forma sonata. La relación con los modelos se establece también por el hecho de agrupar sus primeros seis cuartetos, tal y como lo habían hecho Haydn y Mozart en más de una ocasión.

La idea esencial de que la obra es objetiva y exterior, y la creencia de que la forma es la clásica tradicional libremente extendida, planean sobre las composiciones escritas en el período que ocupan los tres cuartetos de la op. 59 y los 74 y 95, que se sujetan a una serie de características comunes: utilización de la nueva forma de allegretto en vez de la de andante con variaciones en los segundos movimientos; cambio del menuetto por el scherzo; amplitud lírica; flexibilidad rítmica; concentración inusitada de los finale. Se reconoce una progresiva libertad estilística que acaba desembocando en el tercer período, en el que las nuevas formas son creadas y modeladas por la fuerza de una imaginación poderosa y vital, que produce seis magistrales partituras que se acogen, según Sauzay, a las siguientes características: a) cada una de las cuatro partes (o voces) posee la misma importancia dentro de la estructura de la pieza; b) el desarrollo temático es mucho más complejo en los diversos órdenes técnicos: armonía, ritmo, contrapunto, etc; c) mayor importancia y carácter de la preparación que de la resolución de cada frase; d) sucesión de movimientos similares encadenados uno tras otro dentro del mismo tipo de compás; e) abundantes indicaciones de acento, expresión, anotaciones explicativas, precauciones tomadas por el músico para asegurar variedad de color a sus ideas (27).

Todo ello lleva, en esas grandes obras de última época –y hay que evocar de nuevo a D’Indy-, a diversas innovaciones técnicas: 1) en cuanto a la forma de los movimientos: tipo sonata (en cinco de ellos el tema principal no está en la dominante), andante (con predominio de la estructura sonata), scherzo y rondó (en cinco de las seis obras); 2) en cuanto a la forma cíclica: relaciones melódicas (apuntadas en el uso de introducciones), relaciones armónicas (el plan tonal está cuidadosamente pensado, normalmente basado en el arpegio del acorde ordinario), relaciones rítmicas (que conducen a la creación de movimientos intermedios que, según sea el cuarteto, pueden ser en forma de sonata, de variación, de suite, de repetición del scherzo). Tres de las seis composiciones constan de dos movimientos intermedios, el 13, op. 130, el 14, op. 131, y el 15, op. 132.

Puede decirse en todo caso que el arte de esas últimas obras de la colección está dominado por el método de la gran variación y que todas ellas revelan una poderosa y singular adaptación de la forma al pensamiento, una intensidad, una intimidad y una fantasía extraordinarias. Parejas – y explicadas e impulsadas por ella en cualquier supuesto – a la emoción del compositor, movido en esos pasajes finales de su existencia por muy particulares circunstancias vitales. Porque, después de todo, parece muy difícil disociar forma y contenido. “Nos encontramos con un arte en el que la ternura y la sensualidad se pierden en la expresión de la mente, un arte en el que hay algo de ascético y de sobrehumano, un arte único que rompe la cadena de la evolución musical”. Palabras de Escarra.

Tríos

El famosísimo Trío Archiduque es el pináculo que corona la parcela de la obra beethoveniana destinada al conjunto que agrupa las voces del piano, del violín y del violonchelo. Aquí el compositor establece las bases sobre las que habría de asentarse toda la literatura del siglo XIX y alumbra un incipiente romanticismo que sería llevado a sus últimas consecuencias primero por Schubert y luego por Mendelssohn, Schumann, Brahms y Dvorák. Hasta entonces, y como hijas directas de la antigua sonata para violín y bajo cifrado de Corelli y otros autores, estas composiciones se habían ido convirtiendo, de la mano de músicos del primer clasicismo como Carl Philipp Emanuel Bach o Joseph Haydn, en prácticos dúos entre piano (o, más propiamente, clave o fortepiano) y violín, con un simple acompañamiento de chelo que se limitaba a seguir nota por nota el bajo del teclado.

El mismo Mozart, como el citado Haydn, bautizaba este tipo de tríos como sonatas –dado que se atenían a esta disposición formal- para teclado con acompañamiento de violín y violonchelo. Es por ello impresionante el salto dado por Beethoven, que equipara los tres instrumentos; y lo hace ya en sus primeras obras publicadas adscritas a esta combinación, los tres Tríos en mi bemol, sol y do menor, que son, al mismo tiempo, las primeras composiciones que realmente aparecen editadas de todo su catálogo; de ahí que vengan recogidas en el opus 1. Sabemos, por supuesto, que el músico había escrito muchas otras partituras en sus años de Bonn; algunas de ellas serían publicadas a lo largo de su vida, otras, póstumamente. Incluso es difícil afirmar que estos tríos fueran verdaderamente los primeros frutos dados al público. Antes habían aparecido, por ejemplo, algunas piezas pianísticas menores como las Variaciones sobre una marcha de Dressler o las llamadas Sonatas palatinas.

En ese opus 1 Beethoven se evade ya en buena parte de los posibles corsés heredados e incluye, sustituyendo al tradicional minueto, el característico scherzo, marcando pautas que habría de seguir en adelante, no tanto en la forma propiamente dicha cuanto en los personales procedimientos de escritura. Es sintomática la utilización en varias partituras de la serie de la forma variación, de la que llega a conseguir un acabado ejemplo en el tercer movimiento del Trío Archiduque. Se presentan otras novedades en el aspecto rítmico y en la localización de diseños o células que rápidamente adquieren personalidad dramática, como sucede con el núcleo de corcheas descendentes en el Largo de la op. 70 nº 1 y que es una de las marcas de fábrica del compositor. Dos épocas esenciales de su existencia artística cubren estas partituras, la clásica (1794) (op. 1) y la romántica (1809-1817) (op. 70 y 97).

Cuando Haydn, en el palacio del príncipe Lichnowsky, dedicatario de las tres obras de la op. 1, escucha estas piezas queda muy complacido de las dos primeras, pero manifiesta su desagrado ante la tercera, en do menor, y aconseja a Beethoven que no la publique, lo que demuestra el criterio conservador del viejo maestro para una composición que no se pliega tanto como aquellas a los dictados clásicos tradicionales y que plantea ya elementos dramáticos de nuevo cuño que, curiosamente, haría en parte suyos el anciano padre de la sinfonía en sus últimas creaciones camerísticas.

Sonatas para violín y piano

Con nuestro músico se establece, no cabe duda, la definitiva igualdad, el equilibrio entre las voces del piano y del instrumento que por entonces se consideraba acompañante u obbligato, violonchelo y violín en el campo de la cuerda presionada. El intercambio, el diálogo, la dialéctica sólo se alcanza con el músico alemán quien, con los inmediatos antecedentes de Mozart  y Haydn, lleva a su culminación la línea que basaba el discurso en el teclado y que nacía en la literatura galante para clavicembalo, frente a la vieja sonata a solo de matiz barroco con bajo continuo. El instrumento colaborador del clave o fortepiano, en esa primera opción seguida por los clásicos centroeuropeos, se empleaba ad libitum; podía ser indistintamente un violín, un violonchelo o una flauta; a no ser que se consignara la expresión obbligato, que aparece en casi todas las obras de esa época. El violonchelo había conocido en la segunda mitad del siglo XVIII una gran evolución, de lo que se hicieron eco numerosos compositores, Beethoven entre ellos.

Pero ese desarrollo sería mucho mayor en el campo del violín, el gran protagonista, junto al fortepiano, del siglo de las luces. En las postrimerías de esa centuria la técnica se había perfeccionado enormemente con la creación del arco moderno por François Tourte. Continuos avances impulsados por la escuela francesa de Viotti y los logros de artistas como Pierre Rode y Rodolphe Kreutzer fueron ampliando el radio de acción del instrumento. Al unir esos avances de la escuela francesa con las aportaciones del estilo vienés, cuyos representantes, junto al tantas veces mencionado Schuppanzigh, eran instrumentistas de la talla de Kaspar Weiss o Franz Clement, Beethoven abrió nuevas y poderosas vías expresivas que enseguida tomaron cuerpo en una serie de importantes composiciones en las que concurrían los instrumentos de cuerda en distintas formaciones. Así, tenemos las opus 3 (Trío de nº 1), 4 (Quinteto nº 1)  y 5 (Sonatas para piano y chelo nº 1 y 2) junto con las opus 9 (Tríos de cuerdas nº 2, 3 y 4) y 12 (Sonatss para piano y violín nº 1, 2 y 3), que se publicaron antes del cambio de siglo. Posteriormente, Beethoven compondría más sonatas para violín, cuartetos de cuerda y una romanza para violín y orquesta, todos ellos a principios del siglo XIX.

Con todo, quizá no hay tantas originalidades de lenguaje en el conjunto de las que constituyen el catálogo del músico dentro de la parcela que estudiamos como las correspondientes a las del violonchelo, que se atienen menos a la normativa clásica precedente; pero ello no obsta para reconocer su relevancia y para admitir como dogma su extraordinaria participación en el desarrollo de la forma sonata destinada al binomio violín-piano (fortepiano en un principio); o, si se quiere, piano-violín: los primeros frutos, como apuntábamos más arriba, anteponían, siguiendo la costumbre, el nombre del instrumento de tecla, que, pese a las modificaciones operadas en la disposición y equilibrio respecto al acompañante –de cuerda o de viento-, continuaba considerándose convencionalmente el protagonista.

Beethoven calca prácticamente los esquemas que Mozart había acuñado en su extraordinaria serie para clave o fortepiano y violín y muestra una evolución muy concentrada en los pocos años que dedica a esta combinación instrumental. Las citadas Sonatas op. 12, por ejemplo, son típicas obras vienesas de primera época y emparentan no poco también con Haydn, aunque plantean ya nuevas combinaciones tímbricas y buscan efectos expresivos diversos, como analiza muy bien Maynard Solomon. Las op. 23 y 24 nos encaminan hacia un mundo prerromántico a través de la amplitud del estilo y una rica e imaginativa ornamentación (en paralelo con los Cuartetos de cuerda op. 18). Tendencia que se continúa en las partituras de la op. 30 y de la op. 47, la famosa Kreutzer, de retórica más exhortatoria y efectivo antecedente del estilo heroico, que se intentaba también afirmar en la sinfonía y en la ópera. El avance se detendrá en la op. 96, una composición pastoral que vuelve hacia atrás la mirada, pero que al tiempo preludia el último, más íntimo y más recogido y reconcentrado estilo beethoveniano.

Sonatas para violonchelo y piano

Por lo que respecta a estas composiciones, Beethoven hubo de inspirarse en la labor realizada por ilustres violonchelistas del siglo XVIII, como Boccherini, los hermanos Duport o Bréval, que si bien es cierto que proyectaron poderosamente a su instrumento, aun con las lógicas limitaciones que tenía en esta época, no fueron más allá de convertilo en protagonista casi absoluto sobre un bajo continuo.. No se establecía, por tanto, una igualdad, una dialéctica adecuada que pudiera estructurar la forma sonatística o –en aquellas piezas de carácter libre- mantener el interés de un diálogo entre las dos voces. Beethoven, como en tantas cosas, abre caminos y halla el equilibrio ideal: ni protagonismo del piano (o clave o fortepiano) ni del chelo.

Y llega, a lo largo de una buena serie de años y con unas pocas partituras, solamente cinco sonatas, a revolucionar un lenguaje que aparece en las dos últimas, escritas an 1815-16, lleno de originalidades. El compositor actúa de manera muy libre en un permanente estado de búsqueda y no emplea en estas obras la conocida disposición sonatística en tres (o cuatro movimientos), sino que va realizando curiosos intentos que, en todo caso, no alejan a las composiciones resultantes de los esquemas clásicos en todo lo demás. Hasta la Sonata nº 5 no encuentra el camino para el desarrollo de un auténtico lento según los cánones, pero con las peculiaridades de su estilo, simplemente tanteado en las anteriores.

Música de cámara con vientos

Estudiemos brevemente para terminar las características de ese tipo de obras. De una manera general, todas ellas –con vientos solos o en compañía de otros instrumentos- pertenecen a las primeras etapas de la andadura del músico, y muchas de ellas a la juvenil de Bonn. Entran en la órbita propia de la música de salón. Estas composiciones, frecuentes a lo largo sobre todo del siglo XVIII y parte del XIX, tuvieron enorme tradición en Centroeuropa, tanto en su configuración prístina cuanto en su combinación con instrumentos de cuerda. Pentagramas nacidos por lo común para festejar algún acontecimiento o, simplemente, para consumo y degustación; anclados en unas costumbres arraigadas en la nobleza y, más tarde, como se ha expuesto, en la burguesía acomodada y en los que se empleaban un número variable de músicos para distraerse y distraer a unos huéspedes y, en ocasiones, para dar dignidad y color a determinadas ceremonias. Obras que atendían a los nombres de casaciones, serenatas, nocturnos, divertimentos o que venían definidas por el número de sus ejecutantes. En principio estas creaciones, a menudo nacidas de compromisos de tipo social, entrañaban menos complicación, eran menos severas que las integradas en géneros más serios como el cuarteto de cuerda.

Mozart había sido, sin duda, el gran adalid de estas músicas, que acometió sin ninguna clase de cortapisa y dando rienda suelta a su imaginación, bien que en parte encorsetada en las reglas de lo que, realmente, era su trabajo como compositor de corte. Pero de su pluma salieron obras magníficas dentro de este carácter; y la Gran Partita es un ejemplo muy claro. A estas disposiciones instrumentales del salzburgués se asimilaron las de Beethoven, creadas casi todas en su juventud. Por supuesto, ninguna combinación de vientos posee el equilibrio y cualidades de la constituida por un cuarteto de cuerda. Pero se quería alumbrar otras posibilidades que ampliaran el espectro sonoro y dieran variedad a la música de cámara. Como solución más cercana al ideal, capaz de competir incluso con la citada formación de arcos, se descubrió la llamada Harmoniemusik, tan bien recibida en palacios y ámbitos de todo tipo, con un núcleo compuesto por dos trompas, dos fagotes para los bajos y uno o dos pares de instrumentos agudos para la franja superior. Era un grupo, durante mucho tiempo integrante en las bandas militares, que podía dar excelente juego al aire libre. Y que sufrió las correspondientes variaciones con el paso de los años.

Música, pues, de entretenimiento, que incluía serenatas, divertimentos, danzas, marchas, polacas, escocesas, destinados también a otros ámbitos como el militar o las fiestas públicas. En ocasiones dedicados a este o aquel instrumentista. Es casi seguro, por ejemplo, que el Octeto para dos oboes, dos clarinetes, dos trompas y dos fagotes, escrito por Beethoven en 1792 antes de partir de Bonn hacia Viena, iba destinado a miembros del elector Max Franz. Como otras obras de ese período, combinaba elementos de origen bohemio con aquellos, sobre todo melódicos, que provenían de Italia y que poseían a veces carácter operístico. Este Octeto sufrió modificaciones posteriores y acabó siendo el Quinteto de cuerdas op. 4, arriba mencionado. Y una mano anónima lo transformó más tarde en un Trío para piano, violín y chelo, al que se le adjudicó el nº 63 de opus.

Una especial mundanidad amable poseen las obras que combinan los vientos con el sonido del piano, como la Sonata para flauta solista WoO A 44. Pero sería largo y fatigoso para un artículo como el presente abundar en esta parcela, no especialmente significativa de la producción beethoveniana. Otra cosa es, claro, el Septeto o Septimino, que es hoy todavía, más allá de su calidad intrínseca, una de las composiciones más tocadas y escuchadas del catálogo. Está escrito para clarinete, fagot, trompa y cuarteto de cuerda (violín, viola, violonchelo y, en este caso, contrabajo) y aparece lleno de convencionalismos y de lugares comunes, pero posee una excelente factura y demuestra, dentro de lo genérico, una gran inventiva, equilibrio y fácil vena melódica; características que han dictado su permanencia en el repertorio.

Aquí el compositor retoma claramente el mundo de la serenata clásica al que hacíamos referencia, pero con ese plus de melodiosidad y de riqueza armónica que da el genio, aunque sea en ciernes. El empleo que Beethoven hace de los siete instrumentos, todos obbligati, como él mismo resaltaba, es de una variedad y fantasía extraordinarias y manifiesta una inventiva que convierte a que obras del mismo tipo firmadas por otros autores coetáneos como Lachner en cosas de poca monta. Y estamos todavía lejos de la genialidad, que no se pretendía en este gozoso divertimento, del que, curiosamente, el autor renegaría años más tarde al decir: “Es cierto que hay mucha fantasía en él; pero hay tan poco arte (…) En aquella época yo no sabía aún componer, mientras que hoy (…), creo que sí.”

Fue esta obra, junto a la coetánea Sinfonía nº 1, la que podemos decir que cerró la primera etapa beethoveniana, anclada todavía en buena medida en el clasicismo, más allá de que en ella se detecte con claridad la visión anticipadora del gran creador. Por ello, por esa relación con un pasado todavía florido, el gran maestro de Beethoven, el ya anciano Haydn, mostró su aprobación ante la labor del discípulo. En 1800 la influencia del autor de La Creación se dejaba sentir con claridad, aunque evidentemente se vislumbraban en sus pentagramas extraños “golpes y durezas en las modulaciones”, como señalaba la crítica del Allgemeine musikalische Zeitung, ya percibidas en unas composiciones tan clásicas como las tres Sonatas para violín op. 12.

Pero Beethoven siguió su camino, a veces cuajado de espinas, sin tener en cuenta la opinión de su maestro, quien, como recogió Giuseppe Carpani –citado por Maynard Solomon-, que los conoció a los dos, llegó a manifestar abiertamente: “Sus primeras composiciones me han gustado mucho, pero debo decir que no comprendo tan bien las ulteriores. Me parece que entran cada vez más en el terreno de lo fantástico”. Naturalmente, todo eso fue cambiando con el tiempo y el Septimino quedó ahí como muestra de una música bien hecha, encantadora y, pese a que es absolutamente disfrutable y hasta divertida, algo periclitada. Afirmaba Carli Ballola: “Hoy las gracias moduladas de la composición, su mozartismo provocador y su complacida y casi irritante amabilidad nos parecen algo devaluadas; con la relativa poca estima actual este trabajo de elegante academia está pagando ahora la perfecta ‘actualidad’ que tuvo en su momento”. Arturo Reverter

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