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Quartett: una entretenida provocación
El Otello frustrado de Thielemann
Por Publicado el: 06/03/2017Categorías: En vivo

Billy Bud, espectáculo de altura

ESPECTÁCULO DE ALTURA

Probablemente, Peter Grimes (1945) es más equilibrada, de acción más fluida y contrastada, de mayor riqueza vocal e instrumental que Billy Bud (1951), ópera que acaba de desembarcar por primera vez en el Real en su definitiva versión en dos actos (1962). Pero ésta posee una fuerza de arrastre, una construcción, una densidad y una originalidad de mayor envergadura. No era nada fácil, desde luego, para Britten acometer una empresa semejante como la de, en primer lugar, confeccionar un libreto que pudiera resumir y ordenar un material tan antioperístico, tan antiteatral, como el contenido en la narración original de Melville, que en principio no ofrecía el mejor soporte: los diálogos son casi inexistentes, el protagonista es tartamudo y prácticamente no habla, la acción está reducida al mínimo y es estática…

El trabajo de encaje de los libretistas, Forster y Crozier, fue verdaderamente milagroso. Britten mostró su inventiva para la instrumentación minuciosa, detallista, calibrada al milímetro, y para la consecuente orquestación; para la ideación temática y para la planificación armónica. El colorido resultante es sensacional y variado, caleidoscópico, y proporciona una fluidez insólita a la narración, que crece imparable, arrolladora, cambiante y amena. La ópera trabaja más o menos soterradamente desde el mismo comienzo un primer y ondulante motivo que actúa como agente del simbolismo que atraviesa la partitura, que, en lo armónico, está organizada desde la ambigüedad provocada por la constante contraposición entre dos tonalidades enemigas: si menor y si bemol mayor.

Una yuxtaposición que se produce en los momentos más críticos del drama y que dará paso al bemol para certificar el triunfo del Bien sobre el Mal, representados aquí por el capitán Vere y el maestro de armas Claggart. Aunque la cuestión no sea tan clara, pues en el epílogo todo parece quedar en suspenso. Britten dulcifica el carácter de ese moderno Pilatos que es el capitán, al tiempo que mantiene el violento, sádico y envidioso del suboficial y acentúa la sordidez de la trama, en la que se mueven pasiones y sentimientos y que aparece rarificada por la larvada y latente homosexualidad del avieso marino y la declarada y nívea de Billy. De nuevo un personaje puro que se enfrenta al entorno inclemente y cruel. Como en Peter Grimes y Albert Herring. Muy buena idea la de Britten y sus colaboradores la de colocar en la memoria de Vere toda la narración: él es quien rememora, al principio y al final, la tortuosa historia, que discurre así entre paréntesis y nos la acerca desde la mente del capitán. Un gran hallazgo muy bien aprovechado. Los claroscuros de la partitura nos van llevando de la mano entre cantos de la marinería y explícitos diálogos dramáticos.

Para la presentación en la sociedad madrileña de la obra se ha contado con buenos mimbres, lo que ha dado como resultado una función de mucha altura. La Sinfónica de Madrid ha brillado con mil luces, con un alto grado de conjunción, con irisaciones muy variadas y unas dinámicas de amplio espectro, con intervenciones solistas de gran solvencia, en las que han destacado las maderas, con un clarinete bajo de Ildefonso Moreno en primer término subrayando el dramático momento posterior al castigo impartido al novicio, aquí exageradamente ensangrentado en su lento arrastrarse por la cubierta. Hay que aplaudir a la sección de vientos en los limpios unísonos que rubrican la declaración de Claggart.

Está claro que Ivor Bolton, director a veces disperso, de difusos conceptos rítmicos y de mano no siempre diestra para la diferenciación de planos, acertó en lo que sin duda es su mejor actuación en el Real. Supo imponer unos tempi muy razonables, controlados; logró mantener la tensión y acrecerla en los instantes adecuados; Fue hábil en el complicado manejo del coro, que comprende números del más variado signo, desde la ruda canción marinera al delicado y atmosférico susurro. Encontró en el reforzado Coro Intermezzo una espléndida respuesta, sólida, afinada, precisa. Y consiguió aclarar los contrapuntos el entramado polifónico de conjuntos a dos, tres o cuatro voces, tan enriquecedores de las secuencias que sostienen el juicio. Inteligente uso de los silencios, tan definitorios en la trama.

El numeroso reparto mantuvo un tono medio aceptable, con algunas que otras salvedades en las que no vamos a entrar. Sí destacaremos la muy digna labor del Billy de Jacques Imbrailo, barítono lírico de emisión directa, timbre un tanto mate y extensión suficiente, que cantó con intención y sobriedad confiriendo verdad al personaje. Toby Spence fue un Capitán Vere un tanto pálido, un lírico-ligero en exceso feble, de colores planos, aunque muy entonado como actor. Al Claggart de Brindley Sherratt le sobra engolamiento y le falta brillo tímbrico. Es un bajo cantante sin amplitud y sonoridades en el cogote, aunque se comportó muy correctamente como actor. Hay que pedirle más en un monólogo tan siniestro como O beauty, O handsomeness, Goodness!, oscuramente cromático con sus pesantes metales y sus intervalos de cuarta. Un recuerdo al Iago verdiano. Thomas Oliemans, David Soar y Torben Jürgens fueron excelentes oficiales con sus voces oscuras, de barítonos de buena cepa. Destaquemos de entre los demás, en papeles de menor entidad, al Novicio del tenor Sam Furness, al sinuoso Squeak del también tenor Francisco Vas, al austero Dansker de Clive Bayley y al primer oficial de Gerardo Bullón, ambos barítonos. En su punto los cuatro niños guardamarinas de los Pequeños Cantores de la Comunidad de Madrid.

La puesta en escena, que sitúa la acción en el siglo XX, nos pareció espléndida, de una poesía trágica deslumbrante y un simbolismo a todas luces adecuado, firmada por Deborah Warner y desarrollada sobre escenografía muy sugerente, cuajada de aromas marinos, levemente irreal, de Michael Levine, un maestro del que recordamos su trabajo en Diálogos de carmelitas de Poulenc en el mismo escenario, allá por 2006. El inmenso escenario del Teatro es el campo de operaciones, tanto para las escenas de masas como para las íntimas. He aquí un problema no siempre resuelto pese al estupendo uso de la luz por parte de Jean Kalman: hay momentos en los que la atención se difumina, como en los diálogos a dos o los soliloquios, así los de Vere, Billy o Claggart.

El ágil movimiento de masas, los medidos gestos, tan cuidadosamente preparados, dan veracidad a cada escena, aunque la mirada atenta, espiritual y omnicomprensiva de la regista, tan encariñada con la figura mesiánica de Billy, de planteamientos generales en los que prima la ambigüedad de los comportamientos humanos, pierda a veces el norte y derive por vericuetos que creemos hacen perder entidad y dimensión al drama. Es un error a nuestro juicio, por ejemplo, el que Vere y Billy estén en escena cuando aquél comunica a éste su sentencia de muerte. Compositor y libretistas previeron que en este instante el escenario quedara vacío mientras suenan los pavorosos 34 acordes, de cambiantes colores, con fa mayor como centro, verdadero sostén dramático de ese instante crucial. Tampoco se entiende muy bien que el Capitán aparezca, al principio y al final, de la misma guisa que en el resto de la ópera. En vez de acudir al maquillaje, Warner desdobla al personaje y emplea a un figurante muy anciano, desvalido y aparentemente senil. Claro que, frente a eso, seguimos una acción vestida con desbordante imaginación, en la que se delimitan espacios mediante plataformas que van de arriba abajo. La secuencia en la que una de ellas se abre lentamente como un libro cara al espectador mostrando las bien colocadas y blancas hamacas de la marinería es de gran belleza.  Arturo Reverter

 

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