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“Las Estaciones”, un trabajo cohesionado
La juventud se aplica
Por Publicado el: 10/03/2007Categorías: Crítica

Boccanegra, revisión de 2007

Temporada de ópera en Valencia,
“Simon Boccanegra” de Verdi. C.Álvarez, C.Gallardo-Domas, O.Anastalssov, M.Pissapia, G.Gagnizde, D.Vachkov, etc. E.Frigerio, escenografía. F.Squarciapino, vestuario. L.Pasqual, Dirección escénica. L.Maazel, dirección musical. Palau de les Arts. Valencia, 9 de marzo.
No resulta grato desmontar con una crítica una representación que ha provocado la atención de todo el mundo musical internacional por su reparto y que ha cosechado el beneplácito del público, sin embrago este comentario no puede ser todo lo positivo que hubiera deseado.
Verdi fracasó con esta ópera en su estreno de 1857, cuando ya había escrito su célebre Trilogía y a punto de comenzar su periodo de oro con el “Ballo in maschera” de 1859. Contenía demasiado recitativo y un carácter intimista y de oscuras sonoridades poco adecuadas para la época. Revisó la obra en otro periodo de tránsito, el que marcó el largo silencio previo a sus dos grandes óperas finales “Otello” y “Falstaff”. Suprimió banalidades, se deshizo de pasajes que cortaban la acción, mejoró notablemente el libreto más complicado que se haya usado e introdujo la gran escena del Consejo al final del primer acto. Ahora, en 2007, Lorin Maazel parece haber realizado una segunda revisión para descubrirnos que esta partitura no es la ópera de las soledad e intrigas que rodean al poder sino un poema sinfónico.
Se puede hacer sonar a la Orquesta de la Comunidad Valenciana de forma estupenda, como Maazel lo logra -¡Qué orquesta!-, pero los fortes verdianos ni el balance de sus metales son los de Mahler. Cierto es que grandes directores sinfónicos -Abbado entre ellos- gozan dirigiendo esta obra, pero Verdi no escribió un poema sinfónico. El asunto no sería grave si no afectase al canto. El tan elevado volumen del foso obliga y perjudica a los cantantes, que no pueden matizar una expresión que es capital en “Simon”. Así sufre hasta la imponente voz de Carlos Alvarez, la mejor baritonal del presente, casi inaudible y sin fuerza en el decisivo “Plebe!, patrizi!, popolo!”, aunque afortunadamente recuperado para la gran frase “E vo gridando amor”, cantada a propósito desde la embocadura. Resulta muy difícil apianar o evitar los mezzo-fortes y hasta el “Figlia…” final de su primer dúo con Amelia suena sin el sentido pretendido por el autor. Con tanto decibelio, con un Fisco indispuesto y con miedo, con Simon a tope, no puede haber tampoco el debido contrate en los dos dúos entre bajo y barítono. Fiesco – mitad el Silva de “Ernani” y mitad el “Gran Inquisidor”- pasó sin pena ni gloria. Cumplió la otra voz grave importante, la de George Gagnizde, como Paolo, el precursor de Yago.
Soprano y tenor llevan la parte tradicional del canto melodramático italiano. Gallardo-Domas posee la voz adecuada para uno de los personajes más angelicales que escribiera Verdi y también los arrestos necesarios para ensanchar en su intervención del Concejo, pero el concepto orquestal le aproximó a un verismo que no existe en su parte y, decibelios por en medio, llegó cansada a la escena final, clara precursora en su intimidad de la de “Forza”. El tenor Pisapia se defendió bien desde la cara opuesta de la moneda, sonando demasiado a Donizetti.
Muy bien el coro, aunque Lluis Pasqual no entendiese que Verdi experimenta un gran avance en él, pues deja de ser espectador y relator de un drama para convertirse en protagonista. No se percibe en su haendeliana puesta en escena. Ésta es en general demasiado lúgubre, parca y no aprovecha el sentido teatral de la luz del día y el color del mar en una acción que, prólogo aparte, transcurre en cincuenta horas y que empieza en un alba para terminar en un atardecer. Hay muchas limitaciones para el trabajo en el Palau tras el accidente escénico del otoño, pero es exigible una mayor imaginación, y otra tanta a Frigerio y Squarciapino, demasiado centrados en los recursos metálicos.
Le queda así al crítico el mismo sabor amargo que a Simon cuando bebe el agua envenenada. En este caso la temible poción no estaba en un vaso, sino en el foso orquestal. ¡Qué pena que no se hubiese diluido un poco! Se habría evitado la extraordinaria borrachera orquestal y la ópera hubiera salido como pudo haber salido. Gonzalo Alonso

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