Callas, frágil, estilizada, divina, genial
Frágil, estilizada, divina, genial
El Mundo, 26-08-2009
Abandonó el oro de su voz por resplandecer en el papel cuché, por convertirse en la querida de un magnate naviero. Acabó aislada, sin voz y decepcionada del mundo de la farándula.
Para millones de melómanos que profesan la fe de la ópera, la soprano Maria Callas, universalmente conocida como La Divina, era, es y seguirá eternamente siendo paradigma de la diva, del mito, de la estrella glamurosa. Del triunfo y del oropel. Pero… ¿era realmente divina la Callas? La realidad es que, en el interior de aquella mujer alta y poderosa que dominaba el mundo con su voz soberana, en lo más recóndito de la diosa escénica que dejó plantado al mismísimo presidente de la República italiana durante una función de Norma y que no vaciló al enfrentarse a la Scala de Milán y al omnipotente Metropolitan de Nueva York, habitaba un ser excepcionalmente frágil y vulnerable.
Detrás del triunfo y del glamour se ocultaban el fracaso personal y mil sueños rotos. Vida en negativo: desde la frustrada maternidad hasta su voz deshecha por el exceso ya en los últimos años 50, cuando aún reinaba holgadamente en los principales teatros. Como auténtica diva, era arrogante, ambiciosa y presuntuosa, pero, en su temprano ocaso, tuvo que sufrir la humillación de que agentes artísticos y hasta el público que tanto la adoró le dieran la espalda cuando apenas rondaba los 40.
Había nacido en Nueva York el 2 de diciembre de 1923, en el seno de una familia de inmigrantes griegos. Desde la infancia trató siempre de ser lo que no era. Hija no deseada, había nacido hembra cuando sus padres buscaban varón. Era gorda, feúcha, vulgar y de extracción humilde. Arrastró desde siempre los complejos de una infancia jodida, de la que siempre intentó huir y ocultarse. Lo superó mientras vivió para cantar, apoyada en un instrumento vocal prodigiosamente dotado y en su arrolladora naturaleza dramática. Fue en el canto donde catalizó sus mejores energías e ilusiones.
Su fulgurante carrera despuntó en agosto de 1947, cuando con 24 años se presentó en la Arena de Verona protagonizando La Gioconda de Ponchielli bajo la batuta de Tullio Serafin. Tras apenas una década de diosa absoluta de la escena operística, la Callas hubo de sufrir el fracaso interior de un instrumento vocal antes prodigioso y ahora devaluado por un vibrato inaceptable y unos agudos que habían por completo perdido su brillantez diamantina. A finales de los años 50 ya nada quedaba de aquel caprichoso pero prodigioso Mi bemol sobreagudo que la diva greco estadounidense entonó el 7 julio de 1951, durante el final del segundo acto de Aida en una representación en el Palacio de Bellas Artes de México. Aquel interminable Mi bemol, que ha quedado en los anales líricos como «El agudo de México», deja boquiabiertos aún en nuestros días a los aficionados que lo escuchan en la grabación que se conserva de aquella irrepetible función.
Prefirió no ver a que la vieran con las gafas de culo de vaso que le exigía su miopía. Se hizo delgada, estilizada y sofisticada hasta la estupidez. Y no usó lentillas porque aún no existían. Dejó transcurrir el tiempo sin ver, sin darse cuenta del fracaso al que estaba conduciendo su vida y su carrera. La que había sido conmovedora Violetta, belcantista Aida, inalcanzable Norma, dramática Lucia di Lammermoor, inolvidable Tosca y tantas otras heroínas operísticas pasó a convertirse en reina de la nada, cegada por lo más superficial y frívolo de la estupidez humana.
La muchachita regordeta de 1947 se transformó en muy pocos años en distante dama de la ópera. Lo cuenta con sorpresa el gran director de orquesta Carlo Maria Giulini, cuando en 1955 se reencontró con la Callas para hacer en la Scala de Milán una Traviata que hoy es historia: «La nueva María era otra persona. No era sólo su apariencia lo que había cambiado, sino que psicológicamente se había transformado». Fue el principio del fin de una voz y de un personaje absolutamente único, cuyos ocasos parecieron evolucionar en paralelo. En su rápido declive vocal también tuvo mucho que ver el hecho de que cantara todo y de todo: desde el más exigente bel canto a los más pesados roles dramáticos, incluidas Turandots, Isoldas y Brunildas.
Quiso resplandecer en el papel cuché y en la alta sociedad. Convertirse en lo que no era. El diamante se transformó en baratija. En su afán esnobista de chica pobre venida a más, dejó de ser la más grande cantante de la historia para convertirse en la querida de un magnate naviero sin escrúpulos como fue su paisano Aristóteles Onassis, individuo por completo incapaz de apreciar la grandeza de su amante. La Callas dejó los escenarios para entregarse al hombre que la embobaba no sólo con los grifos de oro del Kristina, el lujoso yate en el que ofrecía interminables fiestas en medio del Mediterráneo.
En el fondo, la Callas -cuyo verdadero nombre era Maria Anna Cecilia Sophia Kalogeropoulos- fue víctima de su propia catetería. Nunca se percató de que ella era incomparablemente más grande, más universal e imperecedera que toda aquella pandilla de nuevos ricos a la que tanto admiraba. Vivió con ellos y como ellos. En los cruceros por el Mediterráneo, rodeada de la nobleza decadente afincada en la Costa Azul; en las suntuosas fiestas y en los saraos. Dejó el oro de su voz por cuatro fiestorros y el amor de un armador incapaz de vibrar con su arte. Optó por sentirse dama de honor de la prensa del corazón en lugar de mantenerse como reina de la escena internacional y del corazón de sus fervorosos seguidores melómanos.
El golpe definitivo lo recibió el 20 de octubre de 1968, cuando Onassis la abandonó abruptamente para casarse con Jacqueline Kennedy, la viuda del presidente estadounidense John Fitzgerald Kennedy, asesinado cinco años antes en Dallas. Herida en lo más profundo de su orgullo, la divina Maria Callas nunca pudo superar el mal trance. Jamás se lo perdonó.
Al final, se quedó sin voz y decepcionada del mundo de la farándula. Más sola que la una. Encerrada en su lujoso piso parisiense del número 36 de la Avenue Georges Mandel. «Sola, perduta, abbandonata» como canta el personaje pucciniano de Manon Lescaut que inmortalizó en los estudios de grabación. Intentó salir de ese ostracismo en 1973, cuando emprendió una gira mundial de conciertos junto a su íntimo amigo el tenor Giuseppe Di Stefano. Sin embargo, la voz apenas era un desgarrado reflejo de lo que había sido. Fue un fracaso y tuvo que soportar críticas muy duras. El último y definitivo mazazo. Hacía ya años que su canto, como escribió el musicólogo Kurt Pahlen, «se asemejaba una herida abierta, que sangra entregando sus fuerzas vitales… como si ella fuese la memoria del dolor del mundo».
El 25 de mayo de 1970 fue ingresada de urgencia en un hospital parisiense y tuvieron que practicarle un lavado de estómago: la habían encontrado inconsciente en su piso tras haber ingerido una sobredosis de barbitúricos. Siete años después, el 16 de septiembre de 1977, el personal que estaba a su servicio encontró el cadáver de Maria Callas sobre la cama. Contaba tan sólo 53 años. Oficialmente se dijo que había sufrido «una embolia pulmonar». Sin embargo, sobre la mesilla de noche, en un cuaderno de notas, aparecieron escritas de su puño y letra las mismas palabras que pronuncia la protagonista de La Gioconda en su famosa aria: «Suicidio! Suicidio!»: «In questi fieri momenti tu sol mi resti». Habían transcurrido exactamente 30 años desde que una prometedora y regordeta soprano de origen griego triunfara precisamente con este imponente personaje en la Arena de Verona…
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